Publicat a La Vanguardia el 2006
Los caminos de la emigración
Viaje a Kiev en una de las líneas
regulares más largas de Europa
A principios de los años treinta, Carles
Sentís escribió una serie de reportajes sobre la emigración murciana que
llegaba a Catalunya. Para conocer mejor a esos hombres y mujeres, Sentís viajó
con ellos en uno de los autocares que hacían el trayecto desde Lorca a
Barcelona. De esta forma pudo conocer de primera mano las inquietudes e
ilusiones de aquellos emigrantes, las razones que les impulsaban a emprender
tan largo viaje. Los artículos que en 1933 publicó en “Mirador” fueron editados
en 1994 por la editorial La Campana, bajo el elocuente título de “Viatge en
Transmiserià”.
Mucho han cambiado las cosas en
siete décadas. Los nuevos catalanes ya no proceden del sur de la Península,
sino de bastante más lejos. Y Murcia ha pasado de exportar mano de obra a
importarla.
Precisamente de Murcia procede el
autocar que cada semana pasa por Barcelona con destino a Ucrania. Es, sin duda,
uno de los viajes más largos que en la actualidad, y en Europa, pueden hacerse
subido en un servicio regular de transporte de viajeros por carretera. El
trayecto suma 3.900 kilómetros desde su origen en la capital murciana hasta su
destino final, en la capital de Ucrania. O 3.300 kilómetros si el punto de
embarque es la barcelonesa Estació del Nord. Ésta es la distancia que media
entre dos de los extremos de Europa. Difícilmente se encontrará en el Viejo
Continente un autobús que cubra una distancia más larga. En España, desde
luego, no lo hay. Es posible viajar a Rusia en autobús, pero haciendo trasbordo
en Alemania. Y de servicios que se dirijan a África, el destino más lejano que
se ofrece es Marrakech, que está bastante más cerca que la antigua república
soviética.
Las próximas 46 horas
compartiremos nuestro destino con una cuarentena de ucranios que, tras una
ausencia de meses o de varios años, regresan a su país para reencontrarse con
lo que un día dejaron atrás. El suyo no es un viaje de vuelta, de todas formas.
Todos los hombres y mujeres que nos acompañan han decidido que, por ahora, su
casa está en el sur de Europa. Aquí se vive bien, y, a la espera de que la
situación en su país mejore, aquí desean seguir viviendo. Por el momento,
Ucrania es, para ellos, nada más –y nada menos-, que un paraíso perdido al que
anhelan regresar algún día de modo definitivo. Mientras, se conforman con ir de
vacaciones, poder demostrar a los suyos que, a pesar de lo dolorosa que fue la
partida, la decisión de marcharse fue la acertada.
Todo ha sido llegar a la Estació del Nord,
dirigirse a las pantallas que señalan los próximos autocares que saldrán de
Barcelona y comprobar que, en efecto, para las nueve de la noche está prevista
la partida del coche de línea que se dirige a Ucrania. Un escalofrío recorre mi
cuerpo. Desde hace meses sabía de la existencia de estos autocares. Cada
domingo por la tarde pasa por Barcelona el de la compañía Universe, y los lunes
por la noche lo hace el de la empresa Express A, ambas ucranias y coaliadas con
la española Alsa. Pero por más que sepas, por más que hayas intentado
mentalizarte de que vas a pasar casi dos días confinado en el angosto espacio
de un asiento, la cosa cambia cuando llega el momento.
Y el momento llega con media hora
de antelación. A las ocho y media entra como una exhalación en el muelle número
9 un flamante autocar Mercedes Benz con matrícula ucrania.
Me dirijo al conductor con el
billete en la mano, y me dice algo así como:
-Este autobús va a Ucrania.
Sí, sí. Voy a Ucrania, con ustedes
–alego, blandiendo mi billete.
Un gesto de incredulidad invade
el rostro del hombre, que se resiste a creer que un barcelonés escoja el
autobús para cruzar Europa. Un pasajero que observa con atención mi billete me
da la razón: “Da (sí), el señor va a Kiev”, confirma.
-Pero, ¿y el billete de vuelta?
-refunfuña el hombre, impaciente por cerrar el maletero y largarse.
Volveré en avión –le aclaro.
No entiende nada, pero me asigna
el asiento 29 y me manda subir.
Localizo el asiento 29, pero la
señora que ocupa la plaza contigua se resiste a dejarme pasar. “Siéntese
detrás; hay sitios libres”.
La señora del asiento 29 está
intrigada por mi presencia. Los españoles no suelen ir a Ucrania en autobús. Se
entendería si hiciera el viaje de vuelta con el mismo medio de transporte, lo
que demostraría que tengo poco dinero. Pero un boleto de ida en autocar (185
euros) y otro de regreso en avión (374 euros) valen bastante más que un billete
por los dos trayectos (a partir de 427 euros).
Nos ponemos en marcha. Nada más enfilar
la Gran Via, aparecen en las pantallitas que hay sobre nuestras cabezas una
película rusa y cuarenta pares de ojos se fijan en ellas, de modo que nadie se
percata de que pasamos junto al espectacular tótem multicolor de la plaza de
les Glòries. Mis compañeros de viaje comienzan a vivir la realidad de su país
muchas horas antes de pisar suelo ucranio. Viajan en un autobús ucranio,
acompañados de casi una totalidad de ucranios y pueden ver una película que,
aunque sea rusa, les anticipa lo que encontrarán pasado mañana cuando pisen la
patria de sus antepasados. Lo otro, lo catalán o lo español, ya lo tienen bien
conocido. O no; pero ya tendrán tiempo de conocerlo. Lo que ahora interesa es
sentirse cerca de esa tierra negra y llana que tanto aman, matar la nostalgia,
empezar a vivir su país dentro de esta patria ambulante que se llama autobús.
Antes de llegar a la Jonquera
hacemos la primera parada, y la señora del asiento 29 me aborda para
convencerme de que el viaje no es nada interesante, que estoy perdiendo el
tiempo y el dinero.
La mujer en cuestión se llama
Ivana y vive en València. Ésta es la tercera vez que hace el viaje. No es que
le guste, claro, pero entre que tendría que venir a Barcelona a coger el avión
y que se dirige a Lviv, cerca de la frontera polaca, a doce horas de tren desde
Kiev, le sale más a cuenta embarcarse en el autocar. “Pero es muy pesaaaado...
Ya verás”.
En las próximas horas podré
comprobar que las historias de las mujeres y los hombres con los que viajo
tienen numerosos puntos en común. Llegaron a España con un visado de turista, y
se establecieron en ciudades o pueblos en los que ya vivían familiares o
amigos. Los primeros años fueron los más difíciles. Luego, la regularización de
2005 les permitió acceder a contratos de trabajo, y disfrutar de derechos
básicos como el de poder viajar.
Las dificultades son ahora para
aquellos compatriotas que desean seguir su camino. La concesión de visados
turísticos se ha endurecido. De ahí que la afluencia a España de ciudadanos de
Ucrania es escasa. Pero continúa.
Algunos ucranios recurren a
métodos radicales para salir del país. Svitlana Markova, presidenta del Centro
Cultural Ucraniano en Catalunya, cuenta el caso de una mujer que trajo a su
hija de 5 años metida dentro de una maleta que facturó como equipaje. O el de
un grupo de seis hombres que abandonó Ucrania por las montañas y atravesó media
Europa a pie. Sólo dos llegaron a su destino. Markova afirma que los otros
cuatro murieron por el camino.
Cerca de la Jonquera, una larga
cola de camiones frena nuestro avance. Al cabo de una hora, pasamos por un
puesto fronterizo huérfano de tricornios y gendarmes y retomamos la velocidad
de crucero. Sobre la medianoche, se apagan las pantallas y se cierran los ojos.
Un nuevo día
Entre cabezada y cabezada he
dormido casi siete horas. Hacía ya un buen rato que el autocar iba dando suaves
bandazos por la autopista, pero me resistía a acabarme de despertar, en un
deseo, acaso inconsciente, de acortar camino mediante el sueño. Sin embargo, el
deseo de saber dónde estamos y el exceso de luminosidad me obligan a
incorporarme.
Nos encontramos en Italia, en la
escarpada y preciosa costa de la Liguria. A pesar de lo sinuoso de la autopista
y de que la calzada está húmeda, vamos a una velocidad endiablada. El conductor
ya no es el de anoche. Tres personas se turnan al volante. Cada cuatro horas
hay cambio de turno. A pesar de mis repetidos intentos por hablar con ellos,
resultará imposible saber siquiera cómo se llaman.
Tampoco resultará fácil entablar
conversación con el resto de pasajeros. La gente es tan discreta, que incluso
los que van juntos raramente se dirigen la palabra. Eso sí, cuando los abordas
en solitario son cálidos y afables. Pero las oportunidades para hacerlo sólo se
dan cada cuatro horas, cuando nos detenemos. Y las paradas duran entre diez y
veinte minutos.
Hay mucho que hacer, en tan poco
tiempo. El lavabo del autocar está cerrado, así que cada vez que paramos, la
visita al servicio es urgente. Luego hay que procurarse la intendencia, porque
uno ignoraba que tuviera que traerse comida para dos días.
A las ocho y media, dirección a
Milán, hacemos un alto en una abigarrada estación de servicio tomada al asalto
por decenas de escolares y por ejecutivos ansiosos por tomarse un espresso.
Conseguimos hacer todo lo que teníamos previsto, y aún nos da tiempo para
hablar con Vitaliy Trybuch, un joven de 30 años con el pelo cortado al uno que
trabaja en Palau de Plegamans de soldador. Va a Ucrania para hacer unos
trámites. De este modo, cuando regrese a Palau podrá casarse con su novia rusa,
que automáticamente verá regularizada su situación.
La siguiente parada será a eso
del mediodía, cerca de Udine. Allí conoceré a Olga Sizon, de 55 años. Es bajita
y gruesa, de ojos vivarachos y el cuerpo aún lleno de energía. Después de
trabajar toda la vida para un régimen igualitario, a la hora del retiro se
encontró con una pensión de a penas 25 dólares, que le daba para pagar el piso
o la comida, no para ambas cosas.
Olga decidió marcharse y,
siguiendo los pasos de una amiga, llegó a Girona. Allí cuidó a una anciana de
90 años, hasta que se murió, luego repitió experiencia en Palamós y ahora vive
en València, ocupándose de “una señora de 73 años a la que sus dos hijos no
pueden cuidar”. En cuatro años, su situación ha mejorado de forma notable.
Tiene un sueldo de 800 euros, contrato y Seguridad Social.
Ya con su permiso de trabajo,
Olga regresa por primera vez a Ucrania en cuatro años. Allí podrá abrazar a sus
nietos, que tienen 15 y 7 años, y al pequeño, al que sólo ha visto una vez.
-¿Les lleva muchos regalos?
¡Claro! Llevo cuatro... kilos de
equipaje.
-¿Cuarenta kilos?
No. Cuatrocientos.
Sí, he oído bien. El cargamento
de Olga incluye ropa, comida e incluso cinco microondas. Sale más barato
comprarlos en España, argumenta, aunque tenga que pagar un euro por cada kilo
de exceso de equipaje. Sus familiares ya la están esperando en Kiev con una
furgoneta.
Abandonamos las llanuras de
Italia y apuntamos hacia el norte. Los Alpes Julianos se alzan imponentes
delante nuestro. La autopista se dirige hacia un estrecho valle que penetra en
la cordillera alpina entre laderas escarpadas, bosques de abetos y cumbres de
nieves eternas. Un señor con bigotito toma unas imágenes con una cámara de
video mientras dos chicas fotografían el paisaje con sus teléfonos móviles.
A las dos y cuarto entramos en
Austria y, ahora sí, el conductor respeta de forma escrupulosa el límite de
velocidad.
Las pantallas se iluminan de
nuevo. Hace un rato veíamos una película sobre la guerra de Chechenia que
mostraba a unos soldados rusos que luchaban contra musulmanes con aspecto de
Bin Laden. Lo mismo hacían los cosacos en el siglo XVI. Ucrania significa el
límite de la civilización. Allí, en la frontera, vivían esos hombres, con el
encargo de luchar sin tregua contra los musulmanes del Janato de Crimea y del
imperio otomano.
Ahora el vídeo nos muestra a un
señor vestido de cosaco que explica chistes y canta canciones nostálgicas. En
las caras de las personas que me rodean se aprecia una sensación de bienestar y
seguridad al oírle. Ese hombre, sin duda una figura en su país, representa un
retorno a casa anticipado.
Olga tiene claro que sólo vuelve
a Ucrania de vacaciones. El país sigue en manos de las mafias, denuncia, de los
de siempre. Piensa regresar a València, aunque el viaje de vuelta sea duro,
aunque se haga mucho más largo que el actual.
Cinco de la tarde. Quinta parada,
en algún lugar de Austria. Mi interlocutor es el señor de la cámara de vídeo.
Se llama Yaroslav Trach, y tiene 47 años. Vive en Barcelona, y trabaja de
lampista. Afirma que “España tiene corazón, no como Alemania o Francia, que son
muy rígidos con los extranjeros”. El hombre está tan agradecido a su tierra de
adopción que incluso guarda un buen recuerdo de los tres primeros años que pasó
sin papeles, trabajando doce horas al día a cambio de treinta euros.
Y vuelta al autobús. Van ya
dieciocho horas. Por delante quedan... veintiocho horas más. El viaje se hace
largo. Sólo las periódicas paradas rompen por unos minutos la monotonía de
nuestro avance, trazando una línea horizontal, siempre en dirección este, sobre
el mapa de la vieja Europa.
Ya lo decía Ivana: “el viaje es
muy pesaaaado”. Y más que lo debe ser para los que vienen de Murcia, que tienen
que sumar once horas a las 46 que hay previstas para ir de Barcelona a Kiev.
Pero nadie se queja. Todo el mundo lo lleva con una resignación pasmosa. La
resignación de quien ha vivido momentos mucho más difíciles. La resignación de
un pueblo que desde 1991 disfruta del periodo de independencia más largo que
jamás ha tenido, que siempre fue dominado por sus poderosos vecinos, que sufrió
guerras, deportaciones masivas, hambrunas que mataron a millones de campesinos
o purgas que eliminaron a centenares de miles de personas.
A las seis y media pasamos por
Viena, una hora más tarde llegamos a Hungría, y, a las nueve, tras 24 horas de
viaje, dejamos atrás Budapest.
Uno tras otro vamos cayendo
dormidos. Cada cual se acomoda en su asiento como puede. Unos pocos llevamos
cojín y algunos incluso una manta.
Sobre la una de la madrugada, el
sonido del motor al cambiar de marcha me anuncia alguna novedad. Al abrir los
ojos descubro que hemos dejado la autopista y que pasamos por pueblos pequeños.
Debemos estar cerca de los Cárpatos, detrás de los cuales se extiende Ucrania.
La sensación de lejanía es ahora grande.
Llegamos a la frontera. Las luces
del interior del autocar se encienden y, con la ayuda de dos mujeres, relleno
un minúsculo papel con mis datos personales. Junto a la carretera, un cartel
escrito en alfabetos cirílico y latino nos anuncia la inminencia de nuestro
destino: “U-kra-í-na”, leen en voz alta, muy alta para los estándares ucranios,
dos voces al unísono.
Una funcionaria con cara de sueño
manda abrir el maletero y, armada con una linterna, señala los bultos más
gordos. Pertenecen a Olga, quien, nada más abrirlos, recibe la orden de que ya
los puede cerrar.
Nos devuelven los pasaportes y
nos vamos. En mis compañeros de viaje se ha operado un sorprendente cambio de
ánimo. Nada más cruzar la frontera, han perdido la timidez. Un chico que ha
permanecido más de la mitad del trayecto conectado a unos auriculares, responde
a una pregunta que le hacía a Yaroslav, que acaba de abrir una lata de San
Miguel.
-¿Le gusta Ucrania? -pregunta
Ivana desde el asiento 29, con evidente sentido del humor.
Mujer, espere a que salga el
sol...
-¡Cuándo vuelve a Barcelona?
¡Mañaaaana! –se horroriza- Entonces no verá nada... Tendría que quedarse hasta
el día 9, que es el Día de la Victoria (fecha en la que la URSS derrotó a la
Alemania nazi). Mire, si quiere conocer a los ucranios, tiene que coger una
buena borrachera.
Bueno –interviene la mujer que
tengo sentada delante-; los rusos beben más que nosotros.
La bebida forma parte de la
cultura ucrania. La tradición cuenta que los habitantes del país rechazaron el
Islam porque prohibía beber alcohol, y que rechazaron el judaísmo por todas las
restricciones que imponía.
Pasan ya de las dos de la
madrugada, y la emoción por haber pisado suelo ucranio impide pegar ojo a la mayoría.
Desde el asiento trasero, Yaroslav se lamenta de que la oscuridad me impida ver
los pueblos por los que pasamos. “Ucrania fue el granero de Europa, pero ahora
todo está abandonado. La mitad de las tierras están sin cultivar y los jóvenes
se marchan. Las máquinas son viejas, no hay coches ni dinero para comprar
gasoil... Yo, cuando lo veo...”. Yaroslav se pone una mano en el pecho, y con
el dedo dibuja dos lágrimas que le bajan de los ojos.
Un chico que intenta dormir pide
silencio, y Yaroslav se acerca a mi oído para contarme que su madre vivía en un
koljoz, y que cuando esta propiedad agraria comunal se dividió, le
correspondieron dos hectáreas de terreno que su familia no puede trabajar.
A las seis y media de la mañana,
el sol ha salido ya, y comienzo a comprobar todo lo que Yaroslav me anticipaba:
Los pueblos parecen pequeños Chernóbil abandonados. Sólo se ven ancianos,
mientras que los campos están incultos y en muchos de los que se trabaja
imperan las herramientas manuales y los arados de tracción animal. Se ven pocos
coches, y en su mayor parte con más de veinte años a cuestas.
“Es todo viejo”, refrenda
Yaroslav al verme despierto. “No ha cambiado nada en cuatro años”, coincide
Olga, con la tristeza reflejada en el rostro.
A las ocho llegamos a la estación
de autobuses de Lviv. Yaroslav se apea del vehículo y corre a abrazarse, de
forma tan sentida como breve, a su hijo. Ivana y otra docena de pasajeros
cargan sus maletas en viejos Lada y desaparecen.
A la salida de la ciudad, hacemos
un breve alto. En el bar, Vitaliy se pide un vodka. Yo, un café con leche, que
no me pueden servir por falta de leche. Olga insiste en que coma algo, y pide
para mí un bocadillo. Su desazón es grande cuando me sirven una rebanada de pan
con una rodaja de tomate, un pedacito de carne y otro de pepinillo. Soy su
huésped, y se siente obligada a disculparse por “la mala calidad” del local.
De vuelta al autocar, Olga me
ofrece costilla de cerdo, pan con cereales y una manzana. Le digo que todavía
me quedaba algo que llevarme al estómago, pero ella insiste -“¡come!”- y acepto
encantado el ofrecimiento.
Pasamos por la ciudad de Rivne.
Faltan poco más de 300 kilómetros para Kiev, pero no llegaremos antes de cinco
horas. Podemos estar contentos, de todas formas, porque llevamos cuatro horas
de adelanto sobre el horario previsto. Y hasta el momento, el viaje ha sido sin
sobresaltos. En 39 horas hemos cruzado más de media Europa.
A Igor Yuznetzov, de 28 años, le
gusta viajar en autocar. Vive en Sevilla, y su periplo comenzó el pasado
viernes. Invirtió un día en ir hasta Barcelona, donde pasó el fin de semana con
unos amigos, y su destino final es doscientos kilómetros más allá de Kiev.
Igor, que es ruso y que no se identifica con el nacionalismo ucranio, acusa a
los políticos de querer enfrentar a las dos comunidades, y añora los tiempos de
una Unión Soviética que no vivió. “Antes éramos un país y no había
enfrentamientos. Ahora somos quince y cada cual va a la suya”, se lamenta en un
exótico castellano, que mezcla el acento eslavo con el andaluz.
Hace unas horas, Yaroslav me
decía que no le gustaba la Feria de Abril de Catalunya, y lo mismo cuenta Igor
de la feria de Sevilla. Tanto alboroto, tanto jaleo, no van con su carácter.
Prefieren estar rodeados sólo de la gente a la que quieren.
Olga ya tiene preparado su
banquete particular. Cuando llegue a Kiev, celebrará el reencuentro con los
víveres que guarda en el maletero. Ahí van jamones, longanizas, aceitunas de
todo tipo y quesos, además de un surtido de bebidas que incluye vino, cava,
moscatel, coñac y whisky. Será su fiesta de reencuentro, y espera reunir a
setenta personas. Por un día, contratará a tres personas para que cocinen y
sirvan, mientras ella se dedica a disfrutar.
De conversación en conversación,
estamos ya a punto de llegar a Kiev. ¿Tienes hotel? ¿Dónde cambiarás dinero? ¿Y
el billete de avión?, me preguntan las personas con las que he compartido 42
horas de tedio y cansancio, películas rusas y contención de ácido úrico.
La capital de Ucrania se parece
poco a la parte occidental del país. Aquí las carreteras están en perfecto
estado y hay tiendas nuevas y relucientes, pero también camioneros que vienen a
vender cargamentos de ladrillos, piedras o leña.
El autocar se detiene junto a un
gran parque, y como ha sucedido varias veces desde que cruzamos la frontera,
sólo los conductores bajan. Abren el maletero y le dan dos pequeñas bolsas a un
anciano de pelo cano que nos esperaba. Una vez cumplimentada la entrega, el
hombre desaparece a paso lento con los paquetes que le envía el ser querido
ausente.
A las cuatro en punto hora local
(una hora menos en España), llegamos a nuestro destino. Los familiares de Olga
y la furgoneta no han llegado todavía, y los conductores se niegan a descargar
sus 400 kilos de equipaje. Le dicen que espere cinco horas. Ella se resigna. Al
fin y al cabo, ¿qué son cinco horas después de cuatro años de alejamiento?
“Furgonetas-patera” realizan el
viaje por 120 euros
Además de los servicios regulares
de transporte de pasajeros, operan de forma ilegal furgonetas con matrícula
ucrania que, sin ningún tipo de control, acometen el largo viaje entre la
república exsoviética y España. Los vehículos carecen de tacómetro, por lo que
resulta imposible evitar que los conductores que van a bordo estén al volante durante
largas jornadas. Los ucranios que se atreven a embarcarse en uno de estos vehículos-patera
pagan 120 euros por trayecto.
Más de 20.000 ucranios en
Catalunya
En Catalunya viven entre 20.000 y
25.000 ucranios, con permiso de residencia o sin él, según cálculos del
consulado de Ucrania en Barcelona. Esta cifra aumenta hasta las 80.000 personas
si se incluyen los que viven en Murcia, València e Illes Balears. El cónsul
Yuriy Klymenko explica que se trata de estimaciones, puesto que los ucranios no
tienen la obligación de inscribirse en el consulado de su país. La presidenta
del Centro Cultural Ucranio en Catalunya, Svitlana Markova, afirma que, aunque
no dispone de datos, las cifras reales son superiores.
Alsa, de Asturias a la conquista
del mundo
La centenaria compañía asturiana
Alsa (Automóviles Luarca SA, propiedad de la familia Cosmen desde hace ocho
generaciones) es la principal sociedad dedicada al transporte de pasajeros por
carretera del país, y una de las punteras en el mundo. En España cuenta con
2.700 trabajadores y con una flota de 1.295 vehículos, que realizan cada año
189 millones de kilómetros. También está introducida en Chile, Marruecos y,
desde 1984, China, donde atiende 436 destinos. Desde 2005 participa en la
británica National Express, líder en autobuses y trenes en el Reino Unido. En
2004, Alsa facturó 401 millones de euros.