Alá II

Madrugada alhucemeña


ALHUCEMAS-NADOR-MELILLA-ALMERÍA, 154 km. (autobús), 22 km. (bici), 180 km. (ferry)
¡Pipipí, pipipí, pipipí! ¿Qué es eso? ¡Pipipí, pipipí, pipipí! Oh, no... el despertador. Qué sueño, por favor... ¡Pipipí, pipipí, pipipí! Son las cuatro de la madrugada; tengo que levantarme. ¡Pipipí, pipipí, pipipí! No puedo quedarme dormido. Debo estar en Melilla a primera hora de la tarde. ¡Pipipí, pipipí, pipipí!
A tientas, llego a la estación empujando la bicicleta por las todavía oscuras y solitarias calles de Alhucemas. A hora tan intempestiva como la presente abre la oficina de la compañía de autobuses.
Compro galletas y un zumo de frutas en un tenderete de comida y, soñoliento, me siento junto a un hombre vestido con babuchas y una elegante chilaba blanca. Enmedio de la oscuridad, un invisible aparato de radio nos trae noticias de un mundo lejano. Un locutor de Radio Exterior de España informa, con voz cansina, de la inminente renovación de los Pactos de Toledo y de la tercera reforma de la Ley de Extranjería, medidas con las que se pretende que los españoles tengan mejores coberturas sociales y regular el flujo de extranjeros que se instalan en el país.
La silenciosa madrugada alhucemeña es quebrada primero por la llegada de una furgoneta de la Sûreté Nationale, de la que se bajan un policía de paisano y un chaval de 12 años con las manos esposadas, y diez minutos más tarde, por la súbita irrupción del coche de línea que nos llevará a Nador. De repente, todo el mundo se moviliza. Del vehículo, aún en movimiento, salta el revisor, que de forma autoritaria reparte órdenes, abre maleteros y expide billetes. Tres vendedores de bebidas abordan con sus cestos a los pasajeros que bajan a hacer pis mientras el hombre de la oficina y el conductor descargan cajas de aceite para automóvil, calzoncillos, cintas de cassette y material hospitalario. Los paquetes salen del maletero volando y caen al suelo de cualquier forma.
Cargo yo mismo la bicicleta y corro a buscar asiento junto a una ventanilla. El policía de paisano y el joven reo que custodia han tomado ya posiciones unas filas más adelante, y con una ocupación casi del cien por cien, este autocar, que hace al tiempo funciones de transportista y de furgón policial, arranca con el mismo ímpetu con el que ha llegado.
Engranando velocidades con la celeridad de un fórmula 1, el conductor nos aleja de Alhucemas mientras un sol perezoso comienza a despuntar sobre la bahía. Mar y cielo se funden en una fantástica sintonía de tonos plateados.
Enfilamos hacia el sur, remontando el curso del esmirriado río Nekor y el embalse Abdelkrim por una ruta malísima. La carretera es tan estrecha que, cuando nos cruzamos con algún vehículo, éste tiene que retroceder para dejarnos paso. Las cabezas de los numerosos pasajeros que intentan dormir van pegando tumbos a izquierda y derecha. Nadie dice nada; hay pocas ganas de hablar.
Al cabo de una hora larga, superamos un puerto de montaña, giramos hacia el este y el terreno se torna más amable. A través del frío cristal veo tierras de cultivo y edificios bereberes con cenefas geométricas en las fachadas. Talamagait, Kassita, Midar... Las casas de los pueblos por los que pasamos, de hasta cuatro pisos, se levantan como setas aisladas, con las paredes a los cuatro vientos, como queriendo preservar la independencia familiar.
Por delante del vehículo cruzan viandantes despistados, ciclistas y conductores de viejas Vespino y Derbi Variant. Y a diferencia de lo que sucede en el centro, sur y occidente del país, no hay banderas marroquíes ni retratos del rey en las calles.
Ya en Nador, al ir a bajar del autobús, un hombre mayor señala mi riñonera y hace un gesto con la mano, explícito, simulando el robo de una cartera. “Shukran”, agradezco.
Me voy directo al banco. En el estatal Banco de Marruecos, me atiende el director de la oficina en persona, que anota mis datos en un documento para que una chica los introduzca en el ordenador. La oficinista tiene dificultades, y él la aparta de forma suave pero firme de la pantalla y completa el trabajo. “Monsieur  Gabriel -me llama- ya puede pasar por caja”.
El cajero es una de aquellas personas con nervios de acero y meticulosidad puntilllosa capaz de exasperar a cualquiera. Ya se sabe, a la hora del cierre no puede faltar ni un céntimo.
Me desespero tras la reja que me separa del contable, viendo todo lo que hay que hacer para que me dén mis sesenta y cinco euros. A saber: rellenar otro documento, contar los dirhams que el director ya había contado, sacar un fajo de euros de la caja y extenderlos sobre una mesa, apartar los billetes que me tiene que dar, volver a amontonar los euros restantes, contarlos, guardarlos en un sobre y devolverlos a la caja, escribir en el registro la salida de mi suma. Y vuelta a empezar con las monedas...
Estoy de los nervios. Y aún tengo que llegar a Melilla. Dentro de dos horas sale el ferry para Almería.
“Todo legal”, me ofrece la mano el director una vez finalizado el enojoso trámite. Recojo los ocho dirhams que me han sobrado, doy las gracias al policía que se ha quedado vigilando la bicicleta, y me incorporo a una autovía de dos carriles en dirección a la ciudad autónoma.
Repaso los sitios adonde tengo que ir cuando llegue: a la caixa, al súper, a correos, al quiosco y, sobre todo, a información turística, por si fuera verdad aquello de que la frontera argelina está abierta. Pedaleo junto a una albufera que los españoles bautizaron como Mar Chica y que los marroquíes llaman Sabkhat Bou Arg, dejo atrás el desvío que conduce al Cabo de las Tres Forcas y el puerto de Nador, y llego a la frontera.
Será cosa de dos minutos, me digo, un simple formulismo. Al fin y al cabo, hoy es viernes, día festivo del calendario musulmán, aunque el oficial en Marruecos sea el domingo.
¿Dos minutos? Cuando digo que vengo de Tánger, ya la tengo liada. He cruzado el Rif: soy sospechoso. Y voy en bicicleta: sospechosísimo, pues.

-Vacíe las bolsas -ordena un policía.
-¡Qué! ¿Dónde?

-Aquí; en la acera.

Me pongo nervioso. Con lo que me cuesta hacer las alforjas de forma ordenada cada día, con lo meticuloso que intento ser para evitar la suciedad, y me dice que lo vacíe todo en el suelo. No hay duda: la he cagado. Quizá aún pueda dar con un remedio, de todas formas: busco en la riñonera la carta de presentación escrita en árabe que me escribió Kamel, el traductor jurado palestino que conocí en Barcelona, para salir indemne en situaciones como ésta, pero no la encuentro. La debo tener al fondo de la alforja derecha, con las guías y los mapas.
Rabioso, maldigo mi imprevisión, y el policía se percata de mi estado. “¡Bingo! –debe pensar-; hoy encuentro un alijo y me apunto un mérito ante mi superior”. Y ya no es sólo él quien me apremia para que descubra, por fin, el contenido de riñonera y alforjas. Se unen a nosotros otros dos agentes, que, en cuanto abro cierres y cremalleras, violan la intimidad de mis escasas pertenencias. Lo revuelven todo, la pastilla de jabón, los pins que llevo a modo de obsequio, el tabaco: y esto qué es, y eso para qué sirve... Se aprovechan de su autoridad. Para ellos es como un juego, un juego cruel.
“¿Seguro que no tiene nada que declarar?”, insisten sin disimular lo que se divierten.
Tengo que pararlos, evitar que la situación –o alguna de mis cosas- se escape de mis manos. Abro la bolsa estanca donde llevo la documentación, revuelvo papeles y por fin encuentro la carta de Kamel.
El policía del bigote lee el papel con interés y me lo devuelve, ya sin reír pero con cara de desdén. “Dejadlo, chicos”, parece que ordena. Y de forma milagrosa, los policías se alejan un metro de mí y de la bicicleta.

-Vigile con el pasaporte -me advierte uno.
-¿Acaso no son ustedes policías? –respondo.

-Sí, pero pasa mucha gente por aquí, y en un descuido...

Mi descuido ha sido perder la calma, no haberme sabido mantener firme, ponerles las cosas tan fáciles.
He perdido mucho tiempo, entre bancos y fronteras. Sólo falta hora y media para la salida del ferry.
Ya en Melilla, pido por la oficina de turismo a un policía municipal, que me manda a la Delegación del Gobierno.
La sede de este organismo es moderna, con una decoración a base de grandes espacios abiertos sin tabicar, puertas transparentes y profusión de maderas claras. En su interior reina el ambiente de sano compadreo propio de una ciudad pequeña donde todo el mundo más o menos se conoce.
“¿A Argelia, quiere ir? Ay, chiquillo; ¿qué quiere ir a hacer, usted, allí?”, pregunta, entre sorprendida e incrédula, con un acento muy andaluz, la mujer que atiende en la entrada, tapando con una mano el auricular del teléfono.
Le cuento mis intenciones, y viendo que la cosa se alarga, dice a su interlocutor: “Juani, ahora te llamo”.
Desconoce si la frontera está abierta. Un árabe que aguarda en una silla cree que sí, mientras que los jóvenes funcionarios que hay en el interior aseguran que sólo se permite el paso por razones laborales o humanitarias.
Me suena el móvil, pierdo la llamada, y al ir a devolverla, mi teléfono deja de funcionar. “No sufra”, me tranquiliza la señora, que llama a sa amiga Juani, experta en celulares, y en dos minutos vuelvo a tener el aparato en funcionamiento.

-Oiga, pero con el visado argelino que usted tiene debería embarcar en el puerto de Alicante, no en Almería -me advierte un funcionario.
-¿Y de dónde lo ha sacado? –comienzo a desesperar.

-Mire, aquí en su pasaporte pone Alicante.

Y, en efecto, pone Alicante, que es donde me expidieron el visado. Pero, ¿y si tiene razón? Durante una hora trataré de contactar con la embajada alicantina de Argelia, sin obtener más comunicación que un persistente tu-tu-tu, tu-tu-tu.
No tengo más tiempo. El ferry parte en menos de una hora.

-¿Su nombre? -pregunta el taquillero del puerto para hacerme el pasaje.

Le doy mi nombre, pero, sea porque mi apellido le suena extraño, sea por mi morenez, me toma por marroquí.

-Venga –manda saleroso-; déme el pasaporte porque no sé cómo se pone el acento –bromea-. Vaya, si es Pernau -se sorprende nada más abrirlo.
-Sí, ¿verdad que es fácil?

-Cuídese -aconseja en el momento de entregarme la tarjeta de embarque.

Subo por la rampa de los coches y, sin necesidad de que abra el maletero, un perro de la Guardia Civil olisquea alforjas, ruedas y riñonera, y embarco en el Ciudad de Badajoz.
Me dejo caer en un banco y –“¡buf!”- suspiro. He llegado por los pelos. Las dos y media, ya. El barco, libre de sus amarras, se separa del muelle y encara la bocana del puerto.
Siempre con prisas... Este viaje es estresante. He pasado por Melilla casi sin verla. En las afueras de la ciudad había una plaza polvorienta por lo menos igual de degradada que algunos de los peores sitios que he encontrado en Marruecos, con decenas de inmigrantes indocumentados que dormían en bancos rodeados de una insufrible cantidad de basura y cajas de cartón. He visto también infinidad de militares, casas cuarteles encerradas detrás de un muro de tres metros y kilómetros de alambradas, un club marítimo muy concurrido y un bonito teatro del año 1928.

-!Ding, dong! Señoras y señores pasajeros: la compañía Trasmediterránea les da la bienvenida a bordo. Les informamos que el restaurante permanecerá abierto hasta las tres menos cuarto de la tarde -se anuncia por los altavoces.

Ni siquiera tendré la posibilidad de ver Melilla desde el mar, porque estoy hambriento. “¡Ding dong!”. És el último aviso para ir a comer, advierte una amable señorita, en castellano, francés e inglés. Megafonía no facilita ni una información en árabe pese a ser ésta la lengua de por lo menos un tercio de la población melillense y de una parte muy significativa del pasaje del ferry. Los precios de los menús y los productos de las tiendas, en cambio, sí se anuncian en árabe, porque a la hora de pagar, en eso sí, todos somos iguales.
El barco viaja casi vacío. En su interior se respira un aire menos opresivo que en los últimos días. Hay chillidos espontáneos, mujeres que discuten en voz alta, chicas con camisetas de tiras y militares de paisano que se estrechan la mano de forma patosa, sin poder disimular su aire marcial.
Navegamos en un mar encalmado mientras la costa africana se desvanece lentamente por el horizonte. En menos de dos horas asomará por nuestra proa la vieja y opulenta Europa. Me encuentro entre dos mundos, diría Alí Bey. Y es verdad que en pocos sitios del planeta formas de vida tan opuestas chocan con tanta brutalidad. Pero, ¿cómo se puede entender esta lejanía a pesar de tanta proximidad? ¿La religión lo explica todo, como desde siempre lo hemos querido ver? ¿Cómo es posible que, desde 1492, los europeos y nuestros vecinos del sur hayamos circulado casi siempre por caminos paralelos pero en sentido opuesto, sin llegarnos nunca a encontrar? ¿Cómo es posible que la renta de un país sea casi trece veces superior a la del otro? ¿Cómo esperar que tan abismal desproporción sea aceptada con normalidad por los más pobres? Y nosotros, los del norte, ¿hasta cuándo seguiremos viviendo de espaldas a esta realidad? O todavía más: ¿hay alguna esperanza de que algún día caminemos juntos?
Preguntas y más preguntas. Siempre haciéndote preguntas. Viajas para conocer y encontrar respuestas, y por cada interrogante que logras responder, otros diez quedan abiertos.
Quizá las dos chicas árabes de las camisetas de colores y acento andaluz que se pelean con el televisor para poder ver su telenovela favorita encuentren algún día respuestas.
A esta hora, la única certeza es que la primera etapa del viaje se acaba. Nos dirigimos hacia el país de la “reprimida morería” a la que se refería Lorenzo Silva en su libro Del Rif al Yebala. En pocas horas, Marruecos no será más que un recuerdo lejano que sólo tu cuaderno de notas podrá hacerte recordar.
Argelia me aguarda, pero ¿podré entrar?





Frenazo inesperado


El ferry rápido que debía llevarme a Argelia dejó de funcionar a mediados de septiembre, y el siguiente transbordador no sale hasta el domingo por la noche. Mi visado me autoriza a entrar en el país a partir del sábado 4 de octubre, aunque sólo tiene vigencia para diez días. Ni uno más. Deberé correr mucho para recorrer sus mil doscientos kilómetros de costa en poco más de una semana.
¿Y si, como afirmaban en Melilla, me impiden desembarcar por llegar desde Almería en lugar de hacerlo desde Alicante? No puede ser, me convenzo; esto es una soberana tontería. La gente habla por hablar. Radio Macuto siempre consigue turbarte, y normalmente de forma injustificada.
Será mejor que no piense más en ello, que asuma que los imprevistos también forman parte del viaje y me tome estos inesperados dos días de parón con tranquilidad.
De modo que dedicaré el fin de semana a pasear y a reponer fuerzas, a leer y a visitar el Mediterráneo, que es como se llama el enorme centro comercial de Almería donde uno puede ir al cine. Debo afrontar la etapa argelina con serenidad, porque será complicada.

-¿Dice que va a Argelia? –me pregunta el vigilante del Hostal Americano el domingo, pocas horas antes de cruzar el Mediterráneo por tercera vez en ocho días-. Yo trabajé allí cinco años. Hacía de mecánico en un barco. Era el tiempo de las bombas, ¿sabe? Una noche estaba cenando en el restaurante de un amigo y al día siguiente, ¡puf!, estalló un artefacto y no quedó nada.

A esto se le dice dar ánimos.
El hombre luce dos vistosos tatuajes en el antebrazo, un emblema de la legión y una estrella de David que, según dice, no le causó ningún problema. “Allí la gente es tolerante”, afirma con aparente conocimiento de causa.





ARGELIA
"¡Zi-daaaaa-nee!"


GHAZAOUET-ORAN-MOSTAGANEM, 190 km. (ferry), 184 km. (taxi), 79 km. (autobús)
Comienza a clarear en el exterior del ferry. Sentado en la butaca en la que he dormido, a punto de llegar a Ghazaouet, vislumbro una mar blanca y un cielo neblinoso. El ojo de buey está tan empañado como mi mente. Estoy a punto de pisar Argelia, un país que trata de salir del torbellino sangriento que la ha arrasado la última década. Entre ciento cincuenta mil y doscientas mil personas han muerto de forma violenta a manos de guerrilleros islamistas y de las fuerzas gubernamentales. Las cifras de algunas de las matanzas producen escalofríos: cuatrocientos muertos en Relizane en 1997, cien en Sidi Hamed durante el Ramadán de 1998... Y hace sólo unas pocas semanas, diecinueve campesinos, entre ellos trece niños, fueron asesinados a hachazos en un pueblecito al oeste de Argel.
En webs especializadas en viajes se informa de que la situación ha mejorado, pero que el sudeste debe ser evitado a toda costa, puesto que allí fueron secuestrados decenas de turistas, de viaje por el desierto, hace menos de un año. En el norte persisten las acciones armadas contra el gobierno, pero también ocasionales e indiscriminados ataques con bombas a la población civil.
En los foros cibernéticos internacionales resulta dificil dar con alguien que haya estado en el país en los últimos meses. Y si cuelgas en una página web una demanda del tipo “busco información reciente de Argelia”, las respuestas que recibes –en general, de gente que no lo ha visitado ni lo visitará jamás- te dicen cualquier cosa menos guapo: que si estás loco, que no vayas... Algo parecido, sólo que en lenguaje más diplomático, aconseja el ministerio de Asuntos Exteriores: “En Argelia está en vigor el estado de emergencia desde 1993. Se recomienda no viajar, salvo por razones imperativas, profesionales u otras”.
Me acojo a las “otras” razones para emprender este viaje en apariencia tan arriesgado, aunque algo me dice que Argelia ya es lo bastante seguro como para transitar por él. Y a la fuerza deben pensar lo mismo los escasos pasajeros que me acompañan. Somos unas treinta personas para una tripulación de cincuenta y cinco tripulantes. “La línea es ruinosa –se lamentaba, hace unos meses, un operario de Trasmediterránea en Barcelona-; sólo se mantiene por presiones del gobierno español”.
Entre los pasajeros hay dos modestos empresarios españoles que van a Orán por negocios. No hablaron mucho, anoche, cuando los conocí, imagino que por prudencia. Con cara de susto, contaron que tienen que verse con unos argelinos. Quieren comprar una casa, establecerse y ver si pueden montar “algo”. Eso es lo que dijeron: algo.
Las palabras de uno de ellos fueron poco tranquilizadoras: “¿A ver cómo tienes de grandes los huevos?, ¡jo, jo!”, bromeó uno de ellos.
A baja velocidad, nos acercamos a una costa tan abrupta como la marroquí, aunque en la distancia aquí todo parece más ordenado. La proa del ferry apunta a un pueblo pequeño situado en la ladera de una montaña, con una iglesia blanca que sobresale sobre los tejados.
Sólo desembarcar, mis temores desaparecen. Como advertían los hombres de negocios, los trámites aduaneros se resuelven con rapidez. La policía es minuciosa, pero de trato agradable, y a todas las personas a las que me dirijo hablan a ritmo sosegado.
En la parada de taxis, varios Peugeot familiares con veinte años a cuestas aguardan la llegada de pasajeros. Cargo la bicicleta en el coche de Abdalá, el único que tiene baca, y con las siete plazas –más la del conductor- ocupadas, arrancamos en dirección a Orán.
Con nosotros viaja el muchacho que me ha advertido que no pague más de quince euros por el trayecto, dos mujeres jóvenes calzadas con unos bonitos zapatos de piel y tres hombres.
Vuelvo a sentirme animado, a bordo del siete plazas. Ya no queda en mí ningún rastro de los temores e incertidumbres de los últimos días. Es una sensación que, las próximas semanas, se repetirá en otros países. Los gobiernos y la burocracia imponen un sinfín de trabas y requisitos que cumplimentar para que puedas visitar su país, pero, una vez cruzada la frontera, incluso la policía colabora para que todo discurra de forma armoniosa y sencilla, como queriendo demostrar que, ya que hemos venido a este mundo a sufrir, hagámosnos las cosas fáciles.
Y todo es tan distinto a Marruecos... Ghazaouet parecía un pueblecillo pesquero francés, con sus tejados inclinados, sus plazas con plátanos e incluso con algunas chicas con los hombros al aire. Y ahora sólo veo viñedos, olivos y naranjos, campos de maíz y caminos con cipreses alineados que conducen a señoriales villas en lo alto de una colina. Desde luego, el paisaje verde y domesticado por la mano del hombre que nos acompaña recuerda más a la Toscana que a los áridos páramos que rodean a Melilla y Nador.
Junto a la carretera hay árboles con la parte inferior de sus troncos pintada de blanco, viejas cavas, abandonadas unas, todavía operativas otras. Ya no hay colonos que cuiden lugares como Caves J. Poveda, ni paladares que saboreen los caldos que aquí se elaboraban. Las viñas son pequeñas y muchas están descuidadas.
Argelia fue una potencia vitivínicola, bajo dominio francés. En 1954, llegó a ser el cuarto productor mundial. Sus viñas ocupaban cerca de cuatrocientas mil hectáreas y producían diecinueve millones de hectolitros anuales, la mayoría de ellos para la exportación.
Los franceses introdujeron el cultivo intensivo y métodos modernos, aunque la vid existía desde tiempo inmemorial. Crecía de forma salvaje en las colinas, y fenicios y cartagineses no hicieron más que extenderla.
Los españoles ocuparon Orán en 1509 y durante más de dos siglos estimularon la producción. Vinos cocidos, aguardientes y licores eran objeto de comercio por parte de quienes tenían la exclusiva de las bebidas fermentadas y destiladas, los judíos sefarditas. Era un buen negocio, en especial a partir del momento en que las costas argelinas comenzaron a estar pobladas por gentes de la más diversa procedencia: capitanes y marinos de origen cristiano convertidos al Islam, esclavos o cautivos a los que no se dejaba marchar hasta que alguien pagara su rescate, jenízaros (mercenarios turcos), los españoles de los presidios, los cristianos de los consulados de mar, los comerciantes judíos o los renegados de las ciudades.
Se cuenta que el mismo día en que los franceses desembarcaban en Argelia, el 14 de junio de 1830, las tropas descargaban su equipo de campaña y su munición, pero también barricas procedentes de Marsella, Toulon y Menorca. La filoxera había arrasado los campos de Francia, y, en tres décadas, los viñedos argelinos multiplicaron por diez su extensión.
Pero todo eso acabó en 1962, cuando Argelia obtuvo la independencia y millones de colonos se trasladaron a la metrópolis.
En la actualidad, se conserva una quinta parte de los viñedos que había a mediados de los años cincuenta. La producción no alcanza a la novena parte. Se hacen vinos de hasta quince grados, apreciados por los amantes de los caldos fuertes y que también se usan para cocinar.

-¿Bebes vino, Abdalá? –le pregunto al conductor.
-Un poco, para tomar el aperitivo -responde con la boca pequeña.

En el interior del vehículo se respira buen humor. En comparación a Marruecos, la gente es menos rígida, más espontánea. Abdalá ríe a menudo y a pleno pulmón. Es un hombre algo rechoncho, de pelo blanco y bigote pequeño.
Eso sí, al llegar a un control de carretera, se pone serio. “Vigilan que no entre contrabando de Marruecos”, susurra mientras pasamos junto a gendarmes vestidos de verde y armados con ametralladoras.
¿Y las relaciones con los marroquíes? “No amigos”, responde, escueto.
Junto a la carretera se ve a infinidad de hombres que hacen trabajos de mejora y limpian los márgenes. Parece como si esperaran una visita del presidente, bromeo, a lo que el taxista replica: “Sí, el grand patron visitará Orán y sus alrededores dentro de unas semanas”. El grand patron es Abdelaziz Buteflika, y para cuando llegue todo tiene que estar en perfecto orden de revista.
Entrando a Orán, Abdalá esconde el radiocassette del coche en un bolsillo de su americana, y al verse descubierto me pregunta:

-¿Hay muchos robos, en España?
-Sí, más o menos como en todas partes –digo antes de darme cuenta de que sus palabras son una advertencia-. ¿Y en Orán también?

-Más o menos como en todas partes. Pero en cuanto lleguemos a la estación central de taxis, vigila.

Me despido de Abdalá y de mis compañeros de viaje, y me voy a dar un garbeo por la ciudad.
La segunda aglomeración urbana del país conserva la fortaleza española y la iglesia de la Santa Cruz, pero también manjares que me resultan de lo más familiar. Los oraneses comen cocas, un embutido parecido a la sobrasada y reivindican la invención de la paella. Alegan que el término deriva de la baiya árabe, un plato que elaboran con arroz y frutos del mar.
En el pasado, Orán debió ser una gran ciudad. Hoy, en cambio, asusta. Asusta la contaminación y la marginalidad que reina en sus calles, los vigilantes de los parkings armados con palos, la suciedad y las fachadas de edificios centenarios que amenazan ruina inminente, las esvásticas pintadas en las paredes, el poco respeto que hay por los semáforos o las masas proletarizadas que desfilan con ímpetu, en el caos más absoluto, por sus calles. Todo Orán es un gran rumor en el que se confunden gritos, frenazos y tenderetes donde venden música rai con los altavoces atronando a plena potencia.
En esta Nápoles del sur, la gente se mueve como a espasmos, gesticula, se toca, protesta, se critica... Son tan diferentes de los marroquíes, tan cándidos ellos, que no me extraña que entre ellos se caigan mal, mutua y rematadamente mal. Porque, más que hablar, las personas chillan. E incluso cuando hablan-chillan son de una agresividad que apabulla. Paras a alguien por la calle para preguntarle por el centro, y lo primero que hace es agarrarte por el hombro, darte media vuelta, ajeno por completo al hecho de que está a punto de tirarte la bicicleta, para a continuación explicarte hacia dónde tienes que ir con el habitual volumen de voz oranés. Y claro, tú, que acabas de aterrizar, disimulas el pánico que sientes del mismo modo que hacen los ingleses cuando te les acercas a menos de metro y medio.

-¿Has comprendido? -me chillan con gesto burlón los dos chavales a quienes me he dirigido dándome un golpe en la espalda.
-Sí, sí, sí. Muchas gracias.

-¿Y tú de qué equipo eres, del Madrid o del Barça? -preguntan.

Su reacción cuando les digo que del Barcelona es antológica, para grabarla: al que pregunta se le encienden los ojos mientras sus labios pronuncian las sílabas mágicas que, dichas en el orden adecuado, componen, a oídos argelinos, una sintonia celestial: “¡Zi-daaaaa-nee!”.
Me quedo pasmado en medio de la acera mientras los dos chavales se esfuman, entre la multitud, cogidos del hombro y riéndose a carcajada limpia.
No menos pacífico es el tráfico, una corriente desbordada que policías de gestos teatrales tratan de dirigir a base de cortos y musicales pitidos. Abundan los Renault y Citroën con matrículas francesas y cristales oscuros, que sus jóvenes y orgullosos propietarios, nacidos en la patria de la libertad, la igualdad y la fraternidad y educados en los suburbios de París o Marsella, conservan limpios y relucientes como una patena.
Orán es sin duda exctante, me digo mientras, en la cornisa costera, contemplo los ferries procedentes de Europa y los mercantes que ocupan el puerto. Pero la ciudad es tan excesiva como la historia del país. El comercio es numeroso, pero está desfasado y mal abastecido. La ciudad está degradada. No queda ni rastro del Orán precolonial.
Al desembarcar en Argelia, en la primera mitad del siglo XIX, los franceses se convirtieron, sin quererlo, en los primeros colonizadores de la historia. Sus inicios fueron titubeantes. Pretendían reprimir a los corsarios, cobrarse unas deudas impagadas que el país tenía con Francia y abrir nuevos mercados para los comerciantes de Marsella. Pero, una vez ocupada la capital, pronto se dieron cuenta de que el control del puerto de Argel era insuficiente para garantizar su permanencia en la plaza, y las tropas se expandieron hacia el interior y hacia el oeste, donde toparon con la férrea oposición de Albdelkáder.
La potencia colonizadora y el sultán firmaron la paz en septiembre de 1847. Para modernizar sus nuevos territorios de ultramar, París los dividió en tres departamentos, Argel, Orán y Constantina, al mando de los cuales puso a prefectos recién llegados de Europa. Y así nació el proyecto de construir una pequeña Francia en el norte de Àfrica, a golpe de leyes y de piqueta.
A primera hora de la tarde, subo a un autobús hacia el este. Jilali, el hombre que se sienta a mi derecha, trabaja en la construcción. La falta de viviendas es uno de los problemas más graves de la ciudad, explica mientras salimos de la ciutat, con la compañía de bloques de pisos gigantes y refinerías de petróleo. Para hacerle frente, el gobierno ha traído a cinco mil trabajadores chinos, lo que parece un despropósito en un país con una tasa de paro cercana al treinta por ciento.

-El problema es que en Argelia faltan arquitectos –intenta aclarar.
-Pues, ¿por qué no traían arquitectos? -pregunto aún más desconcertado.

Se encoge de hombros.
Jilali se presenta como “artesano”, lo que significa que se dedica a poner baldosas en baños y cocinas. Viste moderno, gafas de sol amarillas y cazadora tejana, y le gusta el presidente Buteflika. Está convencido de que los atentados –a los que en ningún momento se refiere de forma directa- terminaron en 1997, que había un problema y que el presidente supo afrontarlo.

-¿Y te llamas Jibrail (Gabriel en árabe)? –me pregunta contrariado- Yo soy un hombre religioso, ¿sabes? Jamás pondría tu nombre a un hijo. Jibraïl fue quien comunicó la palabra de Dios a Mahoma; es casi divino. ¿Tú llamarías Dios a tu hijo? Pues es lo mismo. Mohamed o Mahoma ya es otra cosa, puesto que él sí que era humano”.

Jilali me invita a pasar la noche en su casa, gesto que agradezco, pero prefiero seguir hasta Mostaganem.
Como en Orán, casi todo en Mosta, como conocen esta ciudad los locales, te remite a la época de la colonización. Los franceses la ocuparon en 1833 y en poco tiempo aniquilaron la urbe existente en pos de lo que entendían era el único modelo de civilización posible. Derribaron palacios, murallas, y mezquitas, y en su lugar trazaron calles alineadas, construyeron un puerto y nuevos barrios, colegios, plazas con plátanos, cámaras de comercio y hospitales, y la dotaron de un empalme ferroviario que la conectaba a la línea Argel-Orán.
Hoy, los franceses han desaparecido de Mosta, y la frase “el beaujolais es un río que bebe en las fuentes de Mostaganem” no es ya ni un recuerdo del pasado. O eso creía yo.
Me alojo en un hotel que está... casi como los galos lo dejaron. Todo, absolutamente todo lo que hay en el Hotel El Djaza’ir te retrotae a los años cincuenta y sesenta: las desgastadas sábanas, los agujereados manteles del restaurante, los amarillentos tapetes de punto que cubren las mesillas, la pintura descascarillada de los marcos, las lámparas de araña e incluso el hombre que está al frente del negocio, un señor de unos 70 años que se expresa a voces pero en un francés sin acento, y que, para más señas, fuma Gauloises.
Al oírle hablar con un cliente, tengo una sospecha.

-¿No habla usted árabe? -le pregunto.
-No.

-Entonces, usted es francés...

Jacques asiente, y de muy mala gana dice que en la ciudad quedarán diez o quince compatriotas suyos, y no más de ciento cincuenta en toda la provincia. Pero ahí se planta. No se deja arrancar ni una sola palabra más. Intento que me cuente cosas que, por edad, tiene que saber sobre la época colonial y la descolonización. Le sugiero que el país debe haber cambiado una enormidad, y todo lo que obtengo es un gesto elocuente y el silencio.
En su mirada me ha parecido ver un rayo de luz cuando le hablaba del pasado, que era también su juventud, ese tiempo en el que los franceses trabajaron para crear una sociedad que ellos creían mejor, aun sin contar con la opinión ni el apoyo de muchos de los que tambíen eran ciudadanos del país. Este fue, acaso, su error. Pero, ¿por qué se quedó Jacques en Mostaganem? ¿Qué le retuvo? ¿Por qué razón no siguió los pasos de tantos centenares de miles de colonos que se instalaron Francia? Quién sabe. Quizá para cuidar a unos padres enfermos, quizá para conservar unas propiedades, quizá persiguiendo un amor imposible... Jacques se llevará este secreto que con tanto celo guarda a la tumba.

-Disculpe –le pido antes de salir del hotel-: en mi habitación se ha terminado el papel higiénico...
-¡Pues utilice agua, ohlala!

Sentado en un café del centro, nadie me toma por extranjero. Mi pelo negro y mi tez morena me sitúan en el centro de la paleta de colores que uno encuentra en el norte de Argelia. Con razón anteayer la chica del ferry me tomó por argelino. Junto a sirios y libaneses, los habitantes de este país son uno de los pueblos más mezclados del Mediterráneo. Sirva de ejemplo el censo que se realizó en Orán en 1849: había más de once mil españoles, cerca de cinco mil judíos, cuatro mil seiscientos franceses, dos mil setecientos argelinos, mil italianos y otras quinientas personas sin clasificar.
Al anochecer, los comerciantes cierran puertas de forma precipitada y en media hora las calles quedan muertas. A partir de este momento, la ciudad se transforma. Personajes marginales, tenebrosos e intimidantes, se apoderan de la noche. Hombres con la cara sucia, espectros vestidos con ropas viejas, chillan desde el suelo donde están sentados, increpan a los automovilistas e incluso lanzan improperios a un par de agentes que están en el bar.
Comienza a llover, y entonces recuerdas las advertencias recibidas –“vigila por la noche”- y decides ir a cenar. Pero no hay restaurantes a la vista. Todo cuanto encuentras son pastelerías y salones de té, y tú caminas a paso vivo por las resbaladizas aceras, metes los pies en agujeros que las rácanas farolas te ocultan hasta que alguien te pone en el camino correcto. Comes, y al volver a la calle una niña de 10 años te aborda, escoltada por dos quichillos algo menores. “Vigila con los niños”, te han alertado también. La pequeña dice algo que, te justificas, te suena a cuento chino. Sabes que pide, que debe querer dinero, y, sin embargo, te resistes a parar. Temes que una sombra salida de la nada se abalance sobre tí. Y te vas.
Pero la niña no perdona. De repente, a tu espalda oyes su voz infantil transformada. Un sonido grave lanza sobre tí una maldición. Y sus palabras te duelen en el alma.





El último "pied noir"


MOSTAGANEM-TENES, 155 km. (bici)
El viejo Jacques está contento, esta mañana. Sirve café aguado y pan con mantequilla a los tres huéspedes que desyunamos en la cafetería del Hotel El Djaza’ir mientras canturrea viejas canciones francesas.

-¿Quiere más café, monsieur?, ofrece.
-Un poco más, merci.

El gruñón de anoche se ha transformado en un educado anfitrión que remata cada una de sus frases con largos “formidaaaable!”, “fantastiiiique!”, “impeccaaaaable!”.
Es temprano. Hace ya unas cuantas horas que ha dejado de llover. Me aguarda una larga jornada. Mi intención es seguir la costa hasta Argel. Me he propuesto llegar a la capital en tres días. Sobre el papel serán más de trescientos sesenta kilómetros de bicicleta. El ministerio de Asuntos Exteriores advierte de que “los desplazamientos de Argel a Orán o viceversa no se deben hacer por carretera, ya que se atraviesan zonas muy conflictivas” entre las cuales cita Mostaganem. Espero no tener problemas. Con no hacer tonterías y con sólo un poco de suerte se puede ir a casi cualquier lado, me repito.
Subo a la bici y comienzo a pedalear por la ciudad que hace cuarenta y cinco años visitara el general De Gaulle mientras repaso mentalmente que no he olvidado nada: dinero, sí; pasaporte y móvil, también; la cámara fotográfica... ¿dónde he dejado la cámara? Si casi no la he usado. Me cago en la... Me dejo llevar por la precipitación, vuelvo al hotel... y descubro que la llevo encima.
Veinte o veinticinco minutos no son nada en condiciones normales, pero hoy sí. El mapa señala una única localidad importante a lo largo de los ciento cincuenta kilómetros que me esperan.
Tras dos horas de atravesar un territorio fértil, salpicado por numerosas granjas y tierras de cultivo, el paisaje se vuelve más seco. Aparecen bosques de pino, eucaliptos y extensos olivos, con hombres encaramados a los árboles que hacen equilibrios por las ramas intentando recoger aceitunas.
Luego la carretera se dirige hacia una costa de inhóspitos acantilados y valles resecos en los que se ven algunos animales. Aquí salta una perdiz, al rato esquivas a una tortuga y más allá eres observado desde las alturas por una rapaz que sigue atenta al desconocido que se adentra en sus dominios. Poca gente, sin embargo. Tractores agrícolas bajan hasta los oueds a llenar los depósitos de agua que las familias que viven aisladas en la montaña necesitan. Circulan a poca velocidad, y me sirvo de ellos en un par de ocasiones para remontar las cuestas más duras.
Paso por Cap Magrana –granada en catalán- y por un desvío que conduce a un pueblo denominado Talasa a pesar de encontrarse unos kilómetros tierra adentro. Hay también dos pequeños puertos en contrucción y tramos de una autopista en obras abandonada que, según decía Jacques, “cuesta tanto dinero que sólo los americanos la podrán finalizar”.
A eso del mediodía el tiempo se complica. Ya no son sólo las subidas lo que dificulta mi avance. Ahora son los tramos de grava y el viento. Ha comenzado a soplar suave, casi imperceptible, por el costado izquierdo. Brisa marina, he pensado: nada grave. Al fin y al cabo las corrientes térmicas son flojas en esta época del año.
Pero las rachas se tornan más y más fuertes y mi velocidad decae en picado. La media de veinte kilómetros por hora de la mañana es ya sólo un recuerdo. Diecisiete, quince, once. A quince por hora llegaría a Tenes con el último sol, pero a once ya no llego ni en sueños. Tendré que recurrir al transporte público, si es que en estos pueblos desolados soy capaz de encontrar un autocar o un taxi que me lleve. Y si no... Dormir al raso, intentar que alguien me acoja... ¡Qué sé yo!
Cosas del azar, el viento remite al llegar a una playa de guijarros en cuya orilla yace, embarrancado, el esqueleto oxidado de un pequeño carguero. El velocímetro vuelve a señalar cifras tan decentes como dieciocho por hora y, sin haber comido más que unas galletas y cuatro plátanos en nueve horas de esfuerzo sin interrupción, llego a Tenes.
Situado al pie de un peñón puede que tan colosal como el de Gibraltar, el pueblo es bastante más grande de lo que suponía. A su alrededor se desparraman innumerables suburbios en los que infinidad de aspirantes a Zidane persiguen el balón con la perseverancia de quien anhela hacer realidad un sueño.
Excusez moi. ¿Dónde puedo encontrar un hotel?”, pregunto al primer hombre que encuentro, a lo que él, sumamente educado, responde: “Se encuentra usted delante de uno”.
Vaya hombre, no lo había visto. Será por el cansancio.
O por lo cabreado que estoy.
Durante el día he visto playas de guijarros o de dunas, de rocas negras o rojas, pero empieza a oscurecer, lo que significa que me quedo sin ver el puerto de Tenes, que está a dos kilómetros del centro. Los días se acortan que es un desespero. Si al empezar el viaje disponía de doce horas de sol por jornada, una semana y media más tarde debo ir por las once y media. Y eso no es nada: cuando llegue a Turquía tendré que conformarme con nueve.
No puede ser; será la última vez que me ocurra algo parecido. Llegar hasta aquí me ha costado un esfuerzo exagerado. Tengo la cara cubierta por esa capa blanquecina, mezcla de sal y de polvo, que se acumula en la piel del ciclista con el paso de las horas. Y aún tengo que ducharme y lavar la ropa. Me gusta viajar en bicicleta, no pasarme el día encima de ella. Quiero que me quede tiempo para hacer todas esas cosas que uno suele hacer cuando viaja, como son detenerse a contemplar un paisaje o a hablar con la gente, poder improvisar, pasear sin prisa por el lugar, pequeño o grande, feo o hermoso, donde voy a pasar la noche.
Bajo a cenar a hora tan intempestiva como las seis de la tarde. Pido consejo al señor que me ha atendido al llegar, y pese a que suelo evitar los restaurantes de los hoteles, por una vez decido quedarme.
Y acierto.
Menad se mantiene alejado de mi mesa mientras devoro un plato de arroz y albóndigas, y al acabar, entablo conversación con él.
Tiene 50 años y aspecto europeo. De pelo blanco, luce un bigote recortado con pulcritud, y viste una camisa de color morado y pantalones caquis. Trabajó varios años para la ONU en Argel, su ciudad natal, hasta que hicieron su aparición las bombas y la organización internacional desmanteló sus oficinas. Sin empleo, se trasladó a Tenes, donde hace dos años que gestiona el hotel. Al propietario rara vez lo ve. Es algo bastante propio de los empresarios argelinos, dice, que prefieren quedarse en casa y pagar a alguien para que les haga el trabajo.
El ex funcionario de Naciones Unidas está descontento con los errores que se han cometido en su país. Uno de los más graves, afirma, fue ilegalizar al Frente Islámico de Salvación (FIS) después de que este partido islamista ganara las elecciones. Pero fue un error propiciado por Europa, acusa, puesto que ni el presidente francés Mitterrand ni el italiano Andreotti estaban dispuestos a tolerar la presencia de un régimen islámico tan cerca de sus costas. Para este hombre educado y nada chillón, “no se dejó al FIS que demostrara qué era capaz de hacer”.
El clima de guerra civil ha remitido en un ochenta y cinco por ciento, asegura, pero, a pesar de ello, sigue habiendo hasta cien muertos cada mes, según denuncia Amnistía Internacional. Los civiles se llevan la peor parte; mueren en atentados indiscriminados o en los ataques denominados selectivos. La tortura está, además, generalizada y se sigue secuestrando a mujeres y niñas, que son violadas y torturadas, sin que “se haya realizado ninguna investigación exhaustiva, independiente e imparcial sobre los abusos masivos contra los derechos humanos”.
Y continúa sin aclararse el destino de los miles de desaparecidos. Amnistía Internacional tiene cuatro mil casos referenciados, pero reconoce que la cifra real podría ser muy superior.
Ha sido probado que los gobernantes argelinos aprendieron de los franceses sus técnicas para hacer desaparecer a hombres y mujeres que resultaban molestos al régimen, con lo que se ha cerrado un círculo pernicioso del crimen en el que la víctima de ayer es hoy verdugo.
 “Acabada la guerra, queda la inseguridad. La gente se ha vuelto desconfiada, reina la anarquía más absoluta y la economía está arruinada. Nadie se fía del vecino, todo el mundo recurre a la autodefensa. Van armados por la calle”, relata.
El hotel mismo donde me alojo está vigilado de noche por dos personas. En cualquier momento y en el lugar más inesperado, los terroristas pueden volver a matar.
“Argelia tenía de todo, petróleo, agricultura, turismo: éramos el granero de Europa, más ricos que un país europeo como Portugal, y ya ves ahora”, expone Menad de forma realista aunque sin nostalgia.
Menad evita pasear de noche por Tenes, e incluso a plena luz del día toma precauciones. Una vez por semana se desplaza a Argel para ver a su familia. Se sube al coche y, en vez de pasar por el interior, toma la más engorrosa carretera de la costa y sigue sin detenerse hasta que llega a su destino. Así evita la sorpresa de un falso control policial.
¿Y qué piensa del actual presidente? Pues que no es su hombre, que Argelia necesita a un líder nacionalista que sustituya a Buteflika, a quien considera “medio marroquí”.

-Son ustedes muy críticos con sus gobernantes -apunto.
-¡Ja, ja, ja! Los argelinos somos impulsivos y, si es necesario, incluso insultamos a nuestro presidente, lo que ni loco haría un marroquí con su rey.

Pasaría horas hablando con él, pero me fundo por momentos. Ahora habla de fútbol. Opina sobre los últimos entrenadores del Barça, sobre la “nefasta” era Gaspart y sobre el buen resultado que, está convencido de ello, dará al club Ronaldinho.
Me sorprende oírle hablar con tanta contundencia, y él, con una modestia nada forzada, responde: “Nos gusta estar conectados al mundo”.
Menad se percata de mi lastimoso estado y se levanta. “Será mejor que vaya a descansar”.



Velos y turbantes


TENES-CHLEF-ARGEL, 52 km. (minibús), 210 km. (taxi)
Desde la silla que ocupo en una céntrica terraza, oigo las incomprensibles conversaciones que mantienen grupos de hombres en las mesas vecinas. La mayoría viste pantalón y camisa, al estilo occidental, muchos jóvenes llevan camisetas de equipos de fútbol, chaquetones o cazadoras de cuero, y casi todos usan turbante. Hay pañuelos de todos los colores: blancos con cenefas negras, estilo Arafat, pero también turbantes rojos, verdes, amarillos o marrón claro, que en Tenes son los más numerosos.
El turbante es una prenda de múltiples usos. Contra lo que los occidentales tendemos a creer, es bastante más que un ornamento. El largo pañuelo enrollado en la cabeza protege del sol y del frío, de la lluvia y del viento, del polvo y de la suciedad. Cuando se está resfriado sirve para protegerse la garganta y, en ocasiones, para tareas tan mundanas como sonarse la nariz. Y, por supuesto, cumple también la función de signo de identidad, puesto que distingue a los árabes de los que no lo son y, entre ellos, a la tribu o colectivo a la que pertenece el portador.
Las mujeres son más tradicionales. Las hay que lucen bonitas chilabas verdes de terciopelo y zapatos con un discreto tacón. Las que son pobres o menos atrevidas se conforman con telas rudas y colores apagados. El uso del pañuelo está muy extendido. Algunas señoras y muchachas optan por el color blanco, otras muchas se decantan por las flores y hasta las hay que se cubren con agresivas imitaciones de piel de tigre o de leopardo. Misión del pañuelo es no dejar ni un solo pelo, una oreja o un atisbo del cuello a la vista, para lo que es menester disponer de alfileres y pequeños imperdibles que, hábilmente colocados, ocultan de las siempre indiscretas miradas masculinas lo que sólo el marido y la familia pueden ver.
Luego están las que llevan velo, bien porque el cabeza de familia se lo ha impuesto o por ser ésta la voluntad de la interesada. Aun entre las argelinas veladas, hay las que usan un pequeño velo triangular, hecho de punto, que, cuando se aprieta demasiado en la nuca, se adapta a la forma de la nariz de la usuaria, convirtiéndose casi en una prolongación de ésta y produciendo un gracioso efecto pico, al tiempo que descubre, a ojos de quien se acerca por un costado, justamente lo que la virtuosa dama trataba de ocultar.
Y, por último, están las sombras, cuerpos sin forma y de cierta edad que permanecen invisibles bajo tupidas telas negras que caen sin interrupción de la cabeza a los hombros y de éstos a los pies. Las sombras se mueven con sigilo por las calles y sólo alzan la voz cuando discuten precios en el mercado. Desde la oscuridad, las sombras sin ojos perciben el mundo que se extiende más allá de sus casas desposeído de colores. A mí, no puedo evitarlo, me inquietan e intimidan.
No hay mujeres en la terraza donde desayuno. Sólo hombres que se arremolinan junto a una humeante tetera y un camarero que, en cuanto un grupo se levanta, corre a poner orden en el caos de sillas que ha quedado. Las sillas tienen que guardar una simetría milimétrica, dos a cada lado de la mesa. Así, perfecto. Geomètricamente perfecto.
Donde sí había algunas mujeres era en el banco. Hasta allí he acudido de buena mañana, y un chico de 12 años, de piel oscura y nariz chata, me ha llegado a asustar. Con su mirada fija en mí, insistía en que para cambiar dinero debía ir a otro sitio. He hecho ver que no le entendía, convencido de que estaba en el sitio correcto. Pero él ha permanecido a mi lado, escrutando, casi radiografiando lo que llevaba en la riñonera. He tenido que volver al hotel a por el pasaporte, y al descubrir al chico a mi espalda, me he parado de forma brusca en medio de la calle, me he girado y le he amenazado con vehemencia, para que todo el mundo me oyese.
No le he vuelto a ver.
De nuevo en el banco, un hombre me observaba con curiosidad. Ha dudado un instante antes de preguntarme: “¿Tú eres argelino, inmigrante, francés o qué?”. Se ha puesto nervioso, al percatarse del error. “Ah... Por tu aspecto...”. Claro. Creía que era argelino.
Son las diez. Termino mi trozo de deliciosa ensaimada de crema y el hojaldre que he comprado y me comienzo a mover.
Ha habido un cambio de planes, en las últimas horas, o más bien un doble cambio de planes. Anoche decidí renunciar a pedalear hasta Argel, y ahora tengo que renunciar también a mi penúltimo plan: quería bordear la costa, pero me han dicho que allí el transporte público es deficiente, y que podría ser que no consiguiera llegar hoy.
Negocio con un taxista lo que me va a cobrar y a los cinco minutos me encuentro observando cómo seis hombres tratan de colocar mi bicicleta en el angosto maletero de una furgoneta. Todo el mundo grita y aconseja; todos quieren ayudar: “Empuja fuerte de aquí”, “gira el manillar”, “¡cierra!”, “no, vigila el pedal”.
Desmontamos ruedas y asiento, y partimos a toda la velocidad que el viejo vehículo que nos lleva es capaz de alcanzar. Nos dirigimos hacia el interior siguiendo un valle cerrado que se interna en unas montañas de cuyas laderas caen cascadas que dan vida a una vegetación frondosa.
Después de ganar altura, el cielo se abre a una planicie pródiga en frutales jóvenes, olivos y campos de maíz. Abundan los pueblos y el conductor afloja la marcha a cada persona que ve junto a la carretera. “¡Chlef, Chlet, Chlef!”, les grita su hjo Yussef, sosteniendo la puerta abierta con el pie.
Nada más llegar a la Gare Routière Centre de Chlef, Yussef, que sabe que mi viaje no finaliza aquí, hace un gesto para que le siga. Pregunta a los conductores de autobús, pero carecen de baca para cargar la bici. Tendré que continuar en taxi.
Natbi y su Peugeot familiar están a punto de partir. Aprovecho la espera para comprar un refresco, porque el día es caluroso. Mi pequeño termómetro de viaje marca 28 grados. “El tiempo cambia cuatro veces al día, en Argelia. Todo lo que te puedas imaginar que puede pasar, en este país pasa: lluvia, frío, calor, granizo, niebla...”, comenta, dicharachero, el larguirucho de Natbi, que no cesa de vociferar un martilleante “¡Alger direct, Alger direct!”.
Arrancamos. Esta vez me ha tocado ir detrás del conductor. La privilegiada plaza delantera es para la única mujer que nos acompaña. La observo con discreción aprovechando que Natbi cuenta al resto del pasaje algo relacionado con mi persona. Es muy guapa: tiene la piel tersa, se maquilla lo justo y viste una bonita chilaba de color naranja y un pañuelo blanco con topos azules. El taxista concluye su breve relato, hace un comentario y todos menos yo, el invitado de piedra, ríen.
Seguimos el valle del río Cheliff mientras los altavoces del radiocassette se acoplan con los motores de cada camión que adelantamos. La ruta se encuentra en buen estado, con los márgenes limpios y una señalización más que correcta. En este mimo por la cosa pública se percibe la influencia francesa. Los dos últimos días he visto montes reforestados y numerosas brigadas que reparaban carreteras o limpiaban el bajobosque, e incluso en el pueblo más insignificante, los árboles se podan con el esmero propio de quien ama la naturaleza. Desde la administración se organizan campañas cívicas para concienciar a la población de que no debe hacer fuego en el bosque, cruzar una población a velocidad excesiva ni tirar basura por cualquier lado. Y, por lo que parece, la gente responde.
A medio camino, Natbi detiene su Peugeot junto a un restaurante, y nos vamos hacia adentro. Pero no todos. El taxista se queda hablando con la mujer, que permanece en el interior del vehículo. La señora protesta: tal como ha dejado el coche, el sol le da en la cara. Puesto que no le está permitido comer sola con desconocidos, ya que sólo puede ir a restaurantes familiares, ya que debe esperarnos en el párking, nuestra compañera de viaje quiere sentirse cómoda. Es su derecho, y así lo exige.
Raudo, nuestro chófer aparca el coche al revés y corre a comprarle un refresco. Y sólo cuando se ha cerciorado de que todo está en orden, sólo entonces, se sienta él también a comer.
Veinte minutos más tarde, de vuelta al taxi, encontramos a una desconocida junto al conductor. La misma mujer que se quejaba porque le daba el sol se ha quitado el pañuelo, y, sin él, su pelo parece desnudo, como dicen los árabes, más sensual. ¿Se lo ha quitado para entrar en Argel, porque considera que ya no lo necesita?
Mi duda se quedará sin respuesta. La última imagen que guardaré de la misteriosa dama de esbelta figura será del momento en el que se apee del vehículo en medio de un atasco, antes de esfumarse, sin pañuelo y con gafas de sol negras, por una amplia avenida de la capital.
Un continuo de pasos elevados, más atascos e inmensos enjambres de ventanas parabolizadas nos acompañan hasta el centro. “Vigila con los carteristas”, se despide uno de los pasajeros mientras Natbi me ayuda a montar la bici: “Son gente drogada que es inconsciente de sus actos”, añade para justificarlos.
“¿Dónde vas a dormir?”, me pregunta, servicial, el taxista. Digo el nombre de un hotel cualquiera que encuentro en las fotocopias de la vieja guía que me mandó un mallorquín, y él me ayuda a encontrarlo. “Suerte. Y sé bienvenido a Argel”.
Mi hospedaje tiene nombre tan rimbombante como Grand Hotel des Étrangers. Posee altos techos estucados, suelos de mosaico hidráulico, una impresionante chimenea de mármol blanco y bellas vistas a la plaza Port Said, pero ni es el gran hotel que promete ni acoge a más extranjeros que a mí. El establecimiento presenta un aspecto lamentable. Ya no es que el baño esté lleno de cucarachas, algunas de ellas de cinco centímetros, o que las sábanas parezcan haber sido usadas para sacar el polvo. El principal problema es que no hay agua, ni fría ni caliente, ni en el hotel ni en todo el barrio.
Me he quejado a un hombre, de unos 40 años, con bigotito y ojos azules, que ha adoptado esa actitud chulesca que a veces encuentras en las capitales portuarias.

-¿Acaso en Barcelona no pasan estas cosas?, ha preguntado sin inmutarse.

No sabía si me vacilaba o si hablaba en serio, así que he guardado silencio. Pero lo decía en serio, porque el recepcionista ha interpretado mi silencio como una negativa, y se ha echado a reír. “Bueno, si mañana sigue sin haber suministro, puede buscar otro hotel y le devolveré su dinero. Però hoy será mejor que se quede, porque no encontraría otra cama libre en toda la ciudad”, ha dicho.
Y yo, qué remedio, me he tenido que asear con el bidón de diez litros que me habían dejado en la bañera.
Después, he salida a dar una vuelta.
Argel tiene algunas similitudes con Orán. Se levanta al fondo de una amplia bahía que se abre hacia el norte, en un terreno algo elevado sobre el mar y con el puerto a los pies de su paseo marítimo ancho y señorial. Pero a pesar de tanta semblanza, las dos ciudades son rematadamente distintas. Una es más señora, la otra más gamberra. Cuando una presume de elegancia, la otra enseña sin rubor sus vergüenzas. Y mientras una se sabe capital, la otra es mercantil y comercial.
Pero Argel tiene algo a lo que Orán nada puede oponer. Es su luz, una luz clara y brillante que penetra desde el mar y se expande por sus avenidas paralelas al puerto y por los callejones que escalan sus empinadas cuestas, rebotadas en las blanquísimas fachadas de sus edificios. Todo el Argel moderno es de un blanco reciente y a juego con el azul claro que alegra todas sus puertas y ventanas.
Tenía razón Menad cuando afirmaba que Argel forma parte de una unidad mediterránea. La urbe actual, los barrios modernos que recorro, fue construida por los franceses y recuerda de forma inevitable a Marsella. El idioma de Molière es utilizado de forma habitual por las clases medias, como francesas son muchas expresiones, saludos y números que salpimientan el árabe que habla la mayoría.
Pero la ciudad es una sombra de lo que fue. A ella acuden anticuarios franceses a comprar muebles y lámparas antiguas a precio de saldo. Se han restaurado edificios, pero numerosas tiendas antiguas han tenido que cerrar. Los únicos establecimientos que han abierto en los últimos diez años son discretos locales de comida rápida, habilitados con el dinero de los inmigrantes que fluye de Francia.
Un día más, al caer la noche, todo queda sumido en una amenazante penumbra que ni una espléndida luna llena consigue alegrar. La gente desierta de las calles y sólo algunos cafés conservan cierta actividad.
También era Menad quien afirmaba que en la capital no tendría problemas porque hay mucha policía, que incluso era posible que alguna chica me invitase a tomar un café. Pero yo no las tengo todas. Por si acaso, hago lo que el resto de transeúntes, caminar a paso vivo hacia sitio seguro, esquivando bolsas de basura y a la mujer que duerme en un portal junto a un montón de ropa. Como algo, echo un par de monedas a la mano que me tienden a la salida del restaurante y a las nueve ya estoy de vuelta en el hotel.

-Ah! l’espagnol! -me saluda el del bigotito al entrar.

El país está jodido. Menad –siempre él- no hablaba de integrismos, de islamismos ni de otros ismos, sino de falta de trabajo y de hambre.
Paradojas de Argel. El estudiante islámico con pinta de Bin Laden al que he visto comprando pizza en la calle Asselah Hocine comerá caliente, pero tiene que volver a casa corriendo para evitar que le roben.





En la ciudad de los corsarios


ARGEL
El despertar es uno de los momentos más agradables del día. En un primer momento, cuando todavía no has abierto los ojos, tratas de recordar dónde te encuentras, y de inmediato viene a tu memoria el ayer, lo que cenaste, las últimas caras que viste, cómo era la ciudad, el hotel y la habitación donde te acostaste. Pero estas imágenes placenteras duran poco, porque el repaso a las mil y una cosas que tienes que hacer hoy enseguida se llevan, como un torrente desbordado, todo tu pasado inmediato. Un nuevo día acaba de empezar.
Dos caras bastante antipáticas me dan los buenos días. Sobre las ocho de la mañana, una sesentona armada con una fregona pretende sacarme de la cama con la excusa de que tengo el coche mal aparcado. Y diez minutos más tarde, en la cafetería, un camarero indica que me siente ahí sin dignarse mirarme a la cara.
No conseguirán amargarme el día, me digo, aunque es cierto que mi primer objetivo de la jornada acabará en fracaso. Pierdo más de una hora en subir al barrio de El Biar en autobús, equivocarme de parada, ser arrastrado de la mano por el autobusero a otro vehículo, retroceder tres paradas y encontrar la embajada de Libia. En la legación, explico mi deseo de visitar su país al único de los tres hombres presentes que me entiende. “El embajador no está; lo siento, pero no podemos hacer nada por usted”, me responde veinte minutos más tarde.
Me aconseja que me dirija a la embajada española, pero no quiero perder más tiempo. La historia ya me la sé: allí me dirán que pida el visado desde Barcelona, en la embajada de Libia en Madrid aducirán que “el señor embajador sigue de viaje” -como me han repetido durante el último mes-, y mi contacto diplomático lamentará no poder hacer nada por mí y volverá a sugerirme que pruebe en una agencia de viajes.
Comienzo a resignarme a la idea de tener que saltarme el país. Hombre, siempre podré decir que he pisado la embajada, que a efectos oficiales también es territorio soberano de Gadafi.
Decepcionado, me subo a un autobús que baja hacia el centro cruzando barrios residenciales en compañía de, entre otros, una pareja que hace manitas y de una mujer que le pega una bronca monumental al conductor por saltarse una parada. Y para no faltar a la norma, me apeo más tarde de la cuenta y me veo obligado a pegar una caminata de media hora. Por lo menos el paseo me permite conocer zonas populares de la ciudad y descubrir pastelerías en las que venden palmeras y otras delicias entre las que identifico dulces tan o tan poco catalanes -¿quién imitó a quién?- como carquinyolis, xuxos o panellets. O ver cómo unos jóvenes piropean a un par de chicas sonrientes que pasan con los hombros encogidos por el chaparrón de flores que les cae encima.
Las calles son un bullicio. Mañana es viernes, la jornada semanal de descanso, y todo el mundo tiene algo que resolver. Los restaurantes están llenos, pero poco importa; el camarero dice que te sientes en la primera silla que veas libre. En los comedores comunitarios, pides y en dos minutos estás servido: comes casi sin respirar, te lavas las manos y, todavía con el ala de pollo y las patatas fritas en la boca, pasas por caja a liquidar. Tienen su encanto. Estás tan cerca de la gente, que todo es compartido, servilletas, jarrones de agua e incluso bromas como la que gastan cuatro currantes en el momento de levantarse de la mesa central. De forma ostensible, para que todo el mundo le vea, el más grueso lanza al aire un sonoro eructo que provoca reacciones opuestas en dos treintañeras: una pone exagerada cara de asco, mientras su amiga estalla en una carcajada igual de desproporcionada.
El trabajador desfila ufano hacia la puerta y yo sigo sus pasos. Me voy a comprar un anillo para Sandra, a cumplir la promesa de llevarle uno de cada país que visitara. Lo encuentro en una tienda de bolsos y maletas y el comerciante acepta cambiarme dinero pese a disponer de pocos dinares.

-Es mala época para comprar euros -se lamenta-. Los argelinos van justos de dinero, y más ahora que se acerca el Ramadán y las familias derrochan sus escuálidos ahorros. Argelia está muy atrasada. Para resolver uno solo de nuestros problemas necesitaremos veinte años. Fíjese en la vivienda: la oferta actual es para las necesidades de hace treinta años, y las parejas que se casan no tienen adonde ir. Es difícil pasar de un monopolio absoluto del estado a una economía de mercado. La gente cada vez tiene menos dinero. Los precios se han multiplicado por veinte en dos décadas... La clase media desaparece.
-En Marruecos se ve más prosperidad, algunos negocios florecientes –le digo.

-No se deje cegar. Marruecos es un mal ejemplo. Aquello es una monarquía -dice en tono despectivo- donde nada ha cambiado en cuarenta años. La riqueza está en manos de unos pocos; el resto, en la miseria.

De camino hacia el puerto, compruebo hasta qué punto es grave la escasez de viviendas. En unos almacenes portuarios se han instalado familias que malviven en ínfimos locales que carecen de ventilación y luz natural. Y mañana conoceré a un matrimonio que, para pasar una noche a solas, tiene que alquilar una habitación de hotel.
El país está aislado, además. En la estación central me informan de que el tren que pretendía tomar para ir de Constantina a Túnez dejó de funcionar hace diez días. Quedan lejos los tiempos en los que era posible cruzar el norte de Africa casi sin bajarte del convoy. Los países magrebíes se ignoran entre si. Marruecos está enemistado con Argelia por su apoyo al Frente Polisario y Túnez da la espalda a su vecino occidental para evitar que sus problemas le afecten.
Al caer la tarde, las tiendas comienzan a cerrar y me acerco al mercadillo de la Place des Martyrs, a esquivar a matronas tan orondas que, cuando se ponen tres en batería ocupan todo el ancho de la calle, a ver cómo la gente pregunta mucho y compra poco o a contemplar unas obras en la mezquita Ibn Bichnine que deberían haber finalizado hace un año. Incluso me atrevo a entrar solo en la Casbah, desoyendo los consejos de que no lo hiciera si no era en compañía de un argelino. Y, ¿qué quieres que te diga?: de día, tampoco parece tan peligroso, este barrio de escaleras, callejuelas y callejones. Debió serlo hace cinco años, cuando muchos propietarios de pequeños hoteles se arruinaron por el miedo a entrar. O puede que el peligro sea de noche. Aquí no me siento inseguro, o por lo menos no más que en el centro.
En el barrio moderno hay discretos bares donde sirven alcohol, llenos de hombres esta vigilia de festivo. Prefiero una terraza, en la plaza Port Saïd, donde contemplo un partido de fútbol urbano, un concierto de tambores o a un chaval con la cabeza metida en una bolsa de plástico.
Y mientras observo esta Argel tan francesa, me pregunto como debía ser la ciudad hace quinientos años, cuando la ciudad vivía de los corsarios que atracaban en su puerto. Esta tarde, me he acercado a la llamada librería del Tercer Mundo, que, casualmente, regenta un librero llamado Alí Bei. Sin mucha convicción, le he preguntado si existe alguna biografía sobre el célebre Barbarroja, pirata sin escrúpulos para los mediterráneos del norte, héroe nacional para los argelinos.

-¡Ah sí! El marinero que inició, dicho sea entre comillas, la piratería.
-Exacto. Por esta misma razón me interesa –he dicho.

-¡Ja, ja! No hay ningún libro sobre él.

La misma respuesta he obtenido en otras dos librerías, algo soprendente por lo que significó el personaje en la historia del país y en el florecimiento de esta ciudad en el siglo XVI.
La ciudad se fundó en el siglo X sobre la Icosium romana. Gracias a la bondad de su puerto, devino un centro comercial al que llegaban preciadas mercancías procedentes de Oriente para ser embarcadas luego con destino a la Europa feudal. Ocupó un papel central en la historia del Mediterráneo. Para frenar su crecimiento, en 1494, el Borjia Alejandro VI concedió a los aragoneses el derecho de conquistarla, y Fernando el Católico tomó posesión de Melilla, Orán, Mostaganem, Tlemcén, Tenes y el peñón de Argel.
Pero los otomanos no estaban dispuestos a consentir que ningún otro imperio discutiera su hegemonía en el mar. Dominadores ya de Crimea, Bulgaria, Montenegro, Grecia, Anatolia, parte de Persia, Siria, Palestina y Egipto, querían también hacerse fuertes en el confín occidental del Islam. Para ello, el sultán turco Solimán I contó con un aliado de lujo.
Barbarroja es el mote con que los países cristianos bautizaron a uno de los corsarios más celebres y temidos en el sur de Europa. En realidad no era un solo hombre, sino dos hermanos griegos de la isla de Lesbos que, como tantos otros, habían abrazado el Islam. Arouj, el menor de ellos, aprendió los secretos de la navegación y del saqueo durante el tiempo que estuvo enrolado en naves cristianas. Capturado por los caballeros de Rodas, logró escapar y, tras ganar la costa a nado, se embarcó en una nave sudanesa dedicada al transporte de madera. Por su arrojo, llamó la atención de un hermano de Solimán I, que le puso al mando de una nave para que hostigara las costas italianas.
Nombrado almirante, Arouj y sus dos mil jenízaros turcos dominaron Túnez, y a la muerte de Fernando el Católico, tomaron la ciudad de Bujía aprovechando el llamamiento contra los españoles efectuado por un rey bereber. Poco receptivo a la hospitalidad local, Arouj asesinó al rey y persiguió a sus seguidores hasta Tlemcén, donde hallaría la muerte a manos de las tropas españolas desplazadas desde Orán.
Su hermano Kheir ed-Din (el bien de la religión) tomó el relevo al verdadero Barbarroja. Derrotó al ejército de Carlos V a las puertas de Argel y, a partir de 1519, convertiría el Mediterráneo en sus dominios. Los pueblos y pequeñas ciudades de la costa española, francesa e italiana serían presa de su insaciable sed de botines, y, en el mundo cristiano, el nombre de Argel quedaría por siempre asociado a la piratería, a refugio de forajidos y malhechores.
Pero, al fin y al cabo, Barbarroja se dedicaba a lo mismo que habían hecho antes españoles e italianos. En las leyes del mar, el pirata –del griego piratés, el que busca fortuna- era aquel marino que, navegando sin bandera o en tiempos de paz, se dedicaba a asaltar cualquier barco o población que se cruzara en su camino. El corsario, en cambio, tenía una bandera y un gobernante a quien rendir cuentas. Podía arrebatar las posesiones, materiales o humanas, de los navíos que encontraba, de los pueblos en los que desembarcaba, si éstos eran enemigos de su país.
El botín más apreciado eran las vidas humanas. Numerosos municipios de la costa tienen referenciados los vandálicos ataques que sufrieron. Se calcula que en torno a un millón de europeos fueron apresados por argelinos y tunecinos a lo largo de dos siglos. El negocio consistía en exigir el pago de un rescate a cambio del retorno del secuestrado. En los pueblos, las familias sin recursos organizaban colectas para recuperar al ser amado, mientras que las ricas a menudo se veían obligadas a vender sus propiedades. El dinero se entregaba a frailes mercedarios o trinitarios, que partían rumbo sur en caras operaciones de rescate.
Si el secuestrado no tenía quien procurase por él, lo más probable era que encontrase la muerte después de años de penar, encadenado en una galera y, si era mujer, que pasara a engrosar un harén.
Miguel de Cervantes fue uno de los más ilustres cautivos de Argel, donde permaneció cinco años y de donde en cuatro ocasiones trató de escapar sin éxito. Más fortuna tuvo, antes de ser santo, Vicente de Paúl, que logró huir de Túnez en 1605.
En Francia, los supervivientes de un secuestro y sus descendientes eran conocidos como moros, y sus descendientes conservarían el triste recuerdo de su cautiverio en su apellido, en forma de Moreau, Maureau o Maury.
Pero los franceses no eran los principales afectados por las razzias. El país era aliado de los turcos, hasta el punto de que, en 1546, Francisco I incluso había invitado a Barbarroja y a sus treinta mil hombres a hibernar en el puerto de Toulon. El rey puso la ciudad al servicio de los corsarios y de sus doscientas galeras, y la catedral de Santa María la Mayor fue transformada en mezquita. Todo fuera para derrotar a los italianos.
En las costas españolas, la situación se hizo insostenible. Ocupado el reino en fructíferas empresas transatlànticas, Cataluña, Valencia y las Baleares carecían de una fuerza naval estable para defenderse, y algunos pueblos no tuvieron más remedio que organizaron milicias de defensa, mientras que otros optaron por alejarse del mar y asentarse tierra adentro.
La economía se hundió. Así lo expresaban las Cortes de Toledo a Felipe II en 1560: “Andan tan señores de la mar los dichos turcos y moros corsarios, que no pasa navío de Levante que no caiga en sus manos, y son tan grandes las presas que han hecho, así de christianos cautivos como de haciendas y mercancías, que es sin comparación y número la riqueza que los dichos turcos y moros han avido, y la gran destruición y assolación que han hecho en la costa de España: porque desde Perpiñán a la costa de Portugal, las tierras marítimas se están incultas, bravas y por labrar y cultivar; porque a cuatro o cinco leguas del agua no osan las gentes estar: y así se han perdido y pierden las heredades que solían labrarse en las dichas tierras”.
Hubo intentos de represalia, como un fracasado ataque a Argel en 1541 en el que la flota española naufragaría frente a la ciudad a causa un temporal.
Fue en 1571 cuando se montó una operación de envergadura. Una coalición internacional liderada por España y Venecia acorraló con doscientas treinta naves a trescientas embarcaciones turcas en el golfo de Lepanto, hundiendo a la mayor parte de ellas.
Pero a pesar del triunfalismo que la victoria suscitó, los turcos no estaban derrotados del todo. Tres años más tarde se hicieron con Túnez y la Goleta, y, con más o menos fortuna, pirateando o haciendo el corso, seguirían dominando el Mediterráneo.
Argel fue próspera doscientos años más. Allí atracaban barcos procedentes de Inglaterra, Francia, los Países Bajos, España e Italia, se levantaron ricos palacios y mezquitas y por sus calles paseaban cristianos, judíos y musulmanes, señores y esclavos, creyentes convencidos y conversos, que en Europa eran conocidos como renegados. Uno de los más destacados fue un pescador cristiano de Calabria, quien después de participar en la batalla de Lepanto, se convirtió y, con el nombre de Eudj Alí, hizo fortuna y acabó convertido en pachá de Argel.
Y ¿qué fue de Kheir ed-Din, el segundo Barbarroja? Tras una vida plagada de aventuras, murió a los 70 años rodeado de lujo en su palacio de Estambul.
Muerto el hombre, el nombre del temido corsario siguió vivo en el imaginario de multitud de poblaciones costeras. Cada vez que desde las torres de vigilancia se alertaba de la presencia de “moros en la costa”, la población corría hacia sus refugios, aterrorizada ante la simple idea de ser capturados por el mismísimo Barbarroja en persona.





Cabilia rebelde


ARGEL-DELLYS-TIZI UZÚ, 106 km. (bici), 43 km. (minibús)
A la salida de Argel por el este hay una colina donde se levanta el Monumento a los Mártires de la independencia, una estructura metálica de una monstruosidad comparable al Valle de los Caídos pero en versión laica años sesenta. Unos kilómetros más allá comienza una autopista que ofende los sentidos. Junto a ella hay arroyos pestilentes y bloques de pisos modelo cajas de cerillas, iguales a los que se edificaron en Europa hace cuatro décadas salvo en un detalle: en sus fachadas se cuentan casi más antenas parabólicas que ventanas.
Hoy es día festivo, y centenares de familias acuden al reclamo del mercado de vehículos de ocasión que se ha montado junto a la carretera. Compradores y curiosos aparcan de cualquier forma en la cuneta, taponando la calzada casi por completo, y se llegan a pie a un descampado donde se exponen decenas de renaultscitroëns y peugeots que aún conservan su matrícula francesa. Y es que en Argelia casi no hay concesionarios oficiales. Lo que funciona es la transacción de vehículos de segunda, tercera o quinta mano. Todo se vende, lo que se importa de forma legal y lo que llega a los puertos a través de misteriosos procedimientos.
Siguiendo la carretera hacia el este, llego a Aïn Taya, un pueblo junto al mar con casitas bajas de techo inclinado y plazas recoletas. Todo es tan genuinamente francés que incluso hay un hotel-restaurante llamado Chalet Normand, con las vigas de madera a la vista. Las calles están impregnadas de un olorcillo a cruasán recién hecho tan irresistible que uno tiene que luchar consigo mismo para no detenerse antes de tiempo.
A la salida se levantan barrios de módulos prefabricados. Será una forma de paliar el problema de la vivienda, me digo. Pero a medida que avanzo surgen otros barrios de módulos y campamentos precarios en los que centenares de familias malviven, rodeadas de calles embarradas, en tiendas de campaña militares. Algunos residentes han añadido una encañizada a la puerta de su improvisada vivienda, mientras que otros han puesto una verja alrededor con el objeto de preservar la intimidad.
En un bar de Burmedés, unos hombres me invitan a sentarme. Los campamentos no son parte de un plan quinquenal, explican, sino la solución de emergencia para los damnificados por el terremoto que sacudió el país hace unos meses. “Yo perdí mi casa y algunos amigos murieron –narra Abdel-: ahora vivo en un módulo. El gobierno se porta muy bien con nosotros: nos da casas provisionales y corre con los gastos”.
El hombre narra su drama con tal conformismo y naturalidad, que parece que esté contando que ha habido un escape en una bloque y que el ayuntamiento se hace cargo de los desperfectos. Pero habla de un terremoto, una sacudida que, hace apenas unos meses, costó la vida a dos mil doscientas personas, causó diez mil heridos y dejó sin casa a quince mil personas.
Fue el seísmo más fuerte de los últimos veinte años, de una intensidad de 6,7 en la escala Richter. Por si fuera poco, la baja calidad de las construcciones aumentó las pérdidas humanas en una provincia superpoblada. Edificios oficiales como el hospital de Burmedés se desplomaron como un castillo de naipes y ciudadanos enfurecidos lanzaron piedras al coche del presidente Buteflika, de visita en la zona, mientras le gritaban “¡asesino!”.
En los países pobres, la vida pende siempre de un hilo. Por eso este hombre está tranquilo. Sobrevivió a la catástrofe y se ha adaptado a la nueva situación. La vida sigue. De nada vale lamentarse.
Habla de fútbol, ahora, del Madrid de Zidane, de que le gustan España e Italia, y algo menos Francia. Cuenta que nació en la casbah de Argel pero que su familia se mudó por el agobio que suponía vivir en un sitio tan poblado.
A la hora de despedirme e ir a pagar, me corta el paso: “El extranjero no paga. ¡Estás en Argelia!”.
En Burmedés, en Zemmur o en Mandura ya casi no quedan edificios hundidos. Ves, sí, muchos solares y montañas de cascotes, un puente resquebrajado junto al cual han levantado uno nuevo, una casa de dos pisos que se sostiene de milagro sobre un costado o campamentos financiados por cofradías musulmanas y sindicatos de Siria, Turquia, Italia o España.
Llego a Dellys a las tres de la tarde después de más de cien kilómetros de ciclismo suave por una costa llana. Me las prometo muy felices imaginando la apacible tarde de descanso que me espera en esta agradable villa pesquera. Pero...

-No hay hotel en Dellys. Se hundió con el terremoto -me informan dos hombres.
-Ah... ¿Saben de alguien que pueda alquilarme una habitación? –pregunto mientras maldigo mi mala suerte.

-Está difícil -dice uno de ellos, calzado con botas de goma y con una caña de pescar en la mano.

Claro, me digo yo: en Dellys el problema de la vivienda es más acuciante que en otros sitios. Pero seguro que en el ayuntamiento o en la comisaría de policía te encuentran un rincón donde poner tu saco de dormir.

-¿Quiere ir a la policía? –pregunta el de la caña mientras su amigo ríe divertido-: ¡la policía somos nosotros!

Los agentes me acompañan a la gendarmería, hacen unas llamadas y copian los datos de mi pasaporte en un registro. Pero son formulismos. No pueden ofrecerme alojamiento.

-Si hubiera llegado de noche, alguna solución habríamos encontrado –se excusan-, pero con toda la tarde por delante... -búscate la vida, chato, vienen a decirme.

Los policías pescadores me desaconsejan circular por las carreteras del interior –a causa del asfalto, según dicen-, y para asegurarse de que no lo haga, un coche celular me escolta, con sirenas y a todo trapo, por las adoquinadas callejuelas de Dellys. En la estación, los amables agentes hablan con el conductor de un minibús. Y el hombre, qué remedio, nos acepta a bordo con resignación, a mí y a mi bicicleta.
Una vez más, mis planes de seguir la costa se van al carajo en compañía de la tarde perezosa que me prometía. Viajamos hacia Tizi Uzú, la capital de la Cabilia. Es una de las regiones donde más atentados hubo durante la guerra de independencia y también una de las que ha sufrido más matanzas los últimos años. En una zona montañosa y plagada de valles de difícil acceso viven los bereberes, a los que sus convecinos árabes consideran casi unos salvajes por civilizar.
A lo largo de la historia, los bereberes de la Cabilia se han rebelado contra todo intento de dominación extranjera. Lucharon contra los romanos, contra los árabes, contra los turcos y contra los europeos. En 1980 protagonizaron su penúltimo gran levantamiento. Denunciaron en manifestación la represión cultural y la dictadura, reclamaron la democracia y el derecho a su idioma, y decenas de muertos quedaron esparcidos en las calles de Tizi Uzú.
El recuerdo de aquella fecha se mantuvo vivo en la fiesta Tafsut Imazighen, o primavera bereber, pero se siguieron contando víctimas. El cantante Lunes Matub, uno de los cabezas visibles del movimiento, fue uno de los más destacados.
Fue secuestrado en 1994, y cuando por fin reapareció, se exilió en Francia para huir de los que le querían matar. Hasta que, pasados cuatro años, decidió regresar. Sólo tuvo cuatro horas para poder disfrutar de su país. Transcurrido ese tiempo, fue asesinado a tiros. En un primer momento se atribuyó su muerte a islamistas radicales; después se supo que el principal interesado en acallar su voz era el propio gobierno. Nunca le perdonaron su protagonismo en la revuelta de 1980, en la que resultó herido, su radicalismo y su contribución al nacimiento de la organización Movimiento Cultural Bereber.
El desaparecido Matub es todavía un ídolo juvenil. Sus canciones ensalzan la vida y valores tradicionales como la resistencia, el campo, el respeto a los padres o el amor a la mujer, a las que trata de igual a igual.
En uno de sus temas más conocidos, El precio de la venganza, Matub se sitúa en 1962, cuando la guerra de Argelia tocaba a su fin. La canción cuenta la historia de un niño de una aldea a quien su madre le oculta el trágico fin de su padre. A fin de protegerle, le dice que se ha visto obligado a emigrar, y que un día u otro volverá.
Pero el padre no llega, y al cabo de los años el hijo, ya adolescente, descubre de la peor manera la verdad: “Si de verdad fueras un hombre, comenzarías por vengarte del hombre que mató a tu padre”, le desafía un amigo.
El chico corre a casa, suplica a su madre que le diga el nombre del asesino y abandona el hogar para encontrarlo. Sube montañas, pasa por pueblos, hasta que el azar pone en su camino a una bella muchacha. De la noche a la mañana, el amor suspende el tiempo y borra rencores. Ya sólo tiene ojos para su amada. Se queda unos días en el pueblo hasta que ella le presenta a su padre.
El hombre le acoge con cariño, comen juntos en un ambiente cordial y al terminar, los dos hombres se quedan a solas mientras la chica se levanta para recoger la mesa. El muchacho cuenta el motivo de su viaje y pronuncia el nombre de la persona a la que busca. El anfitrión palidece: es a él.
La chica, que ha escuchado desde la cocina, corre aterrorizada hacia el comedor, y en el momento en el que el padre se dispone a apuñalar al chico, se interpone entre los dos, recibe un cuchillazo en el corazón y cae en brazos de su amado, a quien, en un último suspiro, le implora clemencia para su padre: “Déjale sufrir el resto de su vida. Yo soy su única hija. Ahora ya no tiene a nadie más a su lado. La muerte está tras sus pasos; no tardará en llevárselo a él también”.
La canción está ambientada en pueblecitos y casas de campo rodeados de huertos y olivares como los que veo desde la ventanilla, tierras bereberes que asimilaron la versión más laica del Islam, pero que rechazaron hablar árabe. Aún hoy, el segundo idioma de la población es el francés antes que la lengua de Mahoma. Pese a llevar instalados aquí mil trescientos años, los árabes aún son considerados invasores.
“Antes teníamos las tierras y ellos tenían el Corán –reza un viejo dicho bereber-; ahora nosotros tenemos el Corán y ellos tienen las tierras”. Esta es una visión de la historia. Esta noche escucharé otra: “La Cabilia fue durante mucho tiempo la zona más musulmana de Argelia, la que conservó los preceptos esenciales de la religión: vida sencilla, humildad y ayuda al prójimo. En cambio, los que se dicen islamistas degollan y obligan a la gente a comportarse como ellos quieren”.
Ya en Tizi Uzú, encuentro habitación en un lujoso y hoy solitario hotel. Al verme llegar, se me acerca uno de esos pelmas que al principio te hacen gracia, pero que a los cinco minutos aborreces. Es un hombre de mediana edad con los ojos vidriosos por las cervezas que ha bebido. Dice que trabajó en Italia, e insiste en que baje a beber con él.

-Es posible –respondo, sin comprometerme.

Ya de noche, salgo del hotel con discreción para evitar que me vea. “¿Adónde va?”, me pregunta con cara de sorpresa el vigilante del párking. Le digo que a dar una vuelta, y él se extraña de que prefiera ir a pasear cuando puedo pagarme un buen alojamiento.
Un día más desde que llegué a Argelia, las calles han quedado vacías.
La música de una sala de fiestas me dirige hasta el restaurante que hay justo enfrente. Un hombre me invita a asomarme al balcón: desde allí se ve el salón donde se celebra un ágape nupcial.

-Es guapa, la novia –anuncia, sonriente, mi interlocutor, mientras contempla a una veintañera vestida de blanco.
-Sí, muy guapa.

-De lejos todas lo son, ¡ja, ja! -ríe con una malicia y una sinceridad nada árabes.

El hombre se llama Ghrous y en pocos minutos me toma confianza. Habla de Tizi Uzú, de las montañas que la rodean, de las cinco o seis civilizaciones que pasaron por aquí, del negocio propio, la casa y los tres coches que tiene, de que en las bodas se come baklan, un dulce a base de almendra y miel y, por supuesto, también de política. El gobierno actual no le gusta nada: él se siente argelino pero cabileño; se considera colonizado por los árabes del mismo modo que lo estuvo por los franceses; protesta porque se ha permitido el uso del bereber sólo para acallar a la gente y reivindica el autogobierno. Empleando una parábola, describe cómo tendría que ser su país: “Como una familia en la que los hijos, por la mañana, salen a buscarse la vida y, al caer la noche, todos ponen encima de la mesa lo que han conseguido. Argelia sería la mesa: viviríamos juntos alrededor de ella, pero cada uno haría su vida”.
No odia a los árabes, afirma, pero los bereberes estaban primero. Y la antigüedad concede derechos, claro. Por esta razón, pronostica, habrá otro levantamiento popular, volverá la violencia.
Ghrous se toma una pastilla contra el dolor de cabeza, me presenta a sus dos amigos y se va. Dentro de media hora tiene que llegar a un pueblo que está a treinta y cinco kilómetros. Mucho tendrá que correr su BMW para llegar a tiempo. Esta tarde, he tardado una hora y media para hacer un trayecto sólo un poco más largo. “Quédate con mis amigos –ordena al salir-. Cuando termine, volveré. Quiero seguir hablando contigo”.
Khian y Bahbouh son algo más jóvenes. Uno es delgado, de ojos claros, hace unos gestos afeminados y habla francés, inglés y alemán. El otro viste una camiseta del club de fútbol francés Auxerre y tiene la piel aún más clara que el primero.
También ambos son cabilistas convencidos. El de la camiseta del Auxerre habla de guerra con los árabes, y su amigo se lo reprocha. Añoran una época que no vivieron, los conocidos como dieciocho años dorados de Argelia, que es como se conoce el período que siguió a la independencia. Fueron tiempos de bonanza económica, de creer que las cosas irían bien por los siglos de los siglos. El gobierno invirtió en la industria pesada, siguiendo un modelo de crecimiento económico a la europea, pero la crisis lo arruinó todo, incluida la agricultura, que había sido la principal fuente de ingresos.

-Esa edad de oro es un mito –desmiente Khian-; se vivió de las rentas que habían dejado los franceses; ya no volverá.
-¿Y por qué no? Ya no estamos como en 1994, el país ha comenzado a renacer. La gente tiene esperanza -sueña Bahbouh- ¿No te parece, Gabriel?

Explico lo que he visto en Argelia y lo que vi en Marruecos; un país que vive casi aislado, sin apenas contacto con el exterior, frente a otro que, con todas las dificultades, trata de salir a flote; un país que fue frente a otro que trata de ser. Les digo que en algunos aspectos su vecino occidental está más desarrollado, y se sorprenden.
Su referente es Europa, por forma y nivel de vida pero también por la democracia. El educado de Khian querría viajar a España y, al imaginar que pretende emigrar, trato de desalentarle. Hay paro, la vida allí seguramente no es tan fácil como supone y luego está el racismo.
“¿Racismo? ¿Y en Andalucía también? Pero si somos iguales... Los españoles descendéis de los bereberes numidios, los primeros pobladores de la Cabilia”, balbucea desconcertado. “Además, yo no pienso quedarme a vivir allí –añade, convencido, al ver que le malinterpreto-. Me gustaría conocer España, Francia e Italia, nada más. Estoy bien en mi país”.

-Y tú... ¿bebes alcohol? -me pregunta Khian en voz baja.
-Sí, pero con moderación; el alcohol es como la comida, que puede darte un empacho.

-¡Ja, ja, ja! -ríen.

Khian bebió whisky una vez, y en otras ocasiones ha probado la cerveza, pero le provocaron tal dolor de cabeza que decidió no volver a beber nunca más. Su amigo es tajante: “Si Alá prohibió el alcohol, por algo debía ser”.
El banquete de bodas ha concluido ya, y los dos amigos tienen que cenar. Intercambiamos direcciones y digo que saluden a Ghrous de mi parte.
De vuelta al hotel, descubro unas pintadas anónimas en unos muros. En una que ponía “Viva USA”, alguien ha borrado la patria de mister Bush y ha escrito Argelia, mientras que un tercero, con letras más grandes, ha añadido Cabilia. No lejos de allí, otro grafitero anónimo reivindica la libertad de expresión: “Podéis borrar nuestras pintadas, no nuestras ideas”.

-¿Ha dado ya su paseo? -me pregunta el vigilante del párking al verme de regreso.
-De hecho no –reconozco-, pero he conocido a gente muy interesante.





Macacos de Berberia


TIZI UZÚ-AZAZGA-BEJAIA, 38 km (minibús), 93 km (bici)
Azul. Es la única palabra del idioma tamazight que conozco. Me la enseñaron anoche. Azul es el color con el que el cielo me recibe este nuevo día, y “azul” es la forma con la que los bereberes se dan los buenos días. ¡Azul!, se dicen los dos amigos que se encuentran por la calle; ¡azul!, da la bienvenida la madre al hijo que vuelve de la escuela; ¡azul!, pronuncia un hombre al entrar en una atiborrada tienda de alimentos. Azul; es una bonita forma de saludarse.
En cuanto al azul del mar, tardaré unas horas en volverlo a ver. Mi camino pasa hoy por el interior. El mapa señala tres pequeños puertos de montaña, y, para acortar camino, decido hacer un tramo en autobús.
En el acceso a la Gare Routière de Tizi Uzú, un guardia revuelve en el interior de las alforjas en busca de lo que no llevo. Me pregunto si la carretera hasta Bejaia será peligrosa. “No tema –me tranquiliza el conductor del minibús que me llevará a Azazga-; yo jamás he tenido ningún problema. Si acaso pasa algo, es en carreteras de segundo orden y en las pistas de montaña. En las nacionales hay muchos controles”. Le comento un incidente del que he oído hablar, algo que sucedió hace una semana relacionado con un grupo terrorista que vivía en las montañas con sus familias. Alguien dijo que el ejército los rodeó y los mató a todos, pero el hombre corrige: sólo los detuvieron.

-¿Para qué quieren la autonomía, los cabileños, para ser más ricos? -abordo al autobusero.
-Bueno, un poco más sí –responde sin ofenderse-, pero sobre todo para gobernarnos nosotros mismos.

Tenían razón Khian y Bahbouh cuando decían que en la Cabilia el Islam se vive con menos rigor que en otras zonas. En la estación veo a mujeres, casi todas sin pañuelo, que gesticulan, hablan en voz alta, ríen o se enfadan. Se sientan donde les da la gana, solas, al lado de otra mujer o de un hombre, y algunas se visten de forma provocativa.
En la franja costera entre Burmedés y Dellys es distinto. La zona es árabe y islamista, decían los dos amigos a modo de aviso, pero en las montañas nadie obliga a nada. Los cabileños viven y dejan vivir. Como ejemplo contaron que reside entre ellos una minoría cristiana, descendiente de las familias que convirtieron los frailes blancos franceses.
El vehículo remonta un valle ancho y parece que próspero. Cada vez que llegamos a un control policial, el autobús aminora la marcha sin llegar a detenerse. Los militares llevan chaleco antibalas, y siempre hay junto a ellos una tanqueta blindada. La primera vez que llegas un control te pones en estado de alerta, temiendo que haya pasado algo o que vayas a ser objeto de un registro minucioso. Pero al día siguiente, cuando ya has superado una decena, te das cuenta de que forman parte del paisaje como los árboles.
Sólo ayer tuve un sobresalto. Pasaba junto a un cuartel militar y un joven centinela me sorprendió curioseando en el interior. Me dio el alto, me pidió el pasaporte y se fue hacia adentro con él. A los cinco minutos salió el oficial de guardia, muy sonriente, me devolvió la documentación y me contó que había visitado Elche durante su luna de miel. Y después de regalarme una Pepsi de medio litro me dejó seguir.
A partir de Azazga, me toca pedalear. Afronto las colapsadas subidas que hay a la salida del pueblo algo asustado. Temo que se repita el conato de asalto que sufrí en la costa marroquí, salvo que esta vez no sean dos pobres desgraciados los que se abalancen sobre mí, sino una banda de islamistas.
Pero mis temores pronto desaparecen. El tráfico es escaso y, tras una prolongada subida, la carretera me lleva a través de bosques de alcornoques y robles. De las laderas de las montañas bajan arroyos esquivando inmensas rocas recubiertas de musgo. El aire de montaña, limpio y fresco, oxigena hasta la última célula de mi cuerpo.
El verdor norteafricano sorprende al viajero, por más que haya leído de su existencia. ¡Quien se esperaría encontrar algo tan distinto de Marruecos e incluso de la costa balear y peninsular! ¡Y quién imaginaría que, durante la guerra de independencia, los franceses lanzaran bombas de nápalm sobre este precioso lugar!
En estos bosques viven hienas, jabalís, puerco espines, gatos monteses, chacales, mangostas, comadrejas, zorros y también animales como los que se mueven delante mío, junto al guardarraíl. Son monos, dos crías de macacos de Berbería, como los de Gibraltar. Hago sonar el timbre de la bicicleta –¡clinclín, clinclín!- y los animales huyen asustados.
De repente oigo un estrépito enorme sobre mi cabeza: un mono adulto, imagino que la madre, salta sobre las ramas como una loca, chillando, y una lluvia de hojas y piñas cae, en venganza, sobre mí.
Sobre los mil metros de altura, los prados sustituyen a los bosques, y, después de superar dos collados, me detengo en una pequeña tienda.

-¿Cómo se llama el pueblo? -pregunto a unos hombres que toman el fresco.
-Cuadragésimo segundo

-Perdón. ¿Cómo ha dicho?
-Sí; cuadragésimo segundo -repite el de más edad, impasible-. Era el nombre del acuartelamiento que los franceses instalaron aquí.

-¿Y a ustedes les gusta este nombre?
-Psé. Es así como se llama -comenta con desgana.

Me sorprende que, de cuatro personas, sólo una recuerde cómo se llamaba el sitio donde han nacido y donde seguramente morirán. Deben ser árabes a los que se obligó a vivir aquí. Sólo así me explico este desapego a la tierra.
Diez kilómetros más abajo, en Adekar, me detengo a comer en un restaurante bereber. En la puerta de la cocina hay dibujado uno de sus signos de identidad. Es la letra zeta del alfabeto tamazigh. Recuerda al dibujo infantil de una lagartija y la encuentras en sitios inverosímiles, en los árboles, en los coches, en las paredes de las casas o sobre el asfalto. Se escribe como dos claves de hátor puestas una encima de la otra, con las puntas encaradas arriba y abajo y atravesadas en vertical por una línea.
A partir de Adekar, me quedan unas últimas subidas, un descenso esquivando baches y, ya en la cuenca del río Suman, carretera llana y recta entre dos interminables hileras de plátanos.
Y por fin Bejaia, una ciudad que vive del turismo y de la industria petroquímica. Bahbouh, que nació aquí, me avanzó que es un lugar precioso, pero la primera impresión es desalentadora. Y estoy cansado. Me instalo en el primer hotel que encuentro, junto a un edificio oficial en el que han puesto carteles en árabe y bereber, y, casi sin aliento, salgo de inspección. Recorro una calle comercial llena de joyerías con un dulce de chocolate en la mano, y, al tercer mordisco, me encuentro en un sitio sin ningún interés.
Siguiendo a unas mujeres que parecen saber adonde van, llego a una plazoleta con cafés llenos de animación, con concurridas partidas de cartas en las terrazas y de backgammon en el interior. Compro dos dulces más en una calle peatonal, sigo hacia abajo y... esto ya es otra cosa. A mi derecha está el coqueto hotel L’Étoile, con vistas a una plaza adornada con viejas farolas de hierro. Estoy en una especie de mirador natural, unos cincuentra metros por encima del puerto. Apoyados en una valla, un grupo de personas contempla un crepúsculo que sería para enmarcarlo. Ante mí está el golfo de Bejaia, y tras él, a unos pocos kilómetros, unas montañas escarpadas, de hasta dos mil metros de altura que caen, verticales, sobre la costa. Son las cimas de la Pequeña Cabilia, al pie de las cuales pasaré mañana.
El sol va a ponerse, y yo me quedo allí, embobado, disfrutando de un momento único. Podría lamentar no haber sido más previsor y llevar un carrete fotográfico de repuesto. Podría maldecirme por no haber sido algo más testarudo y buscar el hotel L’Étoile hasta dar con él. Pero, ¿qué más da?
Bahbouh tenía razón. Bejaia, su ciudad, bien vale un par de lamentos.





¿Córcega? No, Argelia


BEJAIA-JIJEL, 98 km (bici)
Bejaia es un centro de atracción turística para la población local. Mientras que los escasos europeos que acuden a Argelia se internan hacia el sur en busca de calor y desiertos, los argelinos se trasladan hacia el norte en busca de un clima templado y olor a salitre. Es un turismo en pequeña escala, y es por eso que la ciudad se diferencia poco de las otras, salvo en que hay más hoteles y algún comercio donde venden recuerdos o alquilan coches.
Pero el mayor interés de la zona radica en la cornisa costera, en esa ruta de casi cien kilómetros que conduce a Jijel. Algunos la consideran la zona más bella del norte de Africa, y no les faltan razones.
Una vez superada una pequeña zona de hotelitos y cámpings, la carretera se dirige a las empinadas y verdes laderas de unas montañas que se desploman hacia las profundidades marinas. La Pequeña Cabilia es un territorio lleno de precipicios por los que el agua del deshielo fluye en abundancia. La zona fue declarada reserva natural en 1931 para proteger a una de las especies más amenazadas, el leopardo. Pero sirvió de poco. El agresivo felino desapareció hace más de cincuenta años.
Al llegar a unos acantilados, la carretera, recortada en la roca y a ras de agua, se estrecha, se retuerce, pasa bajo túneles chorreantes de humedad y cruza barrancos a través de viejos y oxidados puentes. Algunos tramos son tan angostos que, cuando dos vehículos se cruzan, uno tiene que detenerse y retroceder.
Descanso junto a un mar encalmado y de aguas blancas, con la bicicleta reclinada sobre un bloque de hormigón. No hay barcas de pesca a la vista. Ni las he visto hoy ni casi en los últimos días. Es como si los antiguos dominadores del Mediterráneo occidental hubieran dado la espalda al vasto horizonte del que durante siglos obtuvieron su sustento. Lo más marinero que he visto son unas pocas embarcaciones sobre la arena y redes fondeadas en forma de círculo cerca de la costa.
Sí que hay muchas palomas, pequeñas bandadas que revolotean en los árboles que crecen en los escasos claros que ofrece la costa.
Argelia no deja de sorprenderme. Tendemos a creer que, en el hemisferio norte, el entorno es más arido cuanto más al sur nos desplazamos. Y en general es así. Pero en la costa de Argelia se dan dos condiciones que convierten este sitio en algo excepcional. Su fachada litoral está encarada al norte, con lo que la radiación solar es menor que la que reciben España, Italia o Grecia. Y luego están las grandes cordilleras junto al mar. Estas barreras naturales facilitan la condensación de la humedad marina que arrastran los vientos del norte después de cruzar el Mediterráneo, a la vez que impiden la llegada del aire seco del desierto. En resumen, que las precipitaciones anuales llegan a superar los dos mil milímetros.
Paso por Oued Marsa y por Souk et Tenin, dos pueblos pequeños y aislados, y tras ellos por el desvío a Setif. Se trata de la única vía que conecta el litoral con el interior, y dicen que discurre por desfiladeros espectaculares. Por detrás de estas sierras casi infranqueables está la carretera de Argel a Constantina, y por allí debiera pasar, algún día, la autopista del Magreb, un viejo proyecto para enlazar Marruecos con Túnez. El día que se haga realidad, transitará por las mismas tierras que antaño frecuentaban las caravanas, siempre en busca de las rutas más fáciles, por las mismas donde romanos y bizantinos levantaron sus ciudades.
Mi ruta, en cambio, es una sucesión de recogidas y preciosas calas, todas distintas, rodeadas de alcornoque, bananos o palmerales, y pasa junto a la Gruta Maravillosa, el Cap Cavallo o el bello faro que en Ras Afiah se levanta sobre una peña.
Sólo el intenso tráfico de camiones resulta molesto. “Vienen del puerto de Jijel –me informa un tendero en Ziama Mansuria-, que una empresa italiana construye con dinero saudí. Será el más grande de Africa”. El hombre me recuerda algo que sucedió durante ese período de las bombas al que muchos argelinos se refieren, de forma un tanto eufemística, como el de los “acontecimientos”. Los ingenieros italianos que dirigían las obras vivían en un barco fondeado en el puerto, y una noche, mientras dormían, fueron asesinados por islamistas radicales.
“Pero el gobierno acabará con ellos –promete el comerciante apretando el puño con fuerza-, no como Inglaterra o Estados Unidos”.
Un par de horas más de bicicleta y llego a Jijel. La calidez y extroversión cabileños han quedado atrás. En los edificios públicos y en las calles, vuelven a ondear las banderas argelinas. Puertas y ventanas ocultan cuanto sucede en el interior con oscuras cortinas y persianas. Cenaré en el restaurante del Hotel Bassorah, de nuevo rodeado del rigor y seriedad árabes, de pañuelos femeninos y de viriles bigotes. En este ambiente de suma discreción, los comensales apenas curiosean en las otras mesas. Nadie se interesa por el extranjero, ni siquiera el camarero que me sirve el inevitable pollo con patatas mío de cada día.
En situaciones como ésta es cuando el viajero lamenta estar solo. Resulta difícil, de esta forma, establecer un contacto directo y franco con la gente. Y comienzo a estar preocupado. Temo que esta frialdad, estas pocas ganas de comunicarse, este deseo de esconderse tras velos y persianas se repita con excesiva frecuencia, durante el próximo mes y medio. Me pregunto por qué son tan cerrados y poco curiosos. ¿Dónde están los árabes que aprendieron los secretos de la agricultura y el placer por la buena vida en Siria, los que levantaron la Alhambra o la mezquita de Córdoba, los que recuperaron a los pensadores clásicos, los que innovaron en ciencia y artes, los que conquistaron nuevos mundos con el peso de su cultura, y no sólo con el filo de sus armas? ¿No queda ya nada de todo eso?
Me resisto a creerlo.
En fin: voy a acostarme. Mañana me espera un día agotador. Estoy a punto de abandonar un país sorprendente del que lo único que no echaré en falta será su gastronomía.





Tengo que llegar a Túnez


JIJEL-CONSTANTINA-ANNABA-EL KALA-TÚNEZ, 128 km. (autobús), 155 km. (autobús), 86 km. (autobús), 30 km. (taxi), 200 km. (taxi)
Si un día tu jefe te obliga a levantarte a las cuatro y media de la madrugada, es muy probable que lo mandes a freír espárragos y que, de forma inmediata, decidas cambiar de empleo. Pero cuando estás de viaje es distinto. Es tu proyecto, son tus vacaciones, y, como que eres tú quien decide, el mayor de los sacrificios se convierte en un pequeño paso que incluso aceptas de buen humor.
En mi caso, además, ya no es sólo el querer lo que me condiciona; también está el deber. Mi única obsesión del día es abandonar Argelia como sea, en taxi, en autobús o haciendo auto stop. Hoy, 13 de octubre a las doce de la noche, caduca mi visado. Y salir del país, llegar a Túnez, no es fácil. Ni por los accidentados cuatrocientos kilómetros que me separan de la frontera ni por las dificultades de transporte.
Mi día de locos comienza con el primer pitido del despertador: salto de un brinco de la cama, me meto bajo la ducha y, en un cuarto de hora -¡alehop!- ya estoy en la calle, pedaleando a oscuras en dirección a la estación de autobuses.
A las cinco y media en punto, el autobús directo a Constantina circula ya por un revirado trayecto, sin que las curvas me impidan arañar una hora y media de sueño.
Me despierto con las primeras luces del día. Un deslucido sol pugna por abrirse paso entre nubes grises y altas, mientras avanzamos por un terreno de onduladas colinas doradas. A mi lado ya no está la señora del velo y edad indefinible con la que he iniciado el viaje, sino un hombre mayor vestido con una gruesa chilaba marrón y con un turbante blanco. No se está quieto. Primero se mueve buscando el reloj que guarda en uno de sus hondos bolsillos. Luego sus gruesos dedos persiguen algo más pequeño que no encuentra. Sí, ya lo tiene, pero lo esconde en la mano al sentirse descubierto.
Cinco minutos más tarde, consigo ver de qué se trata. ¡Es un chicle! ¿Y por eso se escondía? ¿Será pecado mascar chicle en el autobús?
De forma disimulada, el anciano trata de desenvolver la deseada golosina. Cuando por fin lo consigue, mira a su alrededor en un lento movimiento de cabeza y, convencido de que nadie le ve -¡glups!-, para adentro.
De repente advierte que alguien ha sido testigo de su travesura, y aprovecho que me mira para decirle alguna banalidad. En francés macarrónico, me cuenta que vivió unos años en Marsella y que una vez visitó la mezquita de Córdoba. “¿Podrá mandarme una postal de la mezquita desde España?”, me pide.
A las ocho y media llegamos a Constantina, recojo la bicicleta y cruzo la ciudad de punta a punta, pasando por una sucesión de barrios polvorientos en los que se acumulan montañas de basura. La Gare Routière desde donde proseguiré el recorrido está llena de vehículos, maletas y gritos, movimiento de velos, prisas y miradas furtivas.
Un chico me lleva de la mano hasta su amigo Ahmed, que coordina las entradas y salidas de los autocares en los veinte muelles existentes. Es un trabajo que exige rigor, estar siempre atento al reloj, a que ninguna maleta se extravíe ni a que ningún pasajero se suba a un vehículo equivocado. Y también hace falta autoridad. Ahmed tiene: como un director de orquesta, abre paso entre la multitud a los coches que entran a toda velocidad para poder cumplir sus horarios e impide que alguno de los numerosos chicos que andan por aquí buscándose la vida consiga despistar algún equipaje.
Ahmed fue uno de ellos. Él también robó y bebió, confiesa. Fue un pecador. Pero ya no. Ahora va por el camino de la recta vía. A sus 30 años, es un hombre de fe. Hace ya dos meses que sigue el camino del buen musulmán, “el que marca el buen Dios”, afirma con convencimiento. Vivió ocho años en Marsella, donde tiene buenos amigos, y ahora trabaja para volver a Francia algún día. Allí, si puede, tratará de llevar una vida ordenada, y rezará cinco veces al día para que el todopoderoso proteja a él y a los suyos.
Y mientras me cuenta su vida, pasa el tiempo y pasan minibuses, demasiado pequeños para mi bicicleta. Lo que no pasa es mi constipado, agravado, creo, por el enorme estruendo que hay en la estación. Todo el mundo grita, casi a la oranesa, y en especial los chicos, que sienten una curiosidad desbordada por cualquier cosa, y que tienen toda la espontaneidad que les falta a los mayores. Hacen demostraciones de fuerza, se arriman unos a otros, se añaden a tu conversación, bromean, ríen y hacen lo que en casa más de uno llamaría mariconear: esto es, cogerse de la mano con una dulzura casi femenina, acariciarse o hacerse cariñitos con total desinhibición.
Mientras desayuno, por la radio informan de que la carretera de Burmedés ha permanecido cerrada toda la noche mientras el ejército buscaba al comando terrorista que había tratado de tender una emboscada a un convoy.
A las diez, llega mi autobús, y Ahmed corre a apartar a los vendedores que tratan de subir a bordo con sus grandes bandejas de frutos secos.

-¿Nos puedes dar tu número de teléfono? -inquieren sus numerosos amigos mientras me ayudan a cargar la bicicleta.
-Sí, claro. Pedídselo a Ahmed, él ya lo tiene.

Esta vez mi asiento es en la última fila, en una de esas plazas en las que vas pegando botes como si fueras montado en una cama elástica.
Abandono, sin haberla visto, Constantina, la antigua capital de los reyes númidas, la que fue una de las ciudades más ricas del norte de Africa en los primeros siglos de la cristiandad, la ciudad que debe su nombre al emperador Constantino, “el nido de águilas colgado en la cima de un risco”, como la describió Alejandro Dumas, la provincia donde nació el medio menorquín Albert Camus.
Camus procedía, por parte de madre, de una de las numerosas familias de Menorca que se instalaron en Argelia. Estas gentes abandonaron la isla huyendo de la miseria, y conservaron su idioma durante más de un siglo, el patuet, también conocido como catalán de Orán. Uno de los contingentes más importantes llegó al norte de Africa a principios del siglo XIX, con los franceses, y cuando los primeros colonos franceses, procedentes de la aristocracia, decidieron volver a Francia, algunos maoneses se convirtieron en propietarios.
Menos suerte tuvieron los peninsulares que se asentaron en Orán. A murcianos, alicantinos y valencianos se les negó el derecho a ser dueños de la tierra. Condenados a vivir como ciudadanos de segunda, como italianos y malteses, tuvieron que trabajar para los grandes terratenientes como mano de obra barata.
Argelia era ya, por aquel entonces, un pupurrí de nacionalidades. En 1872, vivían ciento veintinueve mil franceses, setenta y un mil españoles y dieciocho mil italianos, además de malteses y alemanes. Gracias a la extensión del cultivo de la viña, la cifra de europeos se triplicó en las cuatro décadas siguientes, llegándose a los tres cuartos de millón.
En una decisión salomónica, el gobierno de París impuso la nacionalidad francesa a todos los no magrebíes nacidos en Argelia que no la rechazasen de forma expresa, y, de la noche a la mañana, españoles, italianos, malteses y alemanes devinieron enfants de la Patrie.
Con el paso del tiempo, los colonos se consideraron a si mismos franceses, pero argelinos. Se forjó una identidad colonial autóctona y enraizada en la tierra, aunque sin relación alguna con lo árabe y musulmán.
Pero en la metrópolis eran nada más que pieds noirs, pies negros. No está claro el origen del término. Para algunos proviene de las botas que calzaban los primeros soldados franceses; para otros del color del que se teñían sus piernas después de pisar la uva; y, según una tercera versión, se trataría de una confusión fonética provocada por la similitud entre las locuciones árabes que significan hombres negros, por el color de la ropa más habitual de la época, y pies negros.
El caso es que, en 1962, tras la independencia, un millón de pieds noirs fueron evacuados a toda prisa, y Francia, y en especial la zona de Midi, se vio invadida de Pons, Sintes, Cardona, Orfila, Olives, Tudurí, Carreras, Agueda, Castell, Cavaller, Portella, Lucido, Lorenzo, Vella, Cerdán, Enguix, Forner, Jubilo, Bagur, Calderón, Luce-Becerra, Albarracín, Belmonte, Aparicio, Soler o Mas.
En plena euforia colonizadora, el novelista francés Guy de Maupassant había pronosticado que “la tierra, en manos de estos hombres (los europeos), dará lo que ella no habría dado jamás en manos árabes; es cierto también que la población primitiva desaparecerá poco a poco; es indudable que esta desaparición será muy útil a Argelia, pero es conmovedor que se produzca en las condiciones en que tiene lugar”.
Sucedió justo lo contrario: no desaparecieron los árabes del Magreb, sino los franceses.
Arabes son, ahora mismo, la totalidad de los pasajeros que me rodean camino de Annaba, hombres y mujeres de mil facciones distintas. Personas que, en privado, te abordan para preguntarte, con ojos maliciosos, si te ha gustado Argelia y muy en especial los argelinos, y que luego, cuando se suben al autobús, van todos muy quietecitos, con las piernas rectas, con la mirada perdida, siempre de frente, sin estornudar, bostezar ni decir nunca una palabra de más. El orden interno que rige en el interior del vehículo sólo se quebra cuando pasamos junto a un embalse y cuarenta y dos cabezas, y la mía a continuación, se giran a la derecha, en una sincronía perfecta, para ver lo vacío que está.
Todo lo que veré de Annaba es el monasterio de San Agustín, en lo alto de una bella colina. Lo veo a lo lejos y desde el interior de un autobús, o mejor dicho, de dos, al llegar, y, media hora más tarde, al partir en dirección a El Kala.
Superada la ciudad donde murió san Agustín, seguimos hacia el este. Hace ya siete horas que estoy en movimiento. Hoy es un día de autobuses, de estaciones, de agobios, de ir haciendo camino al transbordar. ¡Vaya forma de viajar! De estación en estación, paso de largo por ciudades que bien merecerían que les dedicara algún tiempo. El cuerpo me pide una tregua, pero estoy obligado a seguir.
El paisaje, más llano ahora, con paradas de dátiles junto a la carretera, desfila tras los cristales sin que casi le preste atención. Los pasajeros me han dejado de interesar. En mi cabeza sólo hay sitio para una idea: salir de Argelia.
Una hora y media más de camino, y vuelvo a descargar la bicicleta, negocio con un taxista y partimos como un rayo en dirección a Túnez.
“Yo siempre digo la verdad”, afirma el taxista. Alí, que así se llama, no da su brazo a torcer. Le he dicho que sólo quiero que me lleve hasta la frontera, a treinta kilómetros de El Kala, pero él no se resigna a perder una carrera siete veces más larga. Trata de seducirme para llevarme hasta Túnez con razones que apelan a mis sentimientos: “Siempre digo la verdad porque tú eres extranjero, y quiero que cuando llegues a casa puedas contar cosas buenas de mi país”. Pero no cuela: ni la distancia entre la frontera y Túnez es de cuatrocientos kilómetros, como asegura, ni el precio que me propone es justo.
Pasamos junto al lago Tonga, uno de los cuatro que forman el parque nacional de El Kala, un importante refugio invernal de aves, y en un momento llegamos. Nos detenemos a cien metros del puesto fronterizo. Ahora sí, parece que voy a conseguir salir a tiempo del país. ¿Y después? Lo ignoro.
Los trámites con la policía argelina son inesperadamente ágiles. La tunecina, en cambio, se eterniza. El ordenador donde se registran las entradas de viajeros ha dejado de funcionar. Transcurre un cuarto de hora, media hora, tres cuartos, y yo que ya estoy de todos los colores, presa de la desesperación, harto de la omnipresente mirada del presidente de la república, Ben Alí, que nos contempla desde los incontables retratos que cuelgan de las paredes.
El sol comienza a ocultarse tras las montañas y yo sigo sin saber cómo demonios llegaré a la capital de Túnez. Podría pedalear hasta Tabarka, que se encuentra a poco más de veinte kilómetros, pero sería peligroso hacerlo de noche por una carretera de curvas.

-¿Tiene una plaza libre en su coche? -pregunto a un hombre.
-No; lo siento. Pero si quiere le puedo invitar a pasar la noche en mi casa -responde con generosidad.

A las cinco y media me entregan el pasaporte con mi visado, salgo del edificio de la aduana y al segundo taxista que pregunto, bingo, puede llevarme.

-¿No le importa viajar en la séptima plaza? -pregunta.

Cómo me va a importar: viajaría en la baca de su coche, si fuera necesario.
El hombre se transforma, cuando se pone al volante. La amabilidad se convierte en fiereza. Es un conductor temerario y por dos veces estamos a punto de salirnos recto en una curva. Nadie dice nada, ni los dos chicos que se han sentado en los asientos traseros, uno vestido con una camiseta del Real Madrid y otro con la del FC Barcelona, ni la mujer del pañuelo blanco, ni el señor que se baja en Tabarka, ni los dos anónimos que permanecen callados. Los pasajeros del Peugeot 504 parecen más interesados por mí que por las salvajadas que perpetra Abdelkáder, el hombre en quien hemos confiado nuestro futuro más inmediato.

-¿Te han gustado los hoteles de Argelia? -pregunta el de Tabarka.
-Algunos sí -respondo falseando a medias mi opinión-. Pero algunos tenían escarabajos del tamaño de un encendedor.

-Ah, oui! -me da la razón la señora.

Ya de noche, en Tabarka aligeramos carga, con lo que Abdelkáder consigue que su viejo coche corra un poco más. El taxista se lanza en pos de un Mégane que ha osado adelantarnos. Le damos alcance, pero el Renault nos cierra el paso y nos quedamos tras un camión mientras nuestra presa se escabulle vilmente en la oscuridad. Quinientos metros más adelante, reducimos una marcha, el motor ruge y, en plena curva, efectuamos un adelantamiento suicida y vamos a por el cobarde que huye.
Ya está allí de nuevo, delante nuestro. Abdelkáder apaga las luces, aprovechando una bajada se sitúa pegadito a su zaga y, a ciento veinte por hora, enciende de golpe las largas, el conductor del Mégane, pasmado, se echa a la cuneta, y le pasamos como una exhalación.
Suspiro hondo y en silencio. Sólo me faltaban sensaciones fuertes para terminar el día. Y, aparte del susto, estoy sorprendido, porque, en ocho días en Argelia, no he visto a nadie conducir así. Allí todo funciona dentro de un orden, la gente respeta las normas. Pero, como si tuviera necesidad de demostrar quién es el más fuerte, al cruzar la frontera el taxista se ha convertido en un energúmeno dispuesto a machacar al primer tunecino que se cruza en su camino.
Al final, quien la hace, la paga. Abdelkáder consigue ver a tiempo a dos patrullas que permanecían apostadas en sendos cruces, pero la tercera nos da el alto. Los agentes inspeccionan el equipaje, comprueban que las luces funcionan mientras el conductor protesta. Finalmente, nos piden el pasaporte y los tres hombres se sitúan detrás del vehículo, fuera de nuestro campo de visión.
Abdelkáder vuelve al cabo de unos minutos hecho una fiera, maldice algo que no logro comprender excepto dos palabras: veinte dinares, esto es, quince euros.
El viaje le saldrá menos rentable de lo previsto, porque a los veinte dinares tunecinos que acaba de dar tiene que sumar el billete que ha alargado a un agente en la frontera para que nos dejasen marchar sin la siempre enojosa inspección de equipajes.
Pero el sablazo no arredra a nuestro hombre, que prosigue su infernal marcha hacia Túnez como si nada.
A las nueve de la noche, el taxi se detiene cerca de la plaza Barcelona de Túnez y Abdelkáder vuelve a ser el tipo atento y de hablar pausado que conocí en la frontera. Intenta convencerme para que comparta habitación con uno de los pasajeros en el Grand Hotel de la France, pero le digo que prefiero dormir solo en el Hotel de la Russie.
No estoy para nada ni para nadie, después de dieciséis horas de viaje. Lo único que me apetece es dejarme caer en una cama –mullida o dura como una mesa, da igual- y dormir un montóoooon de horas...





TÚNEZ
Al Andalus vive


Los primeros árabes vivieron de forma nómada en el interior de la península arábiga durante siglos. Jamás tuvieron necesidad de ir más allá de los inhóspitos desiertos de arena que constituían su mundo, con unas formas de vida ancestrales que giraban entorno a la ganadería, los camellos y sus jaimas.
Este equilibrio se quebró en el siglo VII con el nacimiento del Islam. La nueva religión heredó muchas enseñanzas del judaísmo y del cristianismo, y añadió una nueva: que había que combatir a todos los pueblos que rechazasen que no había más dios que Dios. Bajo esta proclama, se lanzaron a la conquista del mundo. A la muerte del profeta Mahoma, en el año 632, dominaban más de la mitad de Arabia, y en poco más de dos décadas se hicieron con el resto, con Egipto, parte de Libia, Siria, Mesopotamia, Armenia y buena parte de Persia, llegando a las puertas mismas de Samarkanda.
La expansión se produjo a una velocidad que todavía hoy sorprende. Los conquistadores contaron con varias bazas a su favor. Eran muy organizados, y, como pueblo nómada que eran, estaban acostumbrados a la movilidad y a la vida austera en grado sumo. A la posibilidad de cubrir grandes distancias en poco tiempo se sumó la escasa resistencia que encontraron. Y es que, muerto definitivamente el imperio romano de Occidente y con un Bizancio lejos de sus mejores días, el Mediterráneo había quedado sin dueño, a expensas de las hordas normandas del norte que saqueaban sus puertos.
En los siguientes cien años, los árabes se hicieron con todo el norte de Africa y la mitad de la Península Ibérica, y, por el extremo oriental de su imperio, llegaron hasta la India y el mar de Aral.
Los invasores eran pocos, pero su mensaje arraigó entre los nuevos súbditos sin casi encontrar resistencia. Arraigó el mensaje político en unos pueblos deseosos de que se restableciera un poder fuerte, y caló el mensaje religioso en unas gentes a las que las confesiones existentes generaban dudas. Y a pesar de que el Corán incitaba a luchar contra el infiel, no impusieron el nuevo credo por la fuerza. Los no musulmanes podían seguir abrazando la Biblia o la Torá, porque había libertad de culto, aunque sufrían limitaciones como el pago de un impuesto del que estaban exentos los seguidores de la fe oficial.
Los árabes se sedentarizaron y dejaron de ser un pueblo tosco. El contacto con Bizancio y Persia les descubrió los placeres de una vida más refinada, en Siria conocieron los secretos de la agricultura o la comodidad de vivir en una mansión y su paso por Jerusalén les indujo a construir, ellos también, sus grandes templos religiosos.
El mundo musulmán era casi un universo uniforme. Abarcaba una extensión de casi diez mil kilómetros de oriente a occidente. En el vasto territorio que va del Hindu Kush al Atlántico, todas las comunidades musulmanas quedaron regidas por una religión que dictaba desde las grandes leyes hasta el más mínimo aspecto de la vida cotidiana. Y más importante aún, el árabe se impuso como lingua franca en ciudades tan apartadas como Granada, Tánger, Cairuán, Alejandría, Damasco, La Meca o Ctesifonte. Ese era el idioma en el que Dios se había revelado a Mahoma, y en ese idioma, por lo tanto, debían los hombres dirigirse a Alá.
En un mundo tan homogéneo, en el que la mayoría era árabe, en el que todos los hombres tenían el deber de peregrinar una vez en la vida a La Meca, las diferencias no las marcaban las fronteras, sino la fe. La ciudad santa era el centro de ese nuevo mundo, el espiritual y el geográfico. Los hombres que llegaban hasta allí procedentes de oriente eran los del Machrek. Quienes lo hacían de Marruecos, Argelia o Túnez eran los magrebíes, puesto que venían de Magreb (cccidente en árabe).
Y es precisamente en direcció a ese Machrek de donde vinieron los árabes hacia donde debe proseguir mi viaje. Acabo de llegar a Túnez, pero mi primera misión del día es averiguar cómo abandonaré el país. Me pregunto yo: ¿Existe forma humana de conseguir el maldito visado de Libia? Al otro lado del hilo telefónico, desde la embajada libia, una voz femenina se confiesa: “Le seré sincera. Debe presentar una carta de recomendación expedida por la embajada española, y luego esperar quince días, o puede que más”.
Agradezco la franqueza. No puedo esperar tanto. La opción de viajar a Libia de forma legal queda descartada.
El Plan B pasa por encontrar un barco que me lleve a Egipto saltándome Libia. Puede que en los próximos días salga del puerto de La Goleta algún mercante con rumbo a Alejandría.
En la larguísima calle Mohamed V subo a un autobús que me lleva al barrio de los ministerios, y preguntando aquí y allá encuentro el de Transportes y la ventanilla que buscaba. Con mucha amabilidad, mis interlocutores me invitan a sentarme, a tomar un té y a fumar, pero de barco, de línea o mercante, que vaya a Egipto, nada de nada.
Ya sólo quedan dos opciones. La vía marítima a través de Italia y Grecia es un riesgo difícil de asumir: debería embarcarme hacia Nápoles, atravesar la bota de oeste a este, subirme a un ferry en la costa adriática que me deje en la griega Patrás, llegarme al Pireo y, una vez allí, confiar en que el espíritu santo ponga en mi camino el bendito ferry, mercante o chalupa flotante en dirección a Alejandría que por Internet, pese a todos mis intentos, fui incapaz de encontrar antes de salir de Barcelona. Esto son por lo menos seis días, a los que debo añadir los provocados por las esperas. Y, aun así, no hay ninguna certeza de que en Atenas encuentre transporte.
Descartado el Plan C, ya sólo me queda el D, el que más odio. Sí, en la oficina de las líneas aéreas Egyptair me dicen que para la semana que viene hay plazas disponibles, pero me resisto a volar. Quería que mi viaje fuese sólo por tierra y por mar.
Doy las gracias, y al comenzar a bajar las escaleras, me detengo, pensativo, en el rellano:  Gabriel, te complicas la vida, me susurra al oído el ángel bueno. ¿Cómo piensas continuar? ¿Te crees que van a fletar un barco para tí? No seas tozudo; lo has intentado todo. ¿Lo pondrás todo en peligro por no querer subirte a un avión?
¡Al carajo! Por unanimidad, acuerdo activar el plan D. Subo las escaleras a pares y hago mi reserva para el vuelo de la semana próxima.
Y aliviado por el peso que me he quitado de encima, voy a celebrarlo en un Baguette & Baguette, un moderno local de comidas rápidas, que con sus mesas de formica de color amarillo, me resulta de lo más familiar.
Desde una mesa próxima, unas veinteañeras me preguntan si soy de la Compañía Teatral de Cartago, y al enterarse de que no, les da la risa.
Tenía razón el agente de aduanas que ayer, en la frontera, comentaba lo distintos que son Túnez y Argelia. En especial en los derechos de la mujer. Fue el primer país árabe que abolió la poligamia, en 1956, poco después de obtener su independencia de Francia, y de los primeros en los que la mujer tuvo facilidades para conseguir la disolución del matrimonio. Además, la Constitución reconoce la igualdad de sexos de forma explícita.
Todo ello es poco habitual en los países árabes y musulmanes, en los que, a menudo, parecen seguir vigentes las palabras pronunciadas en el siglo XIV por el jurista egipcio Ibn al-Hayy: “Algunos ancianos piadosos (Dios los tenga en su gloria) han dicho que una mujer debería abandonar su casa sólo en tres ocasiones: cuando la conducen a la casa de su esposo, a la muerte de sus padres y cuando va a ocupar su propia tumba”. O el texto escrito por Alí Bey en el siglo XIX: “(Se mira a las mujeres) como fantasmas animadas o como fardos puestos sobre un camello o en un rincón de la casa”.
En la sociedad tunecina, en cambio, la mujer tiene un papel activo. Viste como le place, y su incorporación al mercado de trabajo es evidente. Aunque el trecho que les resta por recorrer en la senda de la igualdad es largo. En la oficina de Egyptair, parecía que ellas eran las únicas que trabajaban. Contestaban llamadas y atendían a los clientes mientras los hombres, que son los que mandan, se limitaban a entrar y salir de sus despachos, a pedir cafés y a pegarles unas broncas descomunales.
Las veía sudar bajo sus chaquetas y trataba de imaginar los pensamientos que en esos momentos debían recorrer su mente: “El trabajo, la casa, los niños, las compras... Y este fin de semana, la suegra, que prepara una fiesta familiar, en la que, como siempre, seré yo la que cocine el cuscús, como a ella le gusta, faltaría más. A veces desearía que nada hubiera cambiado. Igualdad, ¿para qué? ¿Para hacerles el trabajo a los hombres? Y encima no puedo quejarme”.
Túnez ha conseguido un desarrollo que sus vecinos envidian. El visitante que llega procedente de Marruecos y Argelia tiene la sensación de pisar un país donde las cosas marchan, con edificios restaurados y servicios eficientes, con poca pobreza en sus bonitas y limpias avenidas arboladas.
Buena parte de la prosperidad se debe al turismo, a estas pandas de europeos que, aprovechando que el día está nublado, recorren el centro de la capital con chanclas, gorra, pantalón corto, mochila y gafas de sol, saltando de bazar en bazar, siempre a la caza de unas babuchas, un saquito de especias, unos perfumes o unos dulces pegajosos que llevarse al súpermegacomplejo hotelero donde se hospedan. En Túnez no hay sobresaltos ni graves conflictos y a menos de un día de coche encuentras desiertos, playas y lindas ciudades. Para muchos occidentales, es casi un parque temático, el máximo de exotismo que se puede asumir sin ofender a los sentidos.

-¡Min fadlak! (¡por favor!) -me sale al paso un hombre camino de la Medina-. Oh, disculpe, creía que era usted tunecino. ¿Es español? ¿En qué hotel se hospeda?

Algo quiere quien a la segunda pregunta que te hace es para saber dónde te alojas. Por lo visto hoy es mi día de suerte: en la medina hay un mercado bereber, han venido mujeres del desierto que tejen tapices...

-Shukran, shukran (gracias, gracias) -me despido.

Cien metros más adelante me abordan de nuevo. Casualmente, ya saben de dónde soy y dónde me hospedo.

-¡Hola! ¿Español, eh?
-¿Cómo lo sabe –pregunto fingiendo sorpresa.

-Trabajo en el Hotel de la Russie, y esta mañana le he visto.
-¡No me diga! ¡Qué casualidad! No insista, de todos modos; no me interesan los servicios de un guía.

Pasaré la tarde vagando por la ciudad vieja, visitando mezquitas, palacios y escuelas coránicas de los que luego no recordaré el nombre, dejándome guiar por un hombre que no pide nada a cambio, perdiéndome por el zoco donde los campesinos venden comida fresca, curioseando en tiendas, probando alimentos.
Luego, al anochecer, me acercaré a un Publicnet, a recibir noticias de casa y a escribir algunos correos electrónicos. Allí conoceré a Mohamed, un marroquí de 30 años que cursa su doctorado de Geología en Túnez.

-Yo estuve en España hace diez años –explica con interés- y me sorprendió lo mucho que los españoles se parecen a los árabes.

Hombre... Esto que dice también se podría ver al revés: lo mucho que los árabes se parecen a los españoles. Y no es tan raro; al fin y al cabo, somos vecinos.
Mohamed pregunta por los marroquíes que viven en España; quiere saber si hay animadversión contra ellos. Le explico que, en efecto, ha habido y hay problemas de convivencia, de racismo: “En Cataluña, donde yo vivo, es algo que ya pasó cuando llegaron los andaluces”.

-¿Los andaluces de Marruecos?
-¡No, hombre! Los andaluces de la actual Andalucía.

-Pues yo leí unas informaciones que decían que unos españoles metieron a unos marroquíes dentro de sacos y los lanzaron al mar desde un acantilado.
-En España pasan cosas, algunas malas, pero no recuerdo haber leído nada parecido. Hay gente que no quiere que vengan más extranjeros, pero existen muchas otras personas muy sensibilizadas por todo lo relacionado con la inmigración, con los cientos de personas que mueren tratando de llegar a la Península.

-Pero son africanos, los que mueren, no marroquíes.
-¿Cómo que no? Hay subsaharianos, pero también muchísimos de tu país. ¿De dónde has sacado que no son marroquíes?

-De la televisión.
-Pues la televisión de tu país no dice toda la verdad. Busca en Internet y verás.

Mohamed está nervioso. Ya hace un rato que mira el reloj, cuando de forma súbita se levanta y se va.
A los diez minutos está de vuelta. Tenía que ir a rezar. El licenciado en Geología es un hombre piadoso. Cuando estuvo en Málaga, conoció a un español, bautizado con el nombre de José, a quien todo el mundo conocía como Yussuf. Mohamed rememora con los ojos vidriosos el día en que el converso se presentó ante la comunidad musulmana de la ciudad. Para él fue emocionante, algo que nunca olvidará. Le demostró que su religión sigue viva, que aún hay esperanza.
Le pregunto cómo puede ser tan religioso, pero mis palabras rebotan en las paredes de esta sala llena de ordenadores, como si nadie me hubiera escuchado.
De hecho, sólo ha vuelto para que le diga dónde puede encontrar noticias sobre las pateras del Estrecho. Para nada más. Y en cuanto lo sabe, desaparece.
En la calle vuelve a llover, de forma torrencial. A grandes zancadas, corro las tres manzanas que me separan del hotel y el recepcionista pega una carcajada al verme llegar chorreando, pero enseguida se avergüenza. Habib es una persona educada y en extremo gentil. Ayer, una hora después de instalarme en la habitación, me llamó para saber si todo estaba a mi gusto.

-Por cierto –le digo-: ¿es cierto que los hoteles tunecinos rechazan a las parejas que no demuestran estar casadas?
-Claro. Eso es algo que no hay que hacer.

Pero, de inmediato, añade: “Si quieren quedarse, les alquilamos dos habitaciones individuales”. Es decir, que lo que pase a partir de ese momento es cosa suya.
Y es que en el fondo no somos tan distintos. Como en todo país mediterráneo, importan más las apariencias que lo que hagas.





Mosaicos romanos


TÚNEZ-HAMMAMET, 114 km. (bici)
Las dos últimas semanas y media han sido estresantes. Entre bicicleta, autobuses y minibuses, taxis de todos los colores y ferries, llevo recorridos dos mil quinientos kilómetros. Dentro de unos días subiré, en esta misma ciudad, al avión que me llevará a Egipto. Podría aguardarlo sin moverme o, mejor, buscarme un hotel junto al mar y aprovechar las comodidades que me brinda este país.
Pero no me apetece quedarme parado, así que bajaré hacia el sur sin prisas, con tiempo para visitar el país, descansar, comer bien. Y también me acercaré a la frontera libia, por si las moscas.
Para comenzar, me voy a El Bardo, el museo nacional de Túnez y el más importante del Magreb. En las salas de dos bellos palacios de los siglos XVI y XIX se guarda la principal colección de mosaicos romanos que existe. Los hay del tamaño de una mesa de jardín y otros de cien metros cuadrados, pero lo que más me llama la atención son los restos de un naufragio descubierto en 1907. Corresponden a una nave romana de cuarenta metros de eslora, cargada con anclas de trece toneladas y con las bodegas llenas de piezas de plomo, fundidas en Hispania, a modo de lastre. El bajel había salido de Atenas sobre el año 80 antes de Cristo y se dirigia a Roma. A causa de una tempestad, el capitán puso rumbo sur para evitar el siempre complicado paso de Messina. Acabó naufragando cerca de Túnez. Alrededor del pecio, desparramados sobre el fondo marino, los buzos encontraron obras de arte de bronce y de mármol.
Al salir del museo me dirijo a Sidi Bou Said, un pueblecito inmaculadamente blanco que se levanta al norte de la bahía de Túnez. Desde la colina en la que se halla clavado, el Djebel Manar, o montaña del Faro, los cartagineses advertían con facilidad la llegada del enemigo.
La vista sobre la única entrada marítima a este inmenso golfo es espléndida. Admiro el paisaje con la única compañía de unos enamorados que mordisquean el shawarma que han comprado en el pueblo, un follonero grupo de turistas y tres chicos tunecinos que, cogidos de la cintura, contemplan con la vista perdida el horizonte. A nuestros pies queda un moderno puerto deportivo, la albufera que acoge el principal puerto del país y, algo retirada, la ciudad, que de este modo quedaba protegida ante un posible ataque por mar.
Pese a tan privilegiada situación, ni Túnez ni la vecina Cartago se libraron de invasiones y saqueos. La próspera colonia fenicia fue aniquilada por los romanos, que no soportaban que nadie les hiciera competencia, y, Túnez, la ciudad que la sucedió, fue saqueada en numerosas ocasiones, que por algo era una de las capitales del Islam. No llegaba al esplendor de El Cairo, Bagdad o Córdoba, pero en el siglo XV contaba con cerca de cien mil habitantes. A su puerto llegaban mercancías de Oriente y Africa con destino a Europa y a los países más occidentales del Magreb.
La ciudad fue siempre considerada la llave que abría o cerraba las puertas del Mediterráneo. Sidi Bou Said era como la guardiana del imperio, además de santuario sufí.
En la actualidad, es un pueblo encantador, de tranquilas calles peatonales, paredes encaladas, puertas y ventanas pintadas de color azul claro y patios llenos de flores. En los días punta del estío recibe a más de cien mil turistas, mientras el resto del año sólo quedan artistas y familias bien.
Yo también me voy, pero sólo arrancar, palidezco: el plato central de la bicicleta, el que más uso, baila como un condenado. Quizás anteayer recibió un golpe, con tanto cargarla y descargarla en taxis y autobuses. Tendré que andar con cuidado a partir de ahora, porque queda mucho camino por delante.
La carretera baja hacia el sur paralela a la costa, por los pueblos de Kram y la Goleta, ¿y después? “Tiene que tomar la otra carretera”, me advierte un autoestopista. “Por cierto –dice en un tono de voz más reservado-: ¿puede ayudarme? Llevo tres días sin comer y durmiendo en vagones de tren”. Me cuenta que es del sur, que vivía en una residencia de la capital hasta que le expulsaron. Y ya se sabe qué sucede en los países mediterráneos, que sin amigos, ni casa ni trabajo...
Le doy dinero suficiente para dos comidas y sigo por una carretera que queda cortada por el canal de salida del puerto. En diez minutos, un transbordador me deja en la otra orilla y con la compañía de multitud de camiones, en poco más de una hora me planto en Hammam Lif.
“Habla usted un francés muy raro”, advierte el hombre del restaurante que he escogido para comer. Y yo digo que sí, bastante raro, tanto, que en Argelia les sonaba a marsellés.
“¿Le pongo chatsuca?”, me pregunta mientras señala una salsa rojísima. “Está hecha de guindilla, tomate y huevo; los tunecinos la ponemos en todas las comidas”.
Seguro que está muy rica, pero mi estómago exige prudencia.
En pocos minutos, unas nubes bajas y negras cubren el cielo, se desata un viento del norte que arranca toldos y tumba mesas y cae una tromba, primero de agua, luego de granizo, tan atronadora que impide mantener cualquier conversación. La calle se convierte en un torrente, los coches se detienen con las luces encendidas y los viandantes se guarecen del chaparrón en soportales de las tiendas mientras corro a proteger la bicicleta.
Pregunto a gritos si es normal un aguacero de esta intensidad, y el hombre asegura que no, pero que, si ha empezado, casi seguro que dura toda la tarde.
El Mediterráneo tiene estas cosas. Los que hemos nacido junto a este mar ya nos lo sabemos de memoria. Aquí no es como en los países del interior o del Atlántico, que ven venir las precipitaciones con anticipación y que, una vez éstas comienzan, van dejando caer su preciosa carga de forma dosificada, sin alterar el ritmo de las gentes, templando caracteres y humedeciendo la tierra.
Nuestro mar es plácido y tranquilo, casi un lago, dicen quienes lo contemplan desde la distancia. Pero bajo esta apariencia mansa, más allá de las calas rocosas llenas de pinos, se esconde una bestia adormecida que, mientras los niños juegan a hacer castillos de arena en la playa y los padres duermen la siesta bajo una sombrilla, acumula fuerzas de forma callada, sin mostrar jamás sus intenciones. Hasta que, en el lugar y el momento en que uno menos se lo espera, descarga toda su energía con una mala leche inaudita.
Los marineros son quienes mejor conocen este mar traicionero. Cuando comenzaba a practicar windsurf en l’Escala con vientos de tramontana, mis amigos pescadores se indignaban al verme salir hacia la playa tan pancho, con todos mis trastos. “¡Estás loco!”, decían alarmados. Y los marineros que han aprendido a navegar en velero en el Cantábrico descubren, estupefactos, lo difíciles, fatigantes e imprevisibles que pueden llegar a ser estas aguas.
Por fortuna, mi chaparrón dura poco más de media hora, y al cabo de un rato más me decido a proseguir. La carretera ha quedado hecha un asco, con charcos que cubren las ruedas, así que, pese a que llevo alforjas estancas, me dirijo al hotel más cercano. Pero el sitio es triste y está junto a la carretera, y como ya tengo los pies empapados, pedaleo doce kilómetros más hasta el siguiente hotel. Y al final, como me da pereza parar, sigo hasta Hammamed.
Ha quedado una tarde espléndida. El sol vuelve a lucir y el viento ha amainado. Un bonito arco iris se eleva sobre los olivos, animándome a avanzar. Paso por Grombalia, localidad vinícola donde un monumento rinde homenaje a los vendimiadores en un entorno plagado de viñas. Y más allá, en Turki, unas mujeres caminan por las calles cubiertas por finas telas blancas que, desde los hombros, les caen rectas hasta los pies.
Entro en Hammamed después de la puesta de sol. Algo apartados del centro se levantan esos grandes complejos turísticos que, según protestaba el señor del restaurante, después del 11-S y de la guerra de Iraq, sólo se llenan a costa de reventar precios, a 160 euros la semana, todo incluído.
Estamos en temporada baja, y, sin que lo pida, la recepcionista del primer hotel que encuentro me hace un descuento del veinte por ciento. Un camarero con pajarita me entrega un zumo de frutas de bienvenida, que saboreo tumbado en un sofá.
No parece haber mucha gente, por aquí. De las doscientas habitaciones que debe haber, no más de diez estarán ocupadas. Al llegar he visto a una muchacha italiana que trabaja de animadora y a una alemana de mediana edad que ha recogido las llaves y ha subido en compañía de un joven tunecino.
Se ve todo muy apagado. La tarde se vislumbra poco prometedora





Un pueblo tranquilo


HAMMAMED-SUSA, 89 km. (bici)
La playa de Hammamed se encuentra al norte de una bahía abierta en forma de media luna. A falta de puerto, los pescadores varan las barcas sobre la arena, como se hacía en nuestras costas antes de que nos diese por llenar el litoral de puertos. Las embarcaciones son pequeñas, de proa alta y nombres tales como Saïda Marian, Yasmin o Christiane. Junto a ellas, hombres con los pies descalzos cosen redes y hacen pequeñas tareas de mantenimiento.
Junto a la playa, un recinto amurallado acoge el pueblo antiguo, un remanso de paz que contrasta con las tiendas de alfombras y de souvenirs, las pizzerías y los centros comerciales que he dejado fuera. Todas las edificaciones de la medina tienen las paredes encaladas. Son blancas o azules, algunas haciendo aguas, mientras que otras permanecen desconchadas a causa del salitre. A las nueve de la mañana, los tenderos sacan la mercancía a la calle. Las puertas de las casas permanecen abiertas mientras un par de mujeres sacuden alfombras y un gato negro corre a esconderse tras una esquina. El silencio apenas se ve perturbado por la música que sale de una ventana abierta.
Los tunecinos son tranquilos. Lo descubrí hace unos años, cuando visité el país por vez primera, y lo vuelvo a comprobar ahora. Cuando miran al turista, lo hacen con indiferencia y rostro inexpresivo. Quieren que vengas porque saben que traes dinero, pero, una vez aquí, te dejan hacer. Tú, el europeo, haces tu vida, que es ir a la playa, a comprar y a visitar muchos lugares, y ellos se dedican a lo suyo, ajenos a los forasteros que les invaden.
Comprendo y comparto el sentimiento del lugareño que se desentiende del visitante y traza una barrera invisible pero muy clara entre lo que es su vida y los turistas. Recuerdo cómo nos divertíamos, en l’Escala, de pequeños, enviando a franceses, belgas y alemanes en dirección opuesta a donde querían ir. ¿Preguntan por Empúries?, pues hacia Montgó. ¿Que éstos quieren ir a Montgó?, pues hacia Empúries.
Pero ahora que el turista soy yo, me fastidia que me traten con la misma medicina. Y me pregunto si no acabaré aburrido de tanta tranquilidad y tanto pasotismo.
Encima, después de dejar Hammamed y una sucesión de restaurantes y discotecas de nombres tales como Las noches de Bagdad, Las mil y una noches o Banana, la ruta se vuelve de lo más pesada. Por el vientecillo de cara que sopla, por lo monótono de un paisaje llano, sin referencias visuales, con escasa vegetación y pocos pueblos, y por el coñazo que supone el intenso tráfico de camiones. Los vehículos pasan tan cerca de mí y el arcén está tan sucio, que me veo obligado a circular sobre un palmo de asfalto, poniendo en riesgo mi integridad.
Al cabo de una hora ya estoy hasta el gorro, y a las dos horas estoy por pararme en una estación y subirme al primer tren que encuentre hacia el sur. “Salam...”, saludo con desgana a unos hombres que venden caracoles.
No hay mal que cien años dure, y a partir del mediodía se acaba el terreno arenoso y circulo entre olivos y frutales tan bien conservados, con las verjas que los rodean cubiertas de flores, que más parecen un jardín. Como en Marruecos, me cruzo con grupos de chavales que van a escuela. Ignoro qué horario hacen; sólo sé que a todas horas ves a niños y niñas andando junto a la carretera.
Llego a Susa temprano. Es una ciudad grande, y, dispone de una gran medina rodeada por una muralla de piedra clara. Pero no tengo ganas de moverme, hoy. En lo que queda de tarde, me instalaré en un hotel cercano a la estación, pasearé por el centro o contemplaré una mezquita tan fortificada que más parece un castillo. Data del siglo VIII y, según leo, es la más antigua de Africa. Cerca de allí, en la calle más comercial, un vendedor de cintas de cassette ha puesto unos altavoces que compiten en potencia con los del minarete que hay justo al lado.
Pero ni esto atrae mi atención. Ni monumentos ni los turrones de azúcar y almendra redondos, de un metro de diámetro, de los vendedores callejeros.
Me compro La presse de Tunisie, un periódico gubernamental, y me siento en una terraza, a ver qué hay de nuevo en el mundo. En portada, dos fotos de Ben Alí informan que ayer hubo un acto oficial en Bizerta. En páginas interiores, el editorial realza la importancia de la celebración, la sección de nacional incluye una crónica detallada de lo que sucedió en Bizerta, en deportes se cuenta que Túnez aspira a organizar el Mundial de fútbol junto con Libia el año 2010 y se incluye media página con los resultados de las carreras de caballos disputadas en Francia y del estado de las apuestas. El rotativo se cierra con dos páginas con la programación de canales de televisión tunecino, franceses e italianos y una contraportada que ocupan en exclusiva dos bellas señoritas que exponen los suficientes centímetros cuadrados de sus cuerpos como para provocar un patatús a más de uno.
Para despedir la jornada, sigo con mi costumbre de comprar el postre de la cena en una pastelería. En estos santuarios del azúcar se me pasan malhumores y sinsabores. Ayer, en Hammamed degusté un pastelito relleno de dátil de la categoría non plus ultra, que son los del tipo deglet en nour, o, para entendernos, dedos de luz. Era algo sublime, un manjar que se deshacía en la boca y te nublaba la mente.
Hoy tengo que conformarme con menos. Me regalo cinco barritas de praliné, un dulce de coco que parece hecho hace una semana y pastas de té. Quería guardar algo para el desayuno, pero, mordisco a mordisco, me lo he zampado casi todo mientras hacía planes. Mañana me subo al tren que me llevará directo al sur. A ver si la cercanía de Libia me sube la moral. Y, ¿quién sabe?, a lo mejor una vez allí encuentro la forma de perpetrar mi plan secreto.




Aladino se olvidó la lámpara


SUSA-GABÉS-MEDENÍN, 264 km. (tren), 75 km. (autobús)
Mi compañero de compartimento es joven y serio.

-Mi nombre es Aladino –se ha presentado-, pero sin lámpara maravillosa. ¡Ja, ja, ja, ja!
-Es una lástima -le he dicho- porque hubieras podido hacer realidad mi deseo de visitar Libia.

Mi sueño de proseguir viaje por tierra hacia Egipto ha durado pocas horas. Anoche tracé un plan para entrar en el país de Gadafi. Es muy complicado conseguir el visado libio, pero, por lo visto, una vez dentro, reina el descontrol más absoluto, y te puedes mover con toda libertad. Eso, al menos, me contó Miquel, un mallorquín a quien conocí por Internet.
Si el único inconveniente es la frontera, te la saltas y punto, pensé. Puedo alejarme de la carretera unos kilómetros, adentrarme tierra adentro con la bicicleta y, una vez en territorio libio, incorporarme a la ruta principal. Una apuesta en principio sencilla. Sólo me restaría conseguir dinero del país, ser aceptado en los hoteles y encontrar la forma de recorrer sus más de mil quinientos kilómetros de costa.
Aladino me quita la idea de la cabeza. Me aconseja que no vaya. Libia es peligroso. Las carreteras están llenas de controles, y por más que yo fuera con buenas intenciones, la policía me tomaría por lo que no soy. Sospecharían que soy espía y podría tener lío.
Habrá que conformarse. Al fin y al cabo, renunciar a uno de los diez países que preveía visitar entraba dentro de mis cálculos más optimistas. Ya habrá otras ocasiones para conocer Trípoli, Bengasi, las ruinas de Leptis Magna y el desierto que llega hasta el mar.

-¿Y por qué no pides el visado? –pregunta, con inocencia.

Aladino se sorprende al saber que para un europeo resulte tan difícil cruzar una frontera por la que miles de magrebíes transitan cada año sin dificultad.

-Debe ser una venganza por las barreras que los países europeos ponemos a los que venís de Africa –le digo. Pero Aladino no parece entender la broma.

Explica que pese al embargo internacional que han sufrido durante más de una década a causa del atentado de Lockerbie, que costó la vida a doscientas setenta personas, en Libia siempre hubo europeos. Él conoce a muchos. Algunos trabajan con él en una industria petrolera.
A él también le gusta viajar, y su nivel de ingresos se lo permite. Hoy finaliza su décimo viaje a Túnez. En los ratos que le quedan libres, regenta un cyber café, porque, a diferencia de lo que sucede en el en apariencia liberal Túnez, allí el acceso a Internet es libre.

-Vamos, que vives en el edén.
-Oh, no –corrige-. El embargo es un problema muy grave; tenemos dinero, pero resulta difícil conseguir la tecnología que necesitamos. Y hay gente que quiere cambios.

-Y tú, ¿qué querrías?
-Más libertad, pero me conformo con tener familia, trabajo y algo de dinero.

-¿Eso es todo?
-La gente querría poder votar, elegir a su presidente, pero, no se puede hacer nada. Y además, ¿en qué país la gente consigue hacer realidad sus deseos? Para hacer algo tienes que matar, necesitas a gente muy fuerte y con mentalidad, a un Superman. -Aladino se queda pensativo, y, con la cabeza gacha, añade-. Se habla de estas cosas en voz baja, pero a veces es mejor olvidarte y vivir el presente. Hay mucho control. Puedes pensar en todo esto pero... a lo mejor también nos controlan el cerebro, ¡ja, ja, ja!

Ahora mismo, el joven ingeniero se muestra preocupado por lo que le pueda pasar a su novia. Vive en Estados Unidos, y, por lo visto, esto es cosa mala. Afirma que algunos árabes que trabajaban allí en tareas cualificadas fueron asesinados cuando manifestaron su intención de regresar a su país. Cuenta el caso de un hombre de su edad, experto en la industria del uranio, que desapareció sin dejar ni rastro. Teme que ella pueda encontrarse en situación parecida.
Tras dos horas de viaje, Aladino se apea del tren en Sfax, donde tomará el autobús que le llevará a Trípoli.
Volvemos a movernos, y mientras contemplo las vertederos de basuras y las industrias que se extienden a las afueras de la segunda ciudad del país, le sigo dando vueltas a unas palabras que ha pronunciado Aladino: “Los árabes tenemos la misma mentalidad”, decía, que es una forma de decir “todos los árabes somos iguales”.
Hay una parte importante de verdad en una aseveración que numerosos líderes árabes han tratado de manipular a su favor. Pero ya se vio cómo acabaron, en los años cincuenta y sesenta, los intentos de Nasser, el presidente egipcio, de constituir una única nación árabe: al final cada uno fue por su lado.
Incluso la unidad del idioma comienza a plentear interrogantes. Fruto de las múltiples influencias que recibe, la lengua está derivando en una multitud de dialectos tal que un cairota iletrado puede descubrir, estupefacto, que es incapaz de entenderse con un hermano tangerino.
De todas formas, este proceso de fragmentación se está frenando gracias a televisiones como Al Jazira o Al Arabiya. En esta otra globalización, menos difundida que la de zaras y macdonals, se está creando un imaginario y un lenguaje común que, del Atlántico al golfo Pérsico, todos entienden y con el que todos se identifican. Y, quién sabe, a lo mejor estos nuevos medios de comunicación estén alimentando a las generaciones que crearán las futuras democracias árabes libres.
El expreso atraviesa la llanura costera a buena velocidad. Hemos pasado junto a El Jem, donde se levanta el coliseo romano mejor conservado del mundo, con capacidad para treinta mil personas, y entre extensos y ordenados olivares que aguardan la recolección de la aceituna. Un poco más adelante, en las cercanías de Gabés el terreno se vuelve más árido, y los olivos son sustituidos por miles de palmeras de las que cuelgan racimos de dátiles colorados y brillantes, a punto de explotar.
El convoy afloja la marcha, pero sólo cuando el tren se ha detenido por completo, los pocos y pacientes pasajeros con los que he compartido vagón se levantan y recogen sus bártulos.
Además de ser la puerta del desierto, Gabes es un importante cruce de caminos. De aquí parten dos carreteras en dirección oeste, otras que van hacia el interior o hacia el desierto, y la de la costa, que es la que yo seguiré. En la estación de autobuses hay mujeres vestidas de negro, de blanco, de fucsia o con bonitas telas zurcidas con hilo de plata. Sentadas en la acera, unas preadolescentes negras me sorprenden espiando mientras se arreglan las pestañas con la ayuda de un espejito, y la más guapa saluda de forma tímida.
El conductor del autobús ha subido ya y los viajeros más rezagados corren tras él, porque no es cuestión de hacer esperar a la mismísima autoridad. Al chófer se le respeta, no se le dirige la palabra, y, por supuesto, no se le pide que te cargue la bicicleta, que por algo está el auxiliar, para ensuciarse las manos, para revisar billetes o para discutir con quien haga falta. El rey de la carretera, apuesto, con gafas de sol, bigotes bien recortados y una camisa sin ni una raya, está para lo que está. Lo suyo es conducir al rebaño que nos ponemos en sus manos. Y ay del viandante, ciclomotor, carro o automovilista al que se le ocurra invadir su trayectoria, porque le pegará un bocinazo que lo dejará despierto.
El tráfico es escaso. Hay, sí, numerosos coches con matrículas libias, a cuyos ocupantes ves a menudo durmiendo o comiendo bajo un árbol. Se ven taxis de Trípoli, pero también modernos y grandes mitsubishisfiats y hyundais.
Los compatriotas de Aladino adquieren, en el sur de Túnez, todo lo que en su país no encuentran, que no es poco: frutas y verduras, especias, ropa, champús y detergentes, pequeños electrodomésticos, recambios para coches... Y a pesar de que dentro de unos días me asegurarán que China y Japón facilitan medicinas al régimen libio, esta misma tarde se me acercará un anciano que, sin mediar palabra, blandirá una receta médica ante mis narices para que le diga dónde demonios puede encontrar una farmacia.
Medenín, mi destino de hoy, está soñoliento, como aletargado, este viernes por la tarde. Sentados en el suelo, con unas rayas marcadas sobre la tierra, grupos de hombres juegan unas complicadas partidas de damas a ocho manos, mientras, en las cafeterías, decenas de hombres dejan pasar las horas ensismismados. Algunos beben té negro, fortísimo, otros café con leche. Sólo en algunas mesas hay gente conversando. El tunecino es reflexivo y circunspecto. Habla poco, quizá porque considera que no tiene nada que decir, a lo mejor porque lo considera una pérdida de tiempo o para no molestar. En una terraza puedes ver a un hombre sentado solo en una mesa ante un vaso vacío durante una hora y media, y durante este tiempo se mantendrá imperturbable, con la mirada perdida, ajeno a todo cuanto sucede a su alrededor. Y de repente, en silencio, sin haber mirado el reloj, se levantará y, como empujado por una fuerza misteriosa, desaparecerá tras dejar unas monedas en la bandeja del camarero. Nadie, por supuesto, le seguirá con la mirada o se interrogará adónde va.
Las cafeterías magrebíes cuentan con frecuencia con más de un centenar de sillas, y se sitúan en las plazas más céntricas, mientras que los restaurantes suelen ser pequeños y más difíciles de encontrar. Tanto en unos como en otros, los precios son ridículos. Te cuesta lo mismo un café en una terraza frente al mar que en un bullicioso y polvoriento local al lado de la estación. En países donde lucrarse está mal visto y en los que las actividades comerciales estuvieron durante siglos en manos judías y cristianas, el café vale lo que vale. Sería, pues, injusto cobrarte más.





"¡Quítate la camiseta!"


MEDENÍN-HOUMT SOUK, 70 km. (bici)
En una hora y pico me planto en la costa, empujado por un viento intenso que me lleva a través de un terreno desolado. El otoño avanza, pero hace calor. La temperatura no ha dejado de subir desde que llegué a Túnez. Si ayer llegamos a veintinueve grados, hoy alcanzaremos los treinta y cuatro. “Ya se sabe, el siroco”, me comentará un pescador.
Ante mí tengo el Golfo de Bou Grara, que, pese a su nombre, es casi un mar interior. Ocupa una lámina de agua de cuatrocientos kilómetros cuadrados entre el continente y la isla de Djerba, la de las quinientas mezquitas. Hace más de dos mil años contaba con dos salidas al mar. Sobre la oriental, desaconsejada para la navegación a causa de su escaso calado, los fenicios construyeron un dique y más tarde los romanos una calzada, de modo que la isla se convirtió en una península, y el golfo, en un puerto casi inexpugnable.
Gightis es un insignificante y remoto punto en el mapa que difícilmente llama la atención de quien visita un país que se jacta de contar con atractivos tan seductores como Cartago. Pero el azar lo ha puesto en mi ruta, y una frase que he leído en la guía me ha decidido a detenerme: “El sitio está desierto, frente al mar. La impresión de soledad es total”.
Igual de desierto está el acceso al recinto. En la taquilla no hay nadie. Bueno, sí: tras un edificio suenan unos dulces sones musicales, y allí encuentro, a las once de la mañana, al encargado, pegándose una dilatada siesta matinal.
Camino hacia la costa, y detrás de una colina, veo a un hombre que se protege del sol con un sombrero de paja. Es Mohamed, el responsable del lugar. Es arqueólogo y tiene 45 años. Hace dos días que no pasaba un turista por aquí, y tiene unas ganas locas de hablar. Me cuenta la historia de un puerto fenicio donde los romanos asentaron una base naval y una ciudad de quince mil habitantes llamada Leptis Sirta, la pequeña Sirta, porque la grande, la magna, se encontraba en Libia.
El sitio es como lo imaginaba: solitario, con los restos de un templo en lo alto de la colina que desciende, suave, hacia un mar casi blanco.
Mohamed hace dieciocho años que trabaja aquí y se lamenta de que sólo dispone de tres hombres, y de que, cuando hallan algo importante, las autoridades enseguida se lo llevan a El Bardo o a otros museos.

-Se gasta poco en cultura –se duele mientras paseamos sobre viejos mosaicos-. El dinero sirve para hacer hoteles, y como Gightis está mal señalizado, vienen pocos turistas. ¿Ve esas piedras amarillas? Los romanos las trajeron del Sáhara, y esas otras, más oscuras, procedían de Egipto. Y las columnas que faltan se las llevó la gente para construir sus casas -explica sin descanso. Baje por aquí; le mostraré las conducciones por donde pasaba el agua caliente de las termas.

Una vez abajo, un sitio oscuro, me levanta por los sobacos para que pueda ver unos conductos sin ningún interés.

-¿Quiere volver a verlos? -pregunta.
-Ya los he visto, gracias.

-Si quiere nos podemos quedar un rato –propone mientras yo me pregunto por qué se querrá quedar aquí.
-Prefiero salir -le respondo, incómodo.

Mohamed me conduce a la sombra de unas palmeras para protegernos del sol, insiste en que me quite la camiseta, lo que no hago, y luego me pregunta si estoy “cortado”.

-¿Cortado? –digo yo, comenzando a recelar.
-Sí; que si le han hecho la circuncisión. A mí me la hicieron de pequeño. Es una celebración importante en la vida de un musulmán. Dios dice que debe hacerse, y también se practica por motivos sanitarios, para que no se acumule líquido en el prepucio. ¿Quieres que te la haga? ¡Ja, ja, ja!

El tipo se está poniendo insolente. Me dice que es soltero, y cuando le pregunto si está casado y si tiene hijos, suelta: “¿Niños? Los niños son para comérselos, ¡ja, ja, ja, ja, ja!”.
A este hombre le debe haber tocado el sol en exceso. Se ha desprendido del recato árabe, pero aunque le dejo claro que vivimos en aceras distintas, insiste en que pase la noche en su casa.
Me despido de él y salgo hacia Jorf por un llano poco habitado y sin vegetación ni agricultura, con casas de una sencillez extrema.
En Jorf, la carretera queda cortada al llegar a un embarcadero. Djerba está en la otra orilla. Compro empanada rellena de verduras a dos niños casi negros y embarco.
La travesía es breve. El transbordador El Jazira surca, a media carga, unas aguas encalmadas, y el motor de la nave ahuyenta a negros cormoranes que se sumergen en las profundidades. Con nosotros van un coche con matrícula francesa, de las cercanías de París, una furgoneta cargada de calabazas y un anciano que conduce un ciclomotor con el casco ajustado encima del turbante.
En Adjim, un pueblecito de pescadores, me siento a comer en un local con cinco mesas. Dos hermanos bigotudos cocinan detrás de un mostrador. El más grueso me ofrece brik, una empanadilla igualita a las que hacían nuestras abuelas, con forma de media luna pero de un palmo, rellena de patatas, salsa de tomate, alcaparras, perejil y un huevo sin batir. El cocinero monta la pieza con todos los ingredientes crudos, huevo incluído, la cierra delicadamente con la ayuda de un tenedor, la pone a freír en un cuenco, y en pocos minutos tengo mi brik listo para comer.
Por si los referentes que me hacen sentir cerca de casa no bastaban, los hermanos inician una discusión de aúpa por algo que uno de ellos ha hecho mal. Cuando les pido bebida, bajan la voz por unos momentos, pero enseguida retoman una de esas disputas apasionadas que, más que hacer temer que acabe mal, demuestra lo mucho que se quieren.
Que los habitantes de Djerba sean tan viscerales como españoles, italianos o griegos no debería sorprenderme a estas alturas del viaje. Al fin y al cabo, la isla fue invadida por la mayoría de grandes civilizaciones mediterráneas. Por aquí pasaron griegos -Homero se refiere a este lugar como “la tierra de los lotófagos” en La Odisea-, fenicios, romanos, judíos, vándalos, bizantinos, árabes, catalanes, españoles y turcos.
No puedo evitarlo, me emociona encontrar pequeños rastros de nuestro pasado común a más de mil kilómetros de casa. Siento un pequeño placer al comprobar que mundos que se tienen por opuestos comparten reacciones humanas, alimentos tan insignificantes como una empanadilla o las trampas para pescar que se vendían a la entrada de Adjim, iguales a la que mi hermano Jordi y yo usábamos de pequeños.
Pero hay algo que me desconcierta todavía más: es lo distinta que es la costa del interior del país. Medenín y Adjim, separados por apenas cuarenta kilómetros, se parecen lo mismo que una zanahoria y una salchicha. La primera, polvorienta y rural, parece encontrarse a cuatrocientos kilómetros del mar. Y el sitio donde estoy, espontáneo y abierto, está en algunos aspectos más cerca de Nápoles o de Marsella que del pueblo donde he pasado la noche.
Djerba ha vivido siempre asomada al mar. Su historia está llena de peculiaridades que han configurado una comunidad singular, poblada por los mercaderes más prósperos del Magreb. La isla se benefició tanto de los contactos marítimos como terrestres. Fue un importante puerto de salida de las mercancías que transportaban las caravanas, aceite, oro, especias, pescado seco o esclavos, pero también tierra de acogida. Aquí buscó refugio una comunidad judía, una secta de fanáticos musulmanes que fueron reprimidos en todo el norte de Africa o infinidad de corsarios que convirtieron el lugar en su campo de operaciones. Para unos era un sitio apartado donde vivir sin problemas; para otros se encontraba lo bastante cercano al canal de Sicilia como para perpetrar sus ataques sin preocuparse de que nadie les viniera luego a buscar.
Llego a Houmt Souk después de cruzar la isla de sur a norte por una carretera llana como una mesa de billar. Ante mí tengo el imponente castillo de Bordj El Kebir, que se levanta donde antes hubo otra fortaleza, obra, cómo no, de los romanos, que el almirante Roger de Lloria se encargó de restaurar y reforzar en 1289. La estructura actual, erigida en el siglo XV por un sultán, fue reforzada más tarde por corsarios turcos y por los españoles.
¿Qué buscaban los españoles tan lejos de las costas peninsulares? Los hombres de Barbarroja habían hecho de Djerba un fortín inexpugnable, una verdadera isla de piratas desde la que sembraban el terror en el Mediterráneo occidental. A los mandos de Dragut, los corsarios habían tomado el peñón de Argel, Túnez y Bizerta. Así que Carlos V y Andrea Doria constituyeron una alianza y, en 1560, españoles, napolitanos, franceses y caballeros de la Orden de Malta atacaron Houmt Souk.
Pero la expedición fue un fracaso estrepitoso. Con la ayuda de los turcos, Dragut masacró a cinco mil españoles, y con sus cráneos hizo una pirámide junto al fuerte que nadie se atrevió a tocar hasta que, en 1848, el Bey de Túnez mandó enterrarla.
El montículo todavía existe, y una placa recuerda la triste suerte de aquellos hombres.
A escasos metros, en una costa baja y rocosa, pequeñas barcas de vela latina se deslizan sobre unas aguas lisas al impulso de un suave viento terral.
A continuación está el puerto, reservado a embarcaciones de recreo, a veleros para pasear a turistas y a barcas de pesca de mayor calado. Por el suelo hay centenares de ánforas atadas a cabos, una forma de pesca del pulpo que inventaron los griegos.
Desde una barca, un pescador me recrimina a gritos, brazos en alto, que le haya sacado una fotografía. En eso, los habitantes de Djerba se diferencian poco del resto de musulmanes. Los fieles de Alá aborrecen las fotos. La religión prohibe la reproducción de figuras humanas o de animales, los seres que el Todopoderoso ha creado.
Y no será porque los isleños estén poco acostumbrados a la diversidad religiosa o a la visita de extranjeros. En otoño hay poco turismo, pero cuando el calor aprieta, su aeropuerto se llena de charter cargados de turistas y de inmigrantes que vuelven a casa a pasar las vacaciones o a asistir a bodas.
Ante la bonita iglesia blanca, con dos campanarios, que encuentro en una plazuela, un tendero explica que “la comenzaron a construir los malteses, pero la acabaron los franceses. Aquí hay muy buena convivencia entre todos”.
También el sitio donde duermo está casi vacío. Hace más de trescientos años que el Hotel Arisha hospeda a viajeros. En este antiguo caravanserai reposaban las caravanas y sus preciadas cargas al finalizar sus travesías por el desierto. Es un edificio cuadrado, con un gran patio central, hoy lleno de flores. Antaño, la planta baja se reservaba para los animales de tiro, mientras que en las cuarenta habitaciones que hay en las dos plantas superiores se alojaban las personas.
El Hotel Arisha ha sido remozado en fechas recientes. Han pintado las paredes de un atractivo color naranja, han puesto juegos de cama y muebles decorados con motivos geométricos, pero el alma del lugar, el espíritu de los miles de viajeros que descansaron en sus alcobas, pervive. Incluso la llave para acceder a mi habitación, rudimentaria y de formas toscas, parece del siglo XVII. Mide quince centímetros y pesa por lo menos doscientos gramos.
Hasta que me duerma, esta noche soñaré despierto imaginando las aventuras que las cuatro paredes que me rodean podrían explicar. Historias de sufrimiento y de heroísmo, de miserias y de riquezas, de ventiscas y de insolaciones, de asaltos y de muerte, de alegría por haber llegado hasta Djerba sanos y salvos.





Judíos de Djerba


HOUMT SOUK-ZARZIS, 74 km. (bici)
Vigésimo tercer día de viaje. Escribo en mi diario: me despierto cansado. El esfuerzo acumulado después de tres semanas de cambios constantes se deja sentir. Cada día la misma rutina: levantarse, recoger la ropa tendida, guardar las cosas en las alforjas como un autómata, desayunar, salir del hotel, repasar que no te olvidas nada... A veces me pregunto cómo consigo no quedarme quieto ni un momento. A menudo me digo que tendría que ir con más calma, que de mañana no pasa. Pero al día siguiente me despierto, y el deseo de bajar a la calle y gozar de un día nuevo, distinto, o la llamada de un buen desayuno son tan grandes que todos mis males desaparecen. El ansia por ver, descubrir, conocer parecen ser mi alimento.
Esta mañana todo resulta un poco más difícil, además. Ayer llamé a Sandra, que me dio la noticia de la muerte de Vázquez Montalbán. Me duele pensar que cuando vuelva a casa el faro de su pensamiento ya no estará allí para iluminarnos. El señor Manolo no estará. Se habrá marchado por sorpresa, sin avisar, en la fría sala de espera del aeropuerto de Bangkok.
Con las piernas flojas y el ánimo alicaído, me acerco a la sinagoga de La Griba, y, a cien metros del edificio, un policía con porte de armario se interpone en mi camino.

-Tiene que dejar la bicicleta en el párking -ordena con cara de pocos amigos.
-Si sólo es una bicicleta -protesto

-¡Al párking!
-Vale. ¿Y si me la roban?

-En Túnez no se roban bicicletas –añade en tono ácido-; si acaso, coches o aviones.

Hago lo que me manda y, ya sin bicicleta, aun le tengo que dar el pasaporte para que me deje pasar.
No es extraño. El 11 de abril de 2002, justo siete meses después del 11-S, la sinagoga sufrió un atentado en el que perdieron la vida dieciséis personas, alemanes y franceses en su mayoría. En un primer momento, el gobierno tunecino atribuyó la explosión del camión cisterna que incendió el edificio a un accidente, pero a los pocos días tuvo que rendirse a la evidencia: extremistas islámicos habían atacado un santuario judío en su territorio.
La elección no fue casual. La sinagoga de La Griba es la más antigua de Africa, y en ella se guarda uno de los libros sagrados más viejos que se conservan. El atentado pretendía perturbar la buena convivencia que, durante veinticinco siglos, ha dominado las relaciones entre los judíos, descendientes de los hombres y mujeres que fueron expulsados de Israel por Nabucodonosor, los bereberes y los sucesivos pobladores que llegaron a la isla.
Un anciano a quien conozco a la puerta del templo fue testigo del suceso. Todo, salvo la Torá, fue pasto de las llamas. “Fue terrible”, comenta de forma escueta.
La sinagoga ha renacido de sus cenizas y sus blancos muros son vigilados ahora, las veinticuatro horas del día, por militares armados y un circuito cerrado de televisión.
No se admiten visitas, hoy. Dos centenares de judíos de Djerba se han congregado en La Griba, la maravillosa, para celebrar el Simjat  Torá. Desde la puerta veo a hombres que descansan, descalzos, con los pies encima de los bancos, a niños que corretean de un lado a otro y a ancianos soñolientos, mientras una voz recita los textos sagrados. Todos llevan puesto el kipá, el tradicional bonete redondo, y el talit, una tela blanca sobre los hombros. En el interior del templo reina un ambiente fraternal y familiar, nada pomposo. Se ríe y se habla, y todo el mundo parece estar de excelente humor. En especial el niño que se dedica a rociar a los de dentro y a los de fuera con una pistola de agua.
La celebración tiene lugar una vez al año, cuando, después de haber leído la Torá a lo largo de doce meses, se llega al último episodio y se recomienza por el primero. Los niños son los protagonistas de la fiesta. Recitan unas bendiciones desde el estrado, los menores de 13 años son cubiertos con un talit y un adulto expresa su deseo de que “crezcan y se multipliquen sobre la faz de la tierra”.
De nuevo fuera del recinto, el policía armario parece más conciliador.

-He visto en su pasaporte que visita muchos países árabes. ¿De qué trabaja? –quiere saber.
-En una imprenta municipal –digo, mintiendo a medias.

-¿Y piensa escribir algo sobre los países que visita?
-Es posible. Ya veremos.

-Sobre los pueblos, los paisajes, las gentes...
-Sí.

-Y de los tunecinos qué dirá, que son siempre gentiles y sonrientes, supongo.
-Bueno, todavía no lo sé. Pero eso de que son gentiles y sonrientes... Depende del caso.

En el cercano pueblo de Erriadh es día de mercado. Consigo hacerme con una silla en un concurrido café, y desde la sombra contemplo a la muchedumbre entre paradas donde venden ropa, cazuelas y relojes, especias, carátulas de móvil y capazos de paja. La forma de vestir de las mujeres, con telas blancas y anchas rematadas con bandas de color naranja o rojo y con sombrero de paja, recuerda a las guanches de Canarias. Unos dos mil kilómetros las separan, pero una cultura común, la bereber, las une.
Desde el centro de la llanísima isla, me planto en un santiamén en la costa este, que recorro en dirección al continente siguiendo una lengua de playa lisa y ancha, casi infinita. Tan grande llega a ser, que en algún momento sólo alcanzas a atisbar el mar allí a lo lejos, en el horizonte. Y la superficie es dura, perfecta para rodar en bicicleta, como compruebo durante un par de kilómetros. Pero, sediento y sin agua, sigo por la carretera hasta El Kántara (el puente), donde debería haber un pueblo. “Es esto”, me anuncia un policía mientras señala un par de casas.
Decepción.
Bajo un sol abrasador, con mar a derecha e izquierda, pedaleo siete kilómetros más sobre una cinta de asfalto bajo la que se oculta la vieja calzada romana, y en la otra orilla, por fin, encuentro un cobertizo donde comer. Junto al mar, saboreo pescado y ensalada, tal como lo hacen los otros comensales, con las manos y depositando las espinas sobre el mantel, contemplando el lento planear de unas zancudas de color gris que de vez en cuando se van a posar sobre el agua.
Y después, de nuevo al tajo, a la carretera, a despistarme con el vuelo de una mosca, a contemplar la bolsa que, impulsada por el viento, se levanta sobre los olivares o a esquivar la serpiente que cruza, zigzagueando, el asfalto ardiente.
En Zarzis encuentro cama y una ciudad grande y próspera, pero el centro está casi vacío. Me siento en un banco frente a la mezquita, junto a un hombre que mantiene la oreja pegada al transistor.

-¿Hay partido de fútbol? -le pregunto.
-No –responde, molesto. Y a los cinco minutos se levanta y se va.

Al rato, un chico cargado con una bolsa de grandes dimensiones me muestra un cuadro de metro y medio que reproduce un texto coránico en una precisa caligrafía de color dorado sobre fondo negro. Es muy bonito, le digo, pero no sabría dónde ponerlo.
A la mezquita van llegando los fieles para la oración de las seis menos cuarto. Los primeros en llegar lo hacen sin prisas, y se quedan un rato charlando antes de pasar al interior. A las seis menos veinte, ya a paso ligero, convergen en la plaza hombres de todas las edades y condición social. Un centenar largo llegan a pie, veinte en bicicleta o ciclomotor y nueve en coche.
Cuando el almuédano llama a oración, la plaza queda de nuevo vacía, y yo, más solo y aburrido que una jirafa en Alaska. ¿Qué debe hacer la gente en Zarzis un domingo por la tarde? ¿Dónde estarán los que no han ido a la mezquita?
En un cyber café encuentro a Said, que tiene casi tantas ganas de hablar como yo.
Mi interlocutor regenta un Publicnet, un negocio que pese al nombre y a su aire de edificio oficial, es privado. Y no hay, en Túnez, demasiados lugares donde conectarse a Internet.

-Este lo controla todo –suelta, impertérrito, mientras señala el retrato del presidente Ben Alí que tiene detrás.

Es poco habitual que un árabe se refiera a su presidente de forma tan despectiva. La gente siempre se dirige al que manda con el mayor respeto. Es una norma de hoy y de siempre. “Incluso si el gobernante era injusto e impío, solía aceptarse de todos modos que había que obedecerle, porque cualquier forma de orden era mejor que la anarquía”, cuenta Albert Hourani en La historia de los árabes. Con esta máxima, los musulmanes han soportado a muchos déspotas. Califas, sultanes y reyes que han legitimado su poder en la religión, en la premisa de que son descendientes de Mahoma y que su poder terrenal se ejerce para preservar la civilización y la paz.
Pero a Said este sistema no le satisface. En cerca de medio siglo, Túnez sólo ha tenido dos presidentes. El primero, Burguiba, ascendió al poder tras la independencia, en 1956, y se hizo proclamar presidente vitalicio hasta que, en 1987, fue destituido por su primer ministro, Ben Alí. La candidatura de éste salió reelegida en las elecciones presidenciales de 1994: sólo el 0,1 por ciento de los electores se abstuvieron de votarle.

-Yo no quiero un país así –protesta-. Tenemos una dictadura que reprime a la gente, que elimina a la oposición y que prohibe a los hombres llevar barba y a las mujeres el yihab. Y todo por culpa vuestra, los europeos -me acusa.
-¿Culpa nuestra?

-Sí, porque vosotros y el francés Chirac pusisteis a Ben Alí, que es una nueva forma de colonialismo bajo una apariencia de democracia. Él se cuida de que todo esté al gusto de Estados Unidos y de Europa.
-Tu querrías una democracia...

-Sí, pero no como las vuestras. Tendría que ser una democracia adaptada a nuestra forma de ser, árabe y musulmana.
-¿Y qué mal tiene nuestra democracia? Los tunecinos podrían elegir a quien más les gustase.

-Nuestra democracia tendría que ser como las que tuvimos en el pasado, en la época de los califas.
-¡Pero de esto hace más de mil años! ¿Cómo sabes que aquello funcionaría ahora?

-Porque funcionó en el pasado: está escrito, en el Corán y en los libros de historia.
-Entonces, quieres un régimen como el de Irán.

-Sí, con algunas correcciones.
-Pero un régimen religioso no complacería a todo el mundo.

-Eso también está previsto.

Said se siente incómodo por el cariz que toma la conversación y cambia de tema.

-Mira; las mujeres árabes tienen más derechos que las europeas –afirma-, y les gusta la vida que llevan. Y además, ¿Europa es un modelo? Por lo menos nosotros no encerramos a los mayores en una residencia ni permitimos que una mujer mayor viva sola. Yo nunca dejaré que mi madre o mi esposa vayan al supermercado, que tengan que hacer cola y volver a casa cargadas. ¡Si en Europa, para vender chocolate te muestran a una mujer desnuda! ¿Éstos son los derechos de la mujer?
-Hay cosas en las que tienes razón –le digo-, pero, ¿no deberían decidir las mujeres lo que más les conviene?

Said vuelve a cambiar de tema.
Dice que quiere un cambio radical, pero que resulta muy difícil porque Túnez está controlado por “familias mafiosas” y porque la gente es vaga: “¿Has visto al chico que se acaba de ir? Quería que le mandase unas fotos por correo electrónico. No se toma la molestia de aprender. ¡Es increíble!”.
Said vive el drama de Palestina como un asunto propio, sufriendo, a pesar de la distancia, al lado de los palestinos. “¿Y qué pasa con Israel y su primer ministro, Ariel Sharon, un ukranio que quiere expulsar a los palestinos, que llevan miles de años allí? Europa podría utilizar su influencia para resolver esta injusticia, pero siempre hace el juego a Estados Unidos. Nosotros, los árabes, jamás habíamos tenido problemas con los judíos. ¡Fue en Europa donde se produjo el Holocausto!”, clama indignado.
En eso también le doy la razón. Los países cristianos han sido más beligerantes con los hebreos de lo que lo fueron los musulmanes. Los judíos vivieron en ciudades del norte de Africa y de Oriente Próximo desempeñando profesiones y oficios en los que estaban especializados. Solían ser bien tratados por los gobernantes, que se aprovechaban de sus habilidades y conocimientos, y aun en el caso de Marruecos, en que fueron obligados a hacer vida aparte, fue para protegerlos de las periódicas iras de las gentes. Pero allí jamás sufrieron el grado de persecución de que fueron objeto en Europa.
Said es de buena familia. Ha viajado por la costa este de Estados Unidos, por Tailandia o por Siberia y todos sus hermanos son universitarios, incluso la chica, que es médico. Pero no quiere saber mi opinión, y cuando expongo mis razonamientos, no los escucha.
Sólo se escucha a si mismo.

-A pesar de todo, sé bienvenido a Túnez -me despide.
-Ve con cuidado –me permito aconsejarle-; el peligro de radicalizarnos siempre acecha.

-Tienes razón, pero es inevitable cuando ves todas las injusticias que se cometen.

Es hora de ir a cenar. Said me recomienda una pizzería que se encuentra al cabo de la calle. En el local hay chicos que visten pantalones piratas y un televisor, sintonizado en la RAI, que da una película sobre la Madre Teresa de Calcuta.
¿No podría haberme mandado a un restaurante tunecino? Por lo visto no. Para Said, yo pertenezco a otro mundo, y allí me tengo que quedar.





Mohamed las prefiere tapadas


ZARZIS-MEDENÍN-GABES-TÚNEZ, 63 km. (bici), 76 km. (autobús), 405 km. (tren)
Mi estancia en Túnez tiene las horas contadas. Hoy, me toca desandar el camino hecho los últimos cinco días y regresar a la capital para mañana poder subir al avión que me dejará en Egipto.
No puedo entretenerme, por lo tanto. A las seis y cuarto he salido de Zarzis y a las cuatro y diez de la tarde, sin falta, tengo que estar en Gabés. A esa hora sale el último tren.
Llego a Medenín casi de un tirón. Será porque sus calles rebosan de gente, pero el pueblo parece más grande y lleno de vida que el sitio aburrido que conocí a la ida. Existen pocas cosas más tristes que una ciudad vacía. Y esta sentencia vale sobre todo en las aglomeraciones árabes, tan muertas de noche, tan eléctricas durante el día.
Mientras espero el autobús para Gabes, desayuno por tercera vez y me aseo un poco. “Se le ha quedado papel en la barba”, me advierte, con discreción, un hombre mientras desfila por delante nuestro una procesión de todo terrenos franceses en cuyo interior viajan parejas próximas a la tercera edad con destino al desierto.
Selim vuelve a casa después de trabajar quince días seguidos en Djerba, en la construcción de un hotel. El empresario le debía dos días de fiesta, que aprovechará para descansar en Hafsa, junto a su familia.

-¿Así que en Túnez el día de descanso semanal es el domingo? -le pregunto.
-Sí, pero en el sur la gente es muy religiosa y tradicional, y algunos también se toman el viernes. Además, ahora viene el Ramadán. Ya sólo falta una semana -cuenta con alegría, no sé si por fervor religioso o porque se acerca un mes de celebraciones.

El viaje hasta Gabés será rápido y, una vez en la ciudad, sorpresa: la mayoría de tiendas están cerradas. “En Gabes no se trabaja los lunes. No tiene de qué sorprenderse; en Europa pasa lo mismo”, me dirá más tarde un hombre.
En la estación de tren, encuentro al hombre que me atendió a la ida, al maquinista y a un amigo durmiendo sobre los bancos. “¿Ya ha visitado Djerba?”, me pregunta, con lagañas en los párpados, al verme llegar. Y con mucha pereza, casi a cámara lenta, factura mi equipaje y me entrega un documento con tres sellos que, una vez en la capital, me permitirá recuperar la bicicleta.
Son tan solo las dos de la tarde. Tanto correr y al final me han sobrado dos horas. Compro algo de comida en una tienda atiborrada de sacos de legumbres.
El anciano tendero pregunta por mi viaje y se emociona cuando se entera de que voy a Egipto. “Le gustará. Es mucho más barato que Túnez”, promete, asociando placer a economía.

-¡Vaya! Creía que a los árabes no les interesaba el dinero.
-A los árabes no, pero a las mujeres árabes mucho, ¡ja, ja, ja!

Del mismo parecer es el hombre al que encuentro en un café. “El matrimonio es una estupidez –afirma-. Las mujeres sólo dan problemas; si se divorcian de tí, se quieren quedar con todo, y eso sin contar con la infidelidad”. Por todo ello prefiere tener amigas, o, en concreto, una amiga que la próxima semana vendrá de Francia para estar con él.
El señor habla despacio. Tiene 50 años, viste un polo Lacoste y se conserva en buena forma. Es propietario de una empresa que abastece a los barcos que recalan en el puerto y de unos olivares que su padre compró a un judío que se marchó a Israel. “El aceite tunecino es el mejor del mundo –afirma tajante-. Nosotros recolectamos las aceitunas directamente del árbol y extraemos el aceite con prensas antiguas. En España y en Italia, en cambio, la fruta se recoge del suelo después de haber apaleado los olivos con bastones o bien de haberlos sacudido con vibradoras. Eso altera la acidez del producto”.

-¿Y por qué no lo venden en Europa?
-Porque el negocio mundial del aceite está controlado por los judíos, igual que todos los bancos de Europa y que la economía tunecina.

-Veo que no le gustan mucho los judíos...
-Los tunecinos sí. Amamos a nuestros judíos. Ellos saben que pueden volver cuando quieran –asegura.

De los otros judíos, de los de Israel, no habla.
Charlamos más o menos de los mismos temas de los que anoche estuve conversando con Said. Los puntos de vista son casi opuestos. Admite que muchas cosas que algunos consideran singularidades propias de su cultura no son más que síntomas de atraso. Los derechos de la mujer, por ejemplo, son “distintos” que en Europa, dice, pero “¿acaso en España no fue pecado hasta hace poco que el hombre viera el sexo de su esposa? Cierto, tenemos un camino que recorrer, pero no se puede cambiar todo en un día. Hace menos de cincuenta años que somos independientes”.

-Y sobre el famoso tema del yihab, que tanta polémica causa en Francia: ¿a tí qué te provoca más, ver a una mujer desnuda o una cara de bellas facciones que se insinúa detrás de un velo? –me interroga.
-Pues de entrada, una mujer desnuda...

-Ohlala! No eres nada romántico...
-... aunque reconozco que en algunos casos la mujer tapada despierta un gran misterio.

-¡Eso es! ¡Misterio! Esa es la clave –sentencia con ojos pícaros.

A diferencia de Said, el señor se siente a gusto dentro del actual sistema tunecino. Ben Alí le parece un buen presidente, y el país va bien gracias a él. ¿Para qué quieren una democracia? Por supuesto que hay gente insatisfecha, reconoce, pero es imposible contentar a todo el mundo.

-Mira –dice-; ¿permites que te tutee? La política es como el fútbol: si un entrenador consigue triunfos es porque tiene carácter, ¿por eso tenemos que llamarle dictador?

-¿Y Sadam Hussein?
-Él sí lo fue, cometió muchas barbaridades. Pero Estados Unidos no se saldrá con la suya en Iraq –pronostica-, porque han derrocado al líder y detrás está el pueblo, que defenderá a su país. Yo haria lo mismo. Soy un patriota, dispuesto a morir por mi patria si fuera necesario.

Las cuatro menos diez. Tengo que marcharme. Le pido cómo se llama, y él me pide que ponga Mohamed. “Es el nombre de mi padre. Hemos hablado de cosas comprometidas y con los datos que te he dado, podrían deducir quién soy”.
Y Mohamed me dice adiós de forma larga y ceremoniosa.
A las cuatro y diez, puntual, el tren se pone en movimiento. Voy de espaldas a la locomotora que arrastra el convoy. Es una sensación extraña. Por la ventanilla veo de dónde venimos, no adónde vamos. Es como si, al volver hacia el norte, hubiera comenzado a rebobinar la película del viaje. De nuevo las mismas palmeras, los mismos olivos...
Viajar. Es fácil hacerlo cuando dispones de un pasaporte que te abre las puertas de casi todos los países del mundo. Mohamed podría hacerlo. Es una persona curiosa y con interés por las cosas del mundo. Ha conocido Francia, España, Italia, Escandinavia, Bélgica o Alemania. Le gusta conocer otras culturas, pero dejó de hacerlo. No piensa volver a atravesar el Mediterráneo. Considera indigno tener que rogar, como si fuera un pedigüeño, que le den un visado. En tono sereno y firme, ha afirmado: “No quiero visitar un país donde no soy bienvenido”.
Sus palabras me han entristecido, pero puede que yo hiciera lo mismo si estuviera en su lugar.
La arabofobia resucita en Europa, si es que algún día estuvo muerta. Hace poco oía en la RAI a un político italiano que, a raíz de la aprobación de una ley que permitirá a los extranjeros votar, decía: “¿Cuánto tiempo falta para que Italia tenga un presidente negro y con el Corán bajo el brazo?”.
Para frenar la inmigración, Europa blinda sus fronteras y se cierra a todas las influencias que puede recibir. Pero, si echamos el candado, ¿qué pensarán de nuestra democracia Mohamed y todos los otros Said del norte de Africa? ¿Qué autoridad moral tendremos para convencerles de que nuestro sistema es válido, también para ellos? Y más aún: si las elites preparadas, esas que sienten curiosidad por ver y conocer nuestras ciudades y nuestras formas de vida, desisten de visitarnos, si los que pueden ejercer de puente entre las dos orillas renuncian a conocer nuestro mundo, ¿qué posibilidad hay de que algún día puedan liderar la transformación que sus sociedades a todas luces necesitan?
En Sfax el tren se llena, y hasta que lleguemos a Túnez pasaré un buen rato contemplando una de las primeras escenas de coquetería femenina de que soy testigo en más de tres semanas. La protagonista es una joven soldado vestida de uniforme que se mesa su larga cabellera negra sin descanso, se deshace el moño, sacude la cabeza con los ojos entrecerrados y su pelo oscuro ilumina el vagón entero.
A las diez de la noche llegamos a la estación central de Túnez, y cuando por fin recupero la bicicleta, el resto de pasajeros han desaparecido ya. En el vestíbulo sólo queda el treintañero con aspecto de emigrante que venía en mi vagón. Iba solo, con una americana raída y una bolsa de plástico como único equipaje. Y aquí está ahora, aturdido, tratando de orientarse, en el centro de la plaza Barcelona. Nadie le espera. Debe ser la primera visita a la gran ciudad de esta ánima en pena, en busca de su gran sueño capitalino o quien sabe si más lejano.





Alí Bey tenía razón


TÚNEZ-CAIRO, 1.900 km. (avión)
Último día en Túnez, última jornada en el Magreb. Sigo aquí, pero mi mente va unos miles de kilómetros por delante. Estoy impaciente por cambiar de país, por iniciar la segunda parte del viaje.
Hoy todo serán esperas, tedio, impaciencia por alcanzar mi destino.
Sin nada que hacer, dedicaré la mañana a visitar de nuevo la medina, a mandar otro paquetito con guías y mapas hacia casa y a confirmar el vuelo, que se ha retrasado un par de horas. Con el cambio de horario, aterrizaré en El Cairo a medianoche y sin reserva de hotel.
Previsor, llego al aeropuerto con tres horas de adelanto, y tras entregar la bicicleta a dos operarios de impoluta bata blanca, me siento a observar a las mujeres de la limpieza que pasan y repasan el paño sobre el brillante suelo de la terminal, a pasajeros que pasean sus túnicas y sus luengas barbas blancas por el hall y a familias que han venido a despedir a un ser querido. Encima de la puerta de Llegadas, el presidente Ben Alí contempla impertérrito, algo intimidante, a sus súbditos. El retrato está colocado con premeditación: vas allí esperando encontrar a tu hermano o a tu novia, y te topas cara a cara con el inefable.
El vuelo hasta la capital egipcia será tranquilo, a bordo de un avión con personal de vuelo íntegramente masculino. Los atentos azafatos se encargan de guardar el equipaje de mano, tienen palabras amables para todos y, cuando entra una señora, mandan apartarse a los que obstruyen el pasillo para que la dama pueda pasar.
Cuando ya todo el mundo está acomodado, descubro a un ejecutivo que mata marcianos con un ordenador portátil, a tres señores que hablan sin descanso y a un niño que da la lata sacudiendo mi asiento. Me llama la atención el señor que, dos hileras más allá, lee La historia de las cruzadas. Ayer, en el tren, un soldado leía un manual de introducción al matrimonio. Que recuerde, son las únicas personas que he visto con un libro en las manos desde que crucé el Estrecho.
El desapego del mundo árabe por la palabra escrita viene de antiguo. En León el Africano, Amin Maalouf evoca una sociedad culta poblada por libreros que buscaban ejemplares raros procedentes de El Cairo, Bagdad, Ispahan, Roma, Venecia o Barcelona, y copistas de libros que se exportaban a China.
Pero a finales del siglo XV, la edad de oro de la civilización árabe había pasado. El mundo que recuperó a los clásicos, que desarrolló la poesía y los relatos de viajes entró en un largo periodo de decadencia que, en 1803, sorprendió al siempre atento Alí Bey: “Estos eruditos (son incapaces) de comprender la tesis misma que defienden, no tienen otro apoyo que la palabra del maestro (Mahoma) o del libro (el Corán), que citan a tuerto y derecho (...). Para el estudio de geometría tienen a Euclides, que me enseñaron en grandes tomos en folio muy apolillados (...). La cosmogonía es la del Corán, hija del Pentateuco. La cosmografía es la de Ptolomeo (...). Por lo tocante a las matemáticas sólo conocen la resolución de un cortísimo número de problemas. La geografía no se estudia. La física es la de Aristóteles (...). La química no existe (...).La historia natural sufre los mismos obstáculos invencibles que la anatomía. Sabido es que la ley prohíbe las estatuas y las pinturas o dibujos de objetos animados (...) El idioma se halla en un punto extremo de degradación. Carecen de imprenta (...). Tal es el estado de las ciencias en Fez, ciudad que puede mirarse, si me es permitido la comparación, como la Atenas de Africa”.
El clima de apatía intelectual que citaba el maestro pervive. Las últimas semanas he visto una cifra más que considerable de librerías, pero casi todo lo que venden son volúmenes religiosos de lomos repujados y letras doradas en sus cubiertas.
¿Sucederá igual en El Cairo?¿Cómo será la que fuera, junto con Bagdad y Damasco, una de las capitales del mundo árabe? Trato de adivinarlo en el ejemplar del diario Le Progrès Egyptien que me han dado y en la película que han puesto en el avión. Pero no, dan un culebrón egipcio de los años cincuenta. Está ambientado en los music halls cairotas y tiene por protagonista a un guaperas que, entre canción de amor y canción de amor, se dedica a asesinar a esposas y a amantes vestidas con poca ropa y muchas plumas.
Pronto mis dudas se van a comenzar a aclarar. El cielo ha oscurecido y, por el rato que llevamos de vuelo, debemos estar sobrevolando ya el país de los faraones. En pocas horas habremos recorrido un trecho en el que las caravanas invertían dos meses.
La primera parte del viaje toca a su fin. En veinticinco días he cruzado el norte de Africa, repitiendo, en sentido inverso, el camino que hace trece siglos siguieron los árabes para ganar para su causa a los países del Magreb. He seguido más o menos la ruta de los peregrinos hacia La Meca, he conocido algo mejor el país más pobre del Mediterráneo o las secuelas que en todos ellos dejó la colonización.
ºPor delante tengo una realidad distinta. Me aguardan países conflictivos, desiertos, multitud de fronteras y algo que casi me inquieta más. Es el miedo a la complejidad, a ver mucho y comprender poco. Me acerco a la cuna de bastantes de las civilizaciones antiguas más importantes que han existido, de las religiones hebraica y cristiana, al lugar donde se han cocido muchos de los principales conflictos de la Humanidad, a tierras de cruzadas y de contracruzadas, germen de culturas y de destrucción.
Estamos llegando a Oriente Próximo. Me abruma pensar en lo que me espera.





EGIPTO
"¡Están locos!"

EL CAIRO
¿Podéis imaginar lo que es llegar a las doce de la noche, solo y con una bicicleta, sin reserva de hotel y sin hablar árabe, al aeropuerto de una ciudad donde viven dieciocho millones de personas?
El avión de Egyptair ha ido perdiendo altura durante un buen rato y yo me he mantenido amorrado a la ventanilla. Todo lo que veía era el vacío, la oscuridad más absoluta. En un primer momento he pensado que estaba nublado, y que por eso la ciudad, que sin duda estaba ya a nuestros pies, se nos mostraba esquiva. Hemos seguido descendiendo, y cuando, con cierto resquemor, comenzaba a sospechar que nos habíamos pasado de largo, que El Cairo sufría un gran apagón eléctrico o que nos íbamos a estrellar, por fin millares de minúsculas chispas de luz han punteado la enorme desolación del desierto.
Ya hemos llegado, me he dicho.
Pero no. La nave ha proseguido su interminable caída hacia el abismo, y a medida que bajábamos, el asombro y el pánico se iban apoderando de mi.
Lo que ahora mismo nos rodea es impresionante. Jamás había visto nada igual. Quizá por inesperado, el recibimiento nocturno que la ciudad depara al visitante que llega desde el aire convierte en ridículos los superlativos más pomposos o a las mismísimas pirámides. Hay que verlo. En estos instantes, millares, qué digo, millones de lucecitas de color blanco o naranja inundan la noche hasta donde mi vista alcanza. Da lo mismo hacia dónde mires, a izquierda o a derecha del avión, por tu ventanilla o por las del otro costado: la megalópolis cairota centellea a los cuatro vientos hasta el horizonte como una descolocada cúpula celeste.
¿No querías una gran ciudad? Pues aquí la tienes, esperando tu llegada.
Las ruedas del avión contactan con el duro asfalto de la pista, el piloto echa el freno y una ola de aplausos y suspiros de alivio inunda la cabina.
Después, la locura.
Unos operarios nos conducen por el interior de un aeropuerto en obras hasta la terminal donde nos entregarán el equipaje. Pregunto por la bicicleta, y me indican que espere. Un hombre con camisa azul se me acerca y me ofrece sus servicios. Es agente turístico, asegura blandiendo una credencial. Puede conseguirme un taxi para ir al centro, reservarme un hotel o contratarme un tour para mañana: lo que quiera.

-¿Y la bicicleta? -pregunto al de los equipajes.
-Cinco minutos, promete.

En éstas que otro hombre me enseña, con discreción, una moneda de un euro. Quiere propina. Sonrisa de compromiso.
Transcurre un cuarto de hora y mi bicicleta por fin aparece. Voy para entregar un euro a mi salvador... “¡No, no!”, me frena una voz tajante a mi espalda. Es el agente turístico; por lo visto nos espían.
El hombre de la camisa azul me agarra por el brazo para que le siga, y se pone a andar a paso acelerado por el vestíbulo, sin darme tiempo a ver nada, y pese a que esta canción ya me la sé, le sigo hasta su pequeña y escondida oficina. El chino que venía en mi avión ha sido otra presa fácil, pero yo no estoy dispuesto a pagar una fortuna por algo que no lo vale.

-¿Taxi? –me preguntan.
-No.

-¿Hotel?
-No. Quiero ir al centro en autobús –protesto-. Seguro que lo hay. Si no me quieren decir dónde está, suéltenme y ya lo encontraré.

Me pongo a hinchar las ruedas, desoyendo tarifas que caen en picado, y cuando el agente se aviene a ser razonable, sólo entonces, le prometo ir a uno de sus hoteles.
Pero antes debe decirme dónde carajo está la parada de autobús.

-Aquí enfrente -reconoce, antes de entregarme una tarjeta del Hotel Ciao e insistir una y mil veces en que, sobre todo, no haga caso a nadie y vaya directo a su hotel.

Libre al fin, encuentro la parada, pero: ¡horror! No es que todos los indicativos, señales y carteles estén escritos en árabe. ¡Incluso los números están en la lengua de Mahoma! Con razón el policía de la aduana me ha dicho: “¿No habla árabe? Pues debería aprender”.
Me he excusado. Lamentaba de verdad no poder hablar su idioma. Hace unos meses, compré un manual con la ilusa intención de aprender lo mínimo para desenvolverme en una conversación coloquial, pero desistí al tercer día de iniciar mis estudios. Me sentí incapaz de aprender su gutural pronunciación, de leer de derecha a izquierda unas letras que era incapaz de distinguir y que, encima, se escriben de forma distinta según vayan al principio, en medio o a final de la palabra. Encima, mis progresos con la lengua han sido mínimos, después de pasar por el Magreb, puesto que casi siempre me he servido del francés. En árabe, sé decir poco más que hola, adiós, buenos días, gracias, por favor, señor, agua, comida, aceitunas, pan, hotel, pinchos, montañas, subidas o bicicleta.
¿Y cómo sé yo ahora cuál es mi autobús?

-¿Ramsis Street? -preguto en el interior de un vehículo donde varios pasajeros aguardan al conductor.
-Es aquel -responde un muchacho en inglés.

Voy hacia allí, y como no hay nadie, cargo la bici y tomo asiento.
La, la”, sacude la cabeza quien debe ser el conductor. Debo tomar un autocar de los grandes, me parece entender, esos que están allí atrás, los que tienen aire acondicionado, que no cuestan veinticinco piastras sino dos libras egipcias.
Un billete, pido. “La; itnin”. Vale, pues dos: uno para mí y el otro para la bici.
El chófer cierra las puertas e inicia una desenfrenada carrera por una autovía periférica, circulando con las luces apagadas y sin respetar el ancho del carril, esquivando taxis y carros que circulan en dirección prohibida y abriendo las puertas sobre la marcha para saludar a un amigo.
Desde luego que si quería diversión, esto es más divertido que Tünez. Estos egipcios están locos.
Entramos en la ciudad, y a pesar de lo intempestivo de la hora, las calles están atestadas de gente, en especial el sitio donde nos hemos detenido, una plaza junto a una estación de tren en la que confluyen varios viaductos, todo ello ocupado por centenares de personas, decenas de furgonetas taxi y una especie de mercadillo nocturno.

-Hemos llegado -anuncia el conductor.
-¡Qué! ¿Aquí tengo que bajarme yo? -rujo yo, estupefacto, apabullado, sintiendo que me echan a los leones.

Y sin tiempo a reaccionar, me encuentro abandonado por el autobusero y su vehículo, que se pierden entre el tráfico. Sólo uno de los pasajeros permanece a mi lado, un voluntarioso hombre con unas lentes del grosor de culos de botella que se ofrece a acompañarme.
Pero también él va un poco perdido. Pide ayuda y, tras preguntar aquí y allá, un señor con un móvil Nokia de última generación nos orienta. “¡Salam!”, saluda animoso al recibir una llamada, y cuando me dispongo a partir a la aventura, interrumpe la conversación: “¿Seguro que ha comprendido? Muy bien. ¿Cuántos días se va a quedar aquí? Estupendo. Este es mi número de teléfono. Llámeme si necesita algún servicio”.
Subo por el viaducto que me ha indicado, sigo una calle paralela a la vía del tren y a los dos kilómetros me veo perdido en la oscuridad y entre edificios ruinosos. “Te has pasado de largo”, me advierte un chico, que, para acabar de confundirme, me informa de que muchas calles tienen dos nombres, uno en un sentido, otro en el contrario. Y digo yo: ¿no podrían hacerlo más complicado?
Retrocedo, pregunto en un restaurante por el Hotel Ciao y no lo conocen. La tarjeta aclara dudas: “Ah... Funduk Giao”. Sí, está en la calle de atrás, me dicen. Y yo para allí, pero como no lo veo, antes de perderme de nuevo entre una multitud de carteles incomprensibles, regreso al local en demanda de ayuda y un hombre me conduce a pie hasta mi destino.
Entro en la recepción del hotel con una sensación de triunfo parecida a la que debían experimentar los emperadores al regresar a Roma después de conquistar las Galias. Por supuesto, ya me esperaban, y por supuesto también, el recepcionista habla inglés, que por algo Egipto fue colonia británica. “Yes, sir”.
Sir. Ese soy yo. Tendré que acostumbrarme a este trato los próximos días.

-¿Quiere un tour para mañana, sir? -pregunta minutos antes de que caiga, vencido, sobre mi cama. Lo que usted diga. Firmaría mi sentencia de muerte con tal de que me dejaran solo en mi habitación.



Hotel Ciao

EL CAIRO
El Hotel Ciao tiene ascensorista, personal numeroso que siempre saluda –“good morning, sir”- y suelos que relucen que es un primor. Todo muy british, incluso el café del desayuno, que se limita a una taza con agua caliente y un sobrecito de Nescafé.
Desde la cafetería, sita en la duodécima planta, la visión de la megaciudad intimida. Las lucecitas de anoche se han apagado, y en su lugar ha aparecido una masa desordenada de edificios superpuestos unos encima de los otros, como queriendo arañar espacio urbano donde no lo hay, con las azoteas llenas de infraviviendas, trasteros, antenas y carteles publicitarios. Fachadas y tejados están cubiertos de una gruesa capa de polvo aterciopelado que lima aristas y tiñe el paisaje de un horripilante color marrón claro.
De las calles llega el incesante concierto del caos que interpretan los miles de conductores que hacen sonar sus frenéticos claxons con la intención de abrirse paso en esta selva urbana.
Estoy ansioso por bajar. Me excita la idea de enfrentarme a El Cairo a solas. ¿No pude anoche llegar hasta aquí? Pues pienso visitar las pirámides sin apuntarme a un tour organizado, claro que sí. Ese es mi reto, mi único propósito en la ciudad, porque, para mi desgracia, sólo puedo dedicar un día a la capital egipcia. De modo que me escabullo del recepcionista, que, rápido de reflejos, me ofrece paquetes turísticos o el coche del hotel, y antes de que me venda algo, ya estoy en la calle.
El Cairo es Masr, nombre mítico que tanto sirve para designar a la ciudad como, por extensión, al conjunto del país. Sus orígenes son mucho más recientes de lo que las pirámides suelen dar pie a suponer. Nunca fue una capital faraónica. Se fundó en el siglo X, en tiempos de los fatimidas, una dinastía que dominó el norte de Africa. Su desarrollo se debió al Nilo, pero también a su proximidad al delta y a la ruta caravanera que se dirigía a Arabia a través del mar Rojo y del desierto del Sinaí.
La ciudad se convirtió en uno de los principales mercados de Oriente. Aquí arribaban mercaderías procedentes de China, de India, del centro de Africa y de Europa, y aquí florecía el conocimiento, que tuvo en la universidad de Al Azhar a uno de sus máximos exponentes.
Hasta el siglo XX, fue el punto de salida de una de las principales caravanas que se dirigían a la Meca. La peregrinación de 1806 contó con, por lo menos, un intruso. Tres años después del inicio de su viaje en Tánger, Alí Bey partió de los alrededores de El Cairo embarcado en una expedición de cinco mil camellos: “Se dio la señal de partida y enseguida aparecieron de todos los puntos del horizonte largas hileras de camellos, saliendo de sus campamentos respectivos para reunirse al gran grupo, que no tardó en ponerse en marcha, dirigiéndose hacia el este por en medio del desierto”.
Le acompañaban “gente de todas las naciones musulmanas que iban a hacer la peregrinación”. El lujo de sus compañeros de viaje era tanto, que el europeo lamentaba disponer sólo de catorce sirvientes y de dos caballos, de lo que se deduce que un caballo era bastante más caro que una persona.
Más cauto, Jan Potocki se había conformado, dieciocho años antes, con ver la partida de la comitiva a escondidas: “A pesar del cuidado que pusimos en mantenernos ocultos detrás de una especie de sobradillos, nuestros turbantes a la drusa y nuestro aire extranjero no dejaron de atraer la atención de algunos jóvenes mamelucos, que, desde un tejado vecino nos estuvieron lanzando naranjas verdes y piedras (...). Algunos jinetes se divirtieron dirigiendo algunas flechas sobre nuestras ventanas”.
Hace ya mucho tiempo de todo ello. Los egipcios han sustituido el camello por el autobús. Y este es el medio de transporte que busco para que me lleve a las pirámides.
“Tiene que ir a la plaza Midan Abdel Moniem Raid”, me dice en un suspiro un muchacho. Ha dicho la plaza Midan Ab... “El metro mejor que no lo coja a esta hora porque va muy lleno” y, en cuanto al autobús, soy yo quien renuncia. Estamos justo al lado de la parada, a la que llega una sucesión de vehículos con las puertas abiertas que descargan inauditos contingentes humanos. Una decena de policías, asidos de las manos formando un cordón, se las ven y se las desean para contener a la multitud que, saltando vallas y esquivando uniformes, trata de cruzar una amplia avenida con semáforos fuera de servicio sin importarles la avalancha de tráfico rodado que se les viene encima.
“¿Quiere ir a pie? Pues siga recto hasta una gran plaza”, me dirige el chico.
Tras media hora de paseo por una acera llena de socavones, llego a la plaza en cuestión, de nuevo rodeado por un caos de viaductos y atascos. Hay varias paradas de autobús, y en un puesto de información, para que no me pierda, un previsor empleado escribe en un papel mi destino y el autobús que tengo que tomar.
No muy seguro de estar en el sitio indicado, me sitúo en una esquina, junto a otras personas que esperan. Los autobuses no se detienen y en poco rato soy testigo de escenas inverosímiles, como la que protagoniza una mujer, dispuesta a inmolarse, que se sitúa en medio de la trayectoria de un vehículo, brazos en alto, para obligar al conductor a parar. O qué decir de los milagros que suceden en la plaza Midan Abdel Moniem Raid, donde las ancianas practican los cien metros lisos y los cojos parten a la carrera, como si el bastón fuera una tercera pierna, hasta que alcanzan la puerta del autobús y una mano salvadora los abalanza hacia el interior.
Añádase a esta imagen conductores que salen de un atasco marcha atrás, presuntas suicidas que, con un niño en brazos, cruzan un paso elevado de cuatro carriles donde se circula a alta velocidad, ejecutivos que se ponen a andar entre los coches con la vista perdida mientras hablan por un móvil o la machacona sinfonía de centenares de claxons sonando a la vez, y se obtendrá un cuadro aproximado de lo que es un día cualquiera en El Cairo.
“¡El 357, su autobús!”, vocifera un hombre a mis espaldas. “¡Es éste!”. Tardo unos segundos en reaccionar, y entre que localizo dónde están los números, que compruebo que el tres es un tres y el cinco un cinco, antes de llegar al siete acabo de perder el autobús.
Memorizo los números que tengo que recordar y, veinte minutos más tarde, tampoco soy lo bastante rápido.
Se acabó. Al siguiente autobús que llegue con tres dígitos, lo paro, aunque me tenga que arrodillar sobre la calzada. Y sí: a la tercera va la vencida. A las pirámides.
Pasamos junto al ancho Nilo, en cuyas aguas reposan faluchos y cruceros, y en cuyos márgenes crecen, por un igual, jardines de inmensos árboles, mezquitas y restaurantes con bonitas terrazas.
Soy el único pasajero que se percata de que atravesamos el río. El resto, incluidas las muchachas de ojos claros que viajan dos asientos más adelante, han echado las cortinas.
“¡Sir! Hemos llegado”, me advierte una hora más tarde el conductor. Bajo y me incorporo al seguido de gente que camina cuesta arriba y a los pocos metros me veo arrastrado a unas cuadras donde quieren venderme una excursión en camello, a caballo o en carro.

-¡Quita! ¡Que no! Que quiero ver las pirámides por mí cuenta –le digo al chiquillo.
-Se cansará, sir.

-Pues me cansaré.

Ya en las taquillas, apoyo mis posaderas en un muro para contemplar las imponentes moles que emergen de las arenas de Gizé. No diré que Keops, Kefrén y Micerinos, con sus cerca de cinco mil años de antigüedad, no sean impresionantes, porque lo son. Pero menos. Esta noche escribiré a mis amigos: “Las imaginaba más grandes”. ¿Que querré decir con eso? Pues que cada vez que me encuentro ante uno de los tótems turísticos universales, cierto aire de indiferencia se apodera de mí. Me pasó cuando visité por primera vez la torre Eiffel, la muralla china o el Vaticano. Son imágenes tan vistas en cine, libros o televisión, que el día que las contemplas en directo, la imagen real apenas modifica la que llevas grabada en la memoria.
Claro que una cosa es ver y otra distinta tocar, sentir. Así que para adentro. Pero ¿con o sin guía? Un hombre vestido con galabiya, la tradicional túnica sin cuello, me ofrece sus servicios. Muestra un carnet de guía, parece que habla un inglés correcto y dice que hace cuarenta años que trabaja aquí. Me convence: me vendrá bien alguien que conozca un lugar con tanta historia. Y con esa idea entramos.
Pero enseguida llegan las complicaciones. Comienza por que le dé mi entrada, a lo que me niego, y a la tercera explicación ya compruebo lo limitados que son tanto su inglés como sus conocimientos. “Esta pirámide se construyó con alabastro de Asuán, que tardaron diez años en traer hasta aquí y diez años en cubrir toda su superficie. A esa otra no iremos porque está demasiado lejos. ¿Quiere que alquilemos un caballo?”.
Me detengo en seco, intento despedir a mi guía previa indemnización de quince libras y, enzarzados en una discusión, se nos acercan dos policías a camello. Intentan apaciguarme, me prometen que el señor es un “number one” y a cambio, al marcharse, reciben una gratificación.
Si yo sudo, el guía parece un surtidor. Ahora quiere enseñarme un cementerio en el que están enterrados los trabajadores que murieron en la construcción de las pirámides, y junto al cual el hombre hace un pis.

-Sígame: le enseñaré el museo de los papiros. ¿Sabe qué es un papiro?

Le sigo de una mala leche impresionante. No sé cómo sacármelo de encima. Me siento atado por el acuerdo al que hemos llegado.
Pero al salir del recinto y ver que me lleva a una tienda, estallo en cólera y me niego a continuar. Y entonces es él quien dice basta, que le pague y que se va. Seguramente teme perder la exagerada cantidad de dinero que hemos pactado a base de repartir propinas a diestro y siniestro, porque en una hora lleva tres.
Resuelvo darle cincuenta libras en lugar de las setenta prometidas, que es lo que me ha costado la pasada noche o lo que cuestan dos excursiones a caballo. Y aun se marcha protestando.
Por fin solo, visito el templo de Gizé, fotografío la esfinge, paso por la inmensa sombra de Kefrén y me siento en uno de los peldaños inferiores de Keops.
Quedan lejos los tiempos en los que se permitía escalar los ciento cuarenta metros de la pirámide, y, con la ayuda de un cincel, uno podía grabar su nombre sobre las piedras milenarias.
Por cinco insignificantes minutos me quedo sin visitar el interior de la mayor de las pirámides. Pero casi me apetece más quedarme contemplando las monerías que hacen ante la cámara unos chavales japoneses teñidos de rubio.
Por el recinto deambulan rusos, checos, alemanes, portugueses, españoles, franceses, italianos, chinos o coreanos, deseosos, todos, de conocer una de las llamadas cinco maravillas del mundo. Escasean los anglosajones, en cambio, en este año de la invasión de Iraq. Y tampoco hay muchos árabes. Hasta hace poco, los egipcios rechazaban su pasado faraónico, e incluso hubo un intento, cinco siglos atrás, de demoler las pirámides. Pero Potocki tenia razón: su masa es indestructible. Todo cuanto consiguieron fue dañar la superficie de Micerinos.
Hoy, los egipcios aceptan que sus orígenes son diversos, no sólo árabes. Y bien que les va. Los cinco millones de personas que les visitan cada año aportan a las arcas del país una cuarta parte de sus recursos económicos.
Gizé ha ejercido una poderosa atracción sobre los occidentales. Hace más de dos mil años, las colosales construcciones ya eran visitadas por los romanos y, durante la Edad Media, por numerosos viajeros que desembarcaban en Alejandría camino de Tierra Santa.
En el siglo XVIII aparecen los primeros turistas tal como hoy los conocemos. Eran gentes intrépidas y de recursos que se movían más por el ansia de conocer que por motivos religiosos o circunstanciales. Jan Potocki fue uno de ellos. En 1784 visitó Turquía y Egipto, y años más tarde publicó las cartas que fue mandando a su madre.
Libros como el suyo popularizaron Egipto y Tierra Santa en Europa y, menos de un siglo más tarde, apareció una persona dispuesta a organizar viajes al Nilo y a Gizé.
El hombre en cuestión se llamaba Thomas Cook. Era un antiguo sacerdote bautista que, a mediados del siglo XIX, pretendió arrancar a los ingleses de las tabernas a base de educación. Su idea era sencilla. El ferrocarril era un medio de transporte reciente y permitía algo tan inusual en la época como llevar a centenares de personas al mismo tiempo de una ciudad a otra. El 5 de julio de 1841, organizó un viaje de Leicester a Loughborough y el experimento fue un éxito. Quinientas personas pagaron un chelín por un desplazamiento que cubría la muy considerable distancia de doce millas.
Cook acababa de dar con un filón. En los años siguientes, trazó nuevas rutas, y en 1851 consiguió llevar a ciento cincuenta mil hombres y mujeres a Londres. El inglés preparaba los viajes de forma exhaustiva, editaba publicaciones sobre los lugares a visitar y negociaba con propietarios de hoteles y compañías ferroviarias las tarifas más económicas. Sus clientes no eran la aristocracia ni la alta burguesía, sino las cada vez más numerosas clases medias.
Pero este pionero de los agentes de turismo no se conformaba con su país. Quería ir más allá. En 1855 preparó su primer tour fuera de las islas, un periplo con escalas en Bruselas, Colonia, el Rhin, Heidelberg, Baden Baden, Estrasburgo y París, y en 1863 descubrió a un reducido número de británicos las bondades de Suiza y de la recién nacida Italia.
En 1869 vio triunfar su plan más ambicioso. Thomas Cook se llevó a treinta y dos turistas de postín a la inauguración del canal de Suez. Su proyecto iba bastante más allá de ir y volver a Egipto. La propaganda lo anunció con el lema “A Egipto vía China”. Se trataba nada menos que de atravesar el Atlántico, cruzar el nuevo continente, desde Nueva York a San Francisco, en tren, visitar Japón, China, Singapur, Ceilán e India, y, una vez en Bombay, embarcarse de nuevo hasta el Mar Rojo y Egipto.
Su vuelta al mundo fue un éxito, que se repitió en años sucesivos, y Thomas Cook y su hijo John se hicieron dueños del turismo por el Nilo. Durante varias décadas, sus vapores fueron los únicos autorizados a surcar el río, y Luxor y Assuán, dos ciudades que permanecían casi inalteradas durante siglos, se transformaron con la llegada de los primeros cientos y más tarde miles de europeos.
Es posible imaginar el impacto que supuso la llegada de hombres con bombachos y prismáticos al cuello, de mujeres tocadas con emplumadas pamelas. La súbita irrupción, en sociedades aisladas, de visitantes llegados de tierras lejanas que no venían a comerciar, buscar trabajo o peregrinar sino simplemente a curiosear era un fenómeno nuevo. Ya nada sería igual, a partir de entonces. El turismo de masas acababa de nacer.
“Desde hace unos años viene menos gente a causa de los conflictos de Israel e Iraq, pero ya se está recuperando”. Quien habla es un guía de grupos alemanes a quien he conocido en el autobús que me devuelve a El Cairo. El joven me pregunta por las mezquitas que hay en España y por las palabras españolas que vienen del árabe, y, sin que me dé tiempo de contarle mucho, llegamos al centro.
En la calle reina el mismo bullicio que esta mañana. Riadas humanas recorren amplias avenidas junto a las que se levantan edificios de principios de siglo que serían bonitos sin la capa de polvo y contaminación que los cubre. “La culpa es del viento de primavera, el khamsin, que sopla de Arabia, arrastrando arena del desierto –me ha contado el chico del autobús-. Es muy desagradable, porque oculta el sol. El aire se hace irrespirable y obliga a a cubrirse la cara”.
La diversidad de rostros que me envuelve es sorprendente, casi una lección de etnias del mundo. Hay pieles y ojos de todos los colores, narices de las formas más diversas. Se ven mujeres jóvenes que pasean junto a sus maridos cubiertas de negro, incluso las manos, y otras que, en las terrazas, hacen mimos a su novio.
Sí; esta ciudad me gusta. Con razón Terenci se enamoró de ella. En las pocas horas que llevo aquí ya la siento un poco mía. Siempre hay algún individuo que intenta llevarte a su perfumería para venderte alguna de las fragancias que elabora de forma artesanal. Pero cuando te percatas de la encerrona comercial que te preparan, es fácil escabullirte. Tiendes la mano, el hombre no tiene más remedio que estrechártela y, como ya te has despedido, te deja marchar con una sonrisa.
En un pasaje encuentro un café de lo más vistoso, con las paredes y el techo repleto de pinturas en relieve de colores, ornamentación geométrica y floral. Luego me enteraré de que es el café Al Shamas Gedida, famoso tanto por su antigüedad como por la avaricia de sus camareros.
Pero es un sitio tranquilo, sin el agobiante ruido del tráfico, donde sólo se oyen conversaciones y una música repetitiva que parece no tener fin. Una pareja de ancianos juega al ajedrez y varios hombres fuman la pipa de agua, que aquí llaman chicha, mientras dos limpiabotas corretean sin cesar entre las mesas, cargados con zapatos o haciendo sonar unos cartones, con un repiqueteo nervioso, para advertir a la posible clientela de que vuelven a estar disponibles.
“Salaaaaam...”, me sobresalta una voz de ultratumba. Una especie de eremita con barba y túnica ha dejado sobre mi mesa un papelito que parece contener un texto del Corán. Luego viene a recoger su propina o baksish, y con él, un niño que, tras probar mi Pepsi, se lleva la botella entera.
Ceno en el interior de un local pequeño y atiborrado. Hubiese preferido una mesa fuera, pero en los países árabes las necesidades del estómago se satisfacen en espacios cerrados, aunque sea algo tan insignificante como comerse un helado o un dulce.
Y luego me agencio una silla en una terraza, para disfrutar del espectáculo de la gente, el mejor que he encontrado en El Cairo, para ver cómo los vendedores ambulantes pasean sus baratijas. Uno que lleva turbante muestra una tela llena de relojes de pared y de pulsera a dos hombres que estudian la mercancía a conciencia. Otros venden teléfonos, termómetros, linternas y transistores; cintas de cassete y de video; collares de todos los colores; pañuelos de papel; calcetines; espantasuegras o pizarras de plástico.
Los vendedores gritan, también gritan los camareros al personal de barra para que atienda de una vez los pedidos, grita el niño que juega al fútbol y gritan los clientes que llenan la terraza. Todo el mundo grita, y me gusta. Aquí todo el mundo es informal. No hay esa rigidez de otros países árabes. Aquí me siento libre. Ya no hace falta que mida cada palabra que pronuncio y cada gesto que hago. Puedo estirar piernas y brazos, bostezar cuando me apetezca o mostrar mi enfado sin temor a molestar a nadie. Y algo también importante: aquí la gente no se refugia en casa a partir de las nueve.
Sí; creo que Egipto me va a gustar.



Por el delta del Nilo

CAIRO-TANTA, 110 km. (bici)
¿Cómo se mide la importancia de un río, por su caudal, por la extensión que recorre desde su nacimiento hasta que desemboca en el mar o por la influencia, pasada y presente, sobre el territorio que baña?
El Nilo no es el curso fluvial más caudaloso de la Tierra, pero sí el más largo y uno de los que ha influido en la vida de más personas. De setenta millones de habitantes que tiene Egipto, el noventa y cinco por ciento vive concentrado en la estrecha franja verde que florece a lo largo del río y en el delta. Sin este oasis fértil, que emerge de forma milagrosa entre las arenas, el país sería un desierto parecido a Libia, su vecino occidental, que con casi el doble de superficie tiene sólo una treceava parte de su población.
Por este histórico curso de agua rodaré yo los próximos días. El problema es cómo salir de El Cairo y no morir en el intento. Unos porque son auténticos suicidas, otros porque parecen inconscientes, el caso es que peatones y automovilistas se mueven siempre al borde del abismo.
Siempre he pensado que, a la hora de viajar, donde fueres, haz lo que vieres. La cosa es clara. Si dieciocho millones de personas se comportan de la misma forma, no intentes convencerles de que están equivocados: imítales. Olvida todo cuanto te han enseñado y acepta que existen otras formas de actuar, pese a que -¡glups!- parezcan demenciales.
La razón y los sentimientos a menudo van por caminos opuestos, y lo que ahora mismo siento es... ¡auténtico pavor! Porque, ¿quién es el guapo que se mete en uno de esos fenomenales atascos, con coches que dan marcha atrás, portezuelas que se abren, mareas humanas que invaden la calzada y carros que te salen al paso en el momento más inoportuno?
“Yo”, susurró de forma tímida una voz inconsciente.
El recepcionista del hotel me indica la dirección que tengo que tomar, pero a los cuatro kilómetros descubro que me ha mandado por una autopista, llena de cruces y de carteles que no entiendo.
Doy media vuelta, esquivo un rebaño urbano de cabras y me dirijo al centro. Mi primer plan era el bueno. Es tan fácil como encontrar el Nilo y callejear siguiendo su curso. En media hora, y de forma mucho más fácil de lo que preveía, he dejado atrás el caos.
En cambio, sudo tinta para superar un tramo de autopista infernal que atraviesa los interminables suburbios cairotas. Los arcenes están llenos de personas que aguardan la llegada de un taxi o de un autobús, que, sin salirse del carril de circulación, frenan delante mío y me obligan a realizar maniobras inverosímiles. El súmmum de los despropósitos se produce cuando se detiene una furgoneta bloqueando el carril por el que circulo, llega una segunda e inutiliza el segundo, luego viene un autocar que, en lugar de detenerse más adelante, invade el tercero, momento que aprovecha un centenar de personas que esperaban para cruzar la autopista, obstruyendo de forma completa y detinitiva el paso.
A las puertas del delta, soy yo quin se detiene, a estudiar el mapa. No hay quien se aclare. La densidad de carreteras, pueblos y ciudades es tal que me cuesta saber hacia dónde tengo que ir. Yo diría que la próxima ciudad es Qanatir el Qahiriya... Recto, recto, señala un hombre que lleva una especie de divertida barretina catalana de color marrón.
En Qanatir el Qahiriya se separan los dos brazos del Nilo, el que desemboca en Roseta, al oeste, y el que pasa por Damieta. El río llega con fuerza a la ciudad. Hay diques de contención e innumerables compuertas para repartir el caudal hacia uno u otro lado y, tras ellos, dos puentes, el de la carretera y otro antiguo, reservado a ciclistas y viandantes. Al otro lado hay un remanso de paz lleno de jóvenes que pasean por jardines sombreados por altos árboles de ribera, mansiones centenarias y tenderetes donde se alquilan motos, bicicletas, caballos y patinetes.
Tras dar tumbos por aquí y allí, de equivocarme y volver al mismo sitio, donde un motorista novato ha atropellado a un señor, doy con la carretera que va hacia el norte.
Ya estoy en el delta, territorio agrícola y con una altísima densidad de población. Me alejo del brazo derecho del río, pero los canales y las acequias me acompañan. Los más anchos se cruzan con barcas que permanecen atadas a un cable que va de una a otra orilla; otros, por improvisados puentes hechos con tablones de madera.
Ni un palmo de terreno está desaprovechado. En cualquier rincón hay una casa, un huerto o viveros de plantas que casi invaden la carretera. El ruido de los motores que bombean agua es incesante.
Las casas tradicionales son de planta baja y un piso, con un gran fajo de heno en el techo, sin duda una costumbre heredada de los tiempos en los que aún no existía la presa de Asuán y todas estas tierras quedaban anegadas, durante el verano, por la siempre necesaria y a menudo dramática inundación.
Las paredes están pintadas en colores ocres o en tonos pastel. En muchas de ellas el dueño ha dibujado, junto a la puerta, un ojo para ahuyentar los malos espíritus. Los inquilinos que han peregrinado a la Meca han pintado el templo donde se guarda la Kaaba, la piedra negra caída del cielo, y los medios de transporte que utilizaron para llegar a Arabia, un barco, un autobús o un avión. Para el señor de la casa es un gran honor haber cumplido con una de las obligaciones sagradas de todo buen musulmán. Es por ello que, cuando vuelve, sus vecinos sabrán que ha hecho el gran viaje y por ello merecerá todo su respeto.
Lo que no acabo de entender es lo del teléfono que aparece en algunas fachadas. A lo mejor es para recordar la emoción que embargaba al peregrino el día que llamó a los suyos para contar que la haj había concluído felizmente.
Entre los campos aparecen otras edificaciones singulares, con forma de obús o de supositorio, llenas de agujeros y atravesadas por palos. Son palomares.
Hago un alto en un pueblo sin nombre. En una calle se ha formado un fenomenal atasco a través del cual pugnan por abrise paso adultos, mujeres veladas que cargan grandes fardos en la cabeza, oleadas de estudiantes uniformados, calesas negras arrastradas por caballos, carros de colores que recuerdan una barbaridad a los de Sicilia y camiones. Sólo los tres búfalos –ni uno menos- que transporta una furgoneta permanecen ajenos al alboroto de cláxones y gritos en el que están metidos.
Cuando, de pronto, se oye una explosión -¡pam!- y unas mujeres gritan -¡ah!- temiendo lo peor. Pero no ha sido nada; sólo el neumático desgastado de un camión, que ha estallado de forma escandalosa entre la muchedumbre.
La carretera sigue luego, igual de llana, hacia el norte, entre bandas de árboles que apenas alivian un calor intenso. El asfalto está grasiento, imagino que por el constante trajín de personas, animales y vehículos que se han saltado la revisión de los ochocientos mil kilómetros.
En el pueblo de El Bagur parece que están de campaña electoral. De puentes, farolas y árboles cuelgan retratos de candidatos, algunos de ellos en compañía del presidente del país, Hosni Mubarak. Si el ciclista tuviera derecho a voto, elegiría a un representante de la oposición. En la calle que atraviesa el núcleo están levantando un infame viaducto que, cuando esté terminado, partirá el casco urbano por la mitad.

-¿Qué le pongo? -pregunta el camarero que atiende el pequeño local de Shibin el Kom donde paro a comer.
-Pues no sé. Póngame ¡cocococ! -que es mi forma de pedir pollo.

El chico dice algo que no entiendo y ya la tenemos liada.
Por suerte, Ahmed, que ha contemplado la escena desde una mesa próxima, acude en mi auxilio. Tiene 26 años, es profesor de inglés y seguidor de la Real Sociedad. Pide permiso para sentarse en mi mesa, pero casi no tenemos tiempo para hablar, puesto que devora un plato de arroz y un yogurt en un suspiro y se esfuma. El sueldo de maestro es bajo, se ha excusado, ciento cuarenta libras, de modo que completa sus ingresos dando clases particulares.
A las cuatro de la tarde llego a Tanta, capital algodonera del centro del delta y que aspira a ver reconocida como capital de provincia. La ciudad carece de restos arqueológicos, y, sin embargo, cuarenta millones de personas la visitan cada año. En Tanta está enterrado Saiyid Ahmed el-Bedawi, un santo sufí nacido en Fez en el siglo XIII cuyo nombre se invoca para ahuyentar a las calamidades. La población local ha tenido que recurrir a él con frecuencia en el pasado, fuera para implorar el fin de la sequía, de las plagas o de las inundaciones.
En Tanta tienen lugar tres celebraciones para honrar el nombre de el-Bedawi, la última de las cuales finalizó hace pocos días. Cada mes de octubre, después de la cosecha, la población de la ciudad pasa de trescientos mil a más de tres millones de personas, la mayor parte de los cuales se instalan en grandes campamentos en las afueras. Es el festival más importante de Egipto, y, como las romerías andaluzas, tiene tanto de fiesta popular como de devoción religiosa. Durante ocho días, los músicos, las compañías de teatro y los artistas de circo toman las calles, los que quieren dormir viven al borde del ataque de nervios mientras que niños y carteristas, cada uno a su manera, lo pasan en grande.
Y aquí estoy yo, enfrente de la gran mezquita el-Bedawi, hecha al estilo otomano, con dos minaretes, blanca como la nieve, imponente. La he visto cuando me acercaba a Tanta, sobresaliendo muy por encima del resto de edificios. Y ahora que la tengo delante, iluminada por los últimos rayos de sol, impresiona.
Encuentro habitación en el muy apañadito Green House Hotel. Desde la ventana de mi cuarto contemplo cómo el atardecer cae sobre Tanta mientras una capa de humo procedente de los campos cubre la parte alta de las casas.
Cuando regreso a la calle, la noche ya se ha apoderado de ella, de modo que me pierdo por vías estrechas y sin asfaltar tomadas al asalto por multitudes humanas. Las concentraciones de tenderetes, a las que el gobierno llama “mercados parásitos”, lo invaden todo, y lo mismo hacen carros de tracción animal e incluso un tráiler, que, de forma milagrosa, alguien ha conseguido traer hasta aquí.
Tanta es famosa por su antigua industria de vidrio soplado, pero no es eso lo que veo, sino pequeñas fábricas de caramelos, tiendas donde venden farolillos de colores para el ya próximo mes del Ramadán y por lo menos una veintena de turronerías.
A base de caminar y caminar, de dar vueltas y de pasar varias veces por el mismo sitio, consigo regresar ante la mezquita, y en un café cercano, me dejo caer en una silla. Pido un té y me contagio de la parsimonia que transmiten mis vecinos de mesas, que, después de la oración de la tarde, fuman, impertérritos, sus chicha y beben sus tes sin prisa, sorbito a sorbito, ajenos al mundo.



Alejandría, mito y caos

TANTA-ALEJANDRÍA, 137 km. (bici)
Al acostarme, oí el zumbido agudo de mosquitos y me puse el repelente que compré en Túnez. Pero al cabo de un par de horas, de nuevo se abalanzó sobre mí el odioso fiiiiiii, fiiiiiiii, fiiiiiii que te taladra el cerebro más que las picaduras la piel. Me tapé con el cojín, intenté aislarme, pensar en cosas agradables para conseguir conciliar el sueño, pero no había nada que hacer. Cansado, llamé a recepción y al momento apareció mi salvador, armado con un enorme bote de insecticida. Roció techo, paredes, cama y el suelo y los malditos insectos se fueron, ellos también, a dormir.
Entre una cosa y otra, sólo he dormido cuatro horas.
Quien sigue en sus dulces sueños es el camarero de la cafetería, sentado en una silla ante un televisor encendido, con la cabeza apoyada sobre la mesa. Me sabe mal, pero debo despertarle. Y si reacciona mal? Todavía no tengo una idea formada de cómo es la gente del país. La imagen que tengo de ella está cargada de tópicos y condicionada por películas en las que el egipcio era siempre el callado y obediente servidor de arrogantes ingleses con guerreras de color caqui. En la ficción, vestían túnica y el color de su piel era más oscuro que el real, seguramente a causa del betún. El colonizado soportaba humillaciones y maltratos, cuando se producían revueltas contra los imperialistas daba la espalda a los suyos y se mantenía fiel a sus señores. Hasta que llegaba el día en que, cansado de tanta tiranía, acuchillaba al sir al que servía de forma traicionera, a sangre fría y por la espalda.
Por suerte, mi camarero se lo toma a bien: me sirve el desayuno e incluso me pide sellos de España.
A las siete y media abandono la ciudad dormida. Hoy es viernes, día festivo en Egipto, tanto para los musulmanes como para los también numerosos cristianos. Son varios millones, cuatro según el gobierno, siete según ellos mismos. Pertenecen a la iglesia copta, y llegaron al Nilo huyendo de los romanos. En la ciudad tienen un templo muy céntrico, bastante grande, con un campanario rematado por una cruz y textos en la fachada escritos en árabe y griego. Sólo entiendo una palabra de lo que dice, Tantas.
Si todo va bien, hoy llegaré a Alejandría. Una autopista conduce hasta la mítica ciudad que los árabes llaman El Iskandariya por un paisaje monótono, sin la abundante vegetación de ayer, sin pueblos interesantes, canales ni acequias. Junto a la carretera sólo se ven campos de algodón o de arroz, algunos frutales y una vía de tren por la que cada hora circula un veloz convoy pintado de rojo, blanco y negro, los colores de la bandera egipcia.
Pedaleo por una ancha línea de asfalto, esquivando las cajas de guayabas que los vendedores tienen esparcidas por el suelo. Cruzo una sola vez el brazo izquierdo del Nilo, de unos cuatrocientos metros de ancho, y ni siquiera puedo sacar una foto porque controles militares vigilan los dos extremos del puente.
Pero avanzo deprisa, casi setenta kilómetros en tres horas.
Me detengo en Damanhur, donde ya se percibe la cercania del mar. Aquí se come pescado fresco, no salado como en Tanta. Y si allí vendían turrones, el dulce del desierto, en esta pequeña ciudad encuentro ricos hojaldres.
Cansado de autopista, tomo un desvío en busca de la carretera antigua. Allí, bajo un árbol, hay un hombre.

-Disculpe, señor: ¿El Iskandariya?

Señala que tengo que volver a la autopista, y yo que no, que quiero ir por carretera, que estoy ya harto de autopista –le explico con gestos.
El hombre menea la cabeza. Yo insisto, pero él vuelve a señalar la autopista.
En apenas unos minutos, me veo rodeado por una veintena de personas aparecidas de debajo de las piedras. Mi pregunta se transmite a los que se acaban de incorporar, y todo el mundo coincide en que dé media vuelta, porque por allí no voy a ningún lado.
Hasta que un hombre entiende mi intención. Tengo que seguir recto un par de kilómetros y torcer a la izquierda. ¡Chukrán!, me despido.
A los diez minutos vuelvo a estar en el mismo berenjenal, parado en el centro de un pueblecito llamado Abu Hummus. Ante mí tengo un camino lleno de socavones en el que quizá un día hubo asfalto.
Mi presencia concita la atención de niños y de los pocos hombres que no han acudido a la llamada del almuédano. También están los dueños de un par de carros de colores y sus caballos, guarnecidos con cascabeles, y de unas preciosas calesas negras que esperan la llegada de clientes.
El veredicto es casi unánime: tengo que volver por donde he venido. Sólo alguno acepta que por aquí también puedo llegar, pero con tan poco convencimiento, que opto por retroceder.
Centenares de hombres abandonan la mezquita que hay a la salida del pueblo. Se nota que ha finalizado el sermón, porque los automovilistas que se habían detenido reanudan la marcha. Por el campo, numerosas mujeres caminan arrastrando tras de si a hijos y nietos, con unas grandes ollas de latón sobre la cabeza. Se dirigen a casa de los padres o de los suegros, para compartir día tan señalado con la familia.
A las dos de la tarde, me regalo un refrigerio en un local cubierto por telas azules con ornamentaciones florales rojas, verdes y naranjas. Cuando veo que me sirven el doble de lo que he pedido, inclusive un platazo de arroz del que podrían comer cuatro, ya veo que a la hora de la cuenta habrá problemas.
Y los hay, porque me piden veinticinco libras, el doble de lo habitual.
La discusión que sigue a la presentación de la cuenta es de lo más previsible: les pido que me detallen los números, cuando los dos chicos lo hacen les digo que me cobran el zumo de guayaba al triple del precio normal, ellos replican que en El Cairo los turistas pagan mucho más y acaban por rebajarme dos misérrimas libras.
Me siento robado, pero me molesta que esto suceda en sitios donde apenas ha llegado el turismo, descubrir lo rápido que se pegan vicios universales como la Pesca de la Cartera del Turista Desprevenido. Porque se comienza por pedir el doble y, si cuela, al siguiente se le pide el triple.
En el fondo me siento mal conmigo mismo. Viajas con el propósito de no modificar ni influir en las gentes, pero acabas descubriendo que todos tus intentos de no dejar huella son en vano.
Así son las cosas y así hay que aceptarlas. Mejor quedarse con las situaciones divertidas. Aquí van unos datos que esta mañana he podido confirmar: en un camión pequeño caben cinco búfalos colocados de través y todos mirando hacia el mismo lado, por si los pedos; en una furgoneta Chevrolet tipo pick up pueden cargarse dos de estos animales o bien cuatro terneros. En cuanto a sacos de algodón o de arroz, hay capacidad suficiente para treinta, cuarenta o cincuenta, tantos como el conductor sea capaz de sujetar con una cuerda sin peligro de perderlos por el camino. Algo que a veces sucede. Hace unas horas he visto un vehículo que había embestido el remolque que un camión había dejado olvidado en medio de la calzada.
El horizonte se llena de rascacielos, señal inequívoca de que nuestro esfuerzo va a recibir su justo premio.
Alejandría es uno de esos destinos míticos que, por si solos, justifican un viaje. En el malecón, sentado frente al mar, enciendo un excelente cigarrillo Cleopatra mientras un vientecillo de mar, suave y húmedo, impulsa a los veleros que participan en una regata en el puerto oriental. A mi espalda, las fachadas de viejos edificios cubiertos de salitre rememoran tiempos mejores enfrentados al mismo mar que en el pasado les trajo opulencia.
Alejandría: ha costado mucho llegar hasta aquí, y ahora que he llegado, estoy convencido de que no me decepcionará. Nada borrará mi felicidad de estar aquí ahora. Ya sé que el faro y la biblioteca, que guiaron a navegantes y hombres de letras, dejaron de existir hace siglos. Y casi lo celebro, porque, de lo contrario, habrían edificado entorno a ellos decorados de cartón piedra y locales de comidas rápidas. Sin atractivos de primera magnitud que ofrecer, la ciudad se nos mostrará real y auténtica, con todas las arrugas y marcas que el tiempo ha sembrado en su piel.
Queda poco de la urbe fundada por Alejandro Magno, de los palacios donde unos enamorados Cleopatra y Marco Antonio vivieron su historia de amor, del puerto en el que desembarcó Napoleón Bonaparte o de la prosperidad comercial que crearon árabes, griegos, italianos, judíos y gentes venidas de todos los confines mediterráneos.
Los primeros alejandrinos a los que conozco son la niña a la que fotografío, subida al muro de piedra que da al puerto, y a su padre. Mohamed es profesor de arte y me recomienda hoteles, sitios que debería ver, y me muestra el castillo de Qaitbey: “Allí a la izquierda, ese edificio blanco que está al final del istmo que cierra el puerto. Allí estaba el faro”.
A Mohamed le encanta su ciudad y no tiene ni una palabra positiva para El Cairo, demasiado grande, demasiado sucia. Le comento que, en una primera impresión, Alejandría me recuerda a Europa, por sus edificios, por los nombres de sus calles, escritos en inglés además de en árabe, por establecimientos como el Cafe Rialto, Chaussures Edouard o Venezia Clothes, por la cantidad de comercios griegos y por las delegaciones francesas o británicas que se conservan.
De su escéptica mirada, deduzco que le gustaría, pero que la realidad es otra.
La realidad la encuentro en el Hotel New Capri, en la séptima planta de un edificio situado en la céntrica plaza Saad Zaghloul. El chico de recepción me trata con displicencia. En un momento determinado entiendo que dice que le siga y, sin quererlo, me cuelo en la vivienda familiar. Ante mí está la madre, que me mira con curiosidad, con los ojos abiertos, de forma franca y directa, sin desviar la mirada. Pero justo en el momento en el que va a decirme algo, el hijo la interrumpe de forma brusca y la mujer se retira a una habitación.
Ya de noche, bajo a dar un paseo por el centro, y mi idea de lo que es una ciudad bulliciosa empequeñece por lo que encuentro. Las calles han sido tomadas por millares de personas que deambulan aceleradas por aceras casi impracticables y por el centro de las calzadas, por ciclistas y conductores de carros que se precipitan contra las multitudes, por automovilistas que circulan con las luces apagadas y haciendo sonar sus bocinas, invadiendo los cruces sin levantar el pie del acelerador con una confianza ciega en que la muchedumbre ya se apartará.
Parece como si los tres millones y medio de alejandrinos se hubieran puesto de acuerdo para salir de casa todos a la vez. Las tiendas están abarrotadas, incluso las más selectas, esas que venden relojes Swatch o ropa Armani. Familias enteras, con las manos ocupadas por chiquillos que se quieren escapar y por grandes bolsas, caminan a su aire, sin orden, tropezando unas con otras.
Y yo estoy agotado. Después de pedalear ciento treinta y siete kilómetros, no estoy preparado para tal histeria colectiva. Busco un sitio donde cenar, y, agobiado, acabo en un Kentucky Fried Chiken, donde, a precio de oro para los estándares egipcios, me sirven una ración mínima. Eso no parece importarle al chico que calza unas impólutas zapatillas Nike ni a la madre rubia que da de comer a sus retoños. Ellos son felices en este submundo. Pero yo no; tengo más hambre.
Devoro un shawarma en plena calle y unos dulces en una pastelería donde no parecen muy conformes con que quiera sentarme. Y al terminar vuelvo rápido al New Capri.
Desde la cama, ya con la luz apagada, la cacofonía del tráfico es todavía audible, pero cada vez más lejana.



Sabas, el viejo alejandrino

ALEJANDRÍA
¡Que sensación de familiaridad! Te levantas descansado después de haber dormido diez horas, abres la puerta del balcón y a tus pies, siete pisos más abajo, crees descubrir el lugar donde naciste.
Alejandría me recuerda infinito a Barcelona. El aire húmedo, la visión del mar, los edificios de principios del siglo XX, me recuerdan cómo era mi ciudad hace treinta años. Incluso los taxis parecen iguales. Los viejos Lada, fabricados en la Unión Soviética bajo patente Fiat, son el mismo diseño que los Seat 124 que inundaban las calles de mi infancia, y, para colmo, también están pintados de amarillo y negro. Parece que aquellos mismos coches hubieran sido importados en masa al otro extremo del Mediterráneo.
Nada más salir a la calle, trato de aclarar una duda morbosa en la oficina de turismo. Una señorita me informa de que, desde hace unos años, no existe ningún servicio marítimo regular entre Italia o Grecia y Alejandría. Suprimidos los últimos ferries se suprimieron hace tiempo, el único barco de pasajeros regular que hoy llega a este puerto procede de Chipre.
Me acaban de dar una alegría: estaba en lo cierto. La decisión de volar de Túnez a El Cairo fue la acertada. Le daría un beso a la chica si no fuera, claro, por las consecuencias que ello acarrearía y porque uno tiende a ser poco expansivo.
Salgo de la oficina más contento que unas pascuas, cuando caigo en la cuenta de que, por primera vez, he sido capaz de hablar de forma franca con una mujer cubierta. Vamos mejorando. Hasta ahora, el pañuelo me intimidaba, de parecida forma a como lo hace la sotana de un cura o el uniforme de un policía.
Lo que sigo sin solucionar es lo de las mujeres de negro. Ayer vi a tres sin un solo centímetro de piel al aire. Con la cara oculta, siendo las tres más o menos igual de altas, me preguntaba qué debe pasar en el caso en que una de ellas cometa un delito. ¿Quién puede testificar que la autora del robo fue la del medio y no una de las otras dos? ¿Y qué deben hacer cuando, al cruzar una frontera o tomar un avión, deben enseñar el pasaporte? ¿El agente se cree a ciegas que son ellas quien dice ser o acaso les pide que se levanten el velo?
Sea como fuere, el uso del pañuelo está en auge entre las jóvenes egipcias y de numerosos países musulmanes. La mayor parte lo llevan porque les gusta; otras, porque, de lo contrario, dicen no encuentran marido.
Dedico la mañana a visitas culturales y comienzo por el Museo Greco-Romano, a cuya puerta me acompaña un hombre a quien he preguntado por la calle. En su interior se guardan momias egipcias y de soldados romanos, esculturas romanas que aún conservan la pintura original, una impresionante bañera de piedra verde o un pequeño templo cristiano del siglo I. El lugar tiene cosas muy interesantes, pero pocas dada la importancia de Alejandría.

-Vaya al Museo Nacional -me recomiendan a la salida-. Allí hay mucho más.

¡Y vaya que si hay más! El recinto es moderno, y permite hacerse una idea bastante clara de la historia de la que fue considerada la perla del Mediterráneo. En la semipenumbra de sus salas, dentro de grandes urnas de cristal, las esculturas, las tallas de madera, las colecciones de monedas o las joyas, parecen cobrar vida.
En el Museo Nacional conozco cómo era Raketis, la guarnición militar que los egipcios establecieron para controlar el acceso al Nilo, el puerto comercial que los griegos construyeron siglos más tarde, las rebelión de la mayoritaria población judía contra los romanos, la forma en que se fusionaron las culturas egipcia, griega y romana, las sucesivas épocas de matanzas y permisividad que vivieron los cristianos, cruces enmarcadas por medias lunas...
Grupos de escolares recién llegados son conducidos directamente a las salas que muestran el período musulmán, donde los textos explicativos afirman que Alejandría vivió, bajo los mamelucos, su edad dorada, como si egipcios, cristianos, griegos y romanos no hubieran dejado también su huella.
Se menciona, eso sí, la decadencia en la que cayó Alejandría a finales del siglo XV, cuando los europeos descubrieron la ruta marítima por el Cabo de Buena Esperanza y las mercancías orientales dejaron de circular por el Mediterráneo. Los comerciantes se marcharon y la que había sido metrópolis se convirtió en un pueblo de siete mil habitantes. Pero el auge extraordinario que se vivió a mediados del XIX se atribuye al reinado del pachá Mehmed Alí, sin destacar la importancia capital que tuvo la inauguración del canal de Suez.
A pesar de lagunas y medias verdades, el museo está muy bien.

-¿Cuántos años tiene? -pregunto en la salida a un joven vigilante impecablemente vestido.
-Se inauguró el 4 de octubre.

Con razón es todo tan nuevo. No tiene ni un mes.
Llego tarde a la tercera visita de la mañana. La biblioteca de Alejandría, inaugurada en 2002 con dinero aportado por varios países europeos, está cerrada. Me conformo con ver la chocante modernidad del edificio desde fuera. Es una estructura inclinada, de acero, cristal y hormigón, que surge del suelo, sin forma de edificio, de ese estilo que los arquitectos llaman deconstrucción.
Sin duda será un seductor señuelo para atraer a visitantes. De paso, Alejandría rememora la biblioteca más grande de la antigüedad,  el tiempo en el que florecieron las artes, las ciencias y corrientes filosóficas. El año 47 antes de Cristo fue el principio del fin. Un incendio arrasó los setecientos mil ejemplares que se guardaban y, a partir de entonces, el faro cultural de occidente se fue apagando, hasta que, tras las invasiones árabes, sus últimos hombres de letras se trasladaron a Siria.
Junto a la universidad, centenares de estudiantes pasean sus carpetas entre vehículos de la policía antidisturbios. Como algo en un local con mesas altas y sin sillas donde un centenar de jóvenes toman un bocado. La mayoría de chicas llevan pañuelo, combinado con una túnica de tonos apagados o de alegres colores, o con pantalón y jersey. Sólo unas cuantas van a la europea, con pantalón o falda y pelo al aire, pero todas sin excepción van maquilladas de forma discreta pese a que no les hace ninguna falta. Hay auténticas Cleopatra de ojos verdes y narices respingonas, de piel tersa y brillante. Aunque ninguna supera la belleza de la adolescente del vestido amarillo que he visto a la salida del Museo Nacional.
Apuro mi vaso de Subbia, un refresco hecho a base de leche, azúcar y agua de rosas, y me voy a ver el otro faro, el de verdad, o lo que queda de él.
Subo al primer vagón del tranvía y al instante percibo que algo va mal. Miro a mi alrededor y varias cabezas me dan de forma automática la espalda. Estoy en el vagón de las mujeres. “Atrás”, señala con un leve movimiento la única señora que me observa. Me voy al segundo vagón, al de los hombres, al que sí pueden acceder, si lo desean, las mujeres.
El desplazamiento se alarga. El convoy se detiene cada pocos metros. Ahora estamos parados delante de una comisaría en la que se prepara un traslado de presos, con decenas de hombres amontonados en el interior de un vehículo con rejas.
Reanudamos la marcha y un señor que se ha subido cuando ya nos movíamos recibe una bronca fenomenal por parte de algunos pasajeros. “¿A quién se le ocurre cometer semejante temeridad con una niña en brazos? –parece que le recriminan-. ¿No se da cuenta del peligro innecesario que ha hecho correr a la pequeña?”.
El cobrador se erige en guardián y se suma a la pública reprimenda, hasta que el abroncado reacciona y se pone a gritar, muy ofendido, hasta que apaga las protestas.
“Bueno, hombre; no hay para tanto -parecen calmarle, sonrientes y en tono conciliador, los otros-. Siéntese aquí”.
El señor seguirá protestando hasta el momento de bajar mientras la niña mira a su alrededor con cara de no entender nada.
Llego al castillo de Qaitbey un cuarto de hora antes de que cierren, pero aún con tiempo de pasear por su gran patio interior, de contemplar el mar y la fachada marítima de Alejandría desde lo alto de sus murallas.
La piedra blanca con la que se construyó hace más de quinientos años, la pureza de sus líneas, dan a la fortaleza un aire irreal, de juguete infantil desmontable o de decorado cinematográfico. Pero nada iguala el recuerdo del faro de ciento treinta y cinco metros que se erguía, veintitrés siglos atrás, sobre el mismo suelo que ahora piso. Era el símbolo de la ciudad, una de las siete maravillas del mundo según una lista que –conviene señalarlo- elaboraron los propios alejandrinos. Estaba alimentado por llamas que ardían del anochecer al alba y, en noches despejadas, los marinos podían ver su resplandor a veinticinco millas náuticas de distancia, muchas horas antes de poner pie a tierra. La luz de la isla de Pharos era la salvación, la guía que evitaba que las rudimentarias embarcaciones de la época se desviasen al este y se internasen en los arenales que rodean la desembocadura del delta.
Para tan colosal construcción, de una altura equivalente a un edificio de cuarenta pisos, se utilizaron bloques de piedra de setenta toneladas que yacen todavía diez metros bajo agua, esparcidas en el fondo marino sobre una superficie de dos hectáreas.
El faro no soportó las acometidas del tiempo. Ibn Battuta lo visitó por primera vez en 1326, más de dos décadas después de que un terremoto devastase uno de sus flancos. Y, veintitrés años más tarde, cuando pasaba por Alejandría de regreso a Tánger, lo encontró “totalmente derruido” a causa de un segundo movimiento sísmico.
En 1515, la ciudad ya sólo era “la sombra de lo que fue -evoca Amin Maalouf en León el Africano-. Los habitantes todavía recuerdan los tiempos en los que centenares de navíos anclaban permanentemente en su puerto, procedentes de Flandes, de Inglaterra, de Vizcaya, de Portugal, de Puglia, de Sicilia y, sobre todo, de Venecia, de Génova, de Ragusa y de la Grecia turca. Ese año la bahía sólo estaba llena de recuerdos”.
Sin faro que les guiase, los capitanes se tenían que apañar con los escasos medios y conocimientos que tenían para embocar el complicado puerto de Alejandría, siempre a merced de inoportunas roladas del viento.
Alí Bey nos regala un impagable relato de su complicada travesía hacia Alejandría en un barco turco dirigido por un capitán siempre borracho, en medio del temporal, y con la tripulación y el pasaje en extremo debilitados a causa de mareos, vómitos y la imposibilidad de ingerir alimento. “A la una y media (del día 21 de febrero de 1806) descubrimos Alejandría enfrente de nosotros. Dos horas después nos hallábamos casi a la entrada del puerto. Las casas se veían tan inmediatas que parecían poderse tocar con la mano: cada cual saltando de alegría se iba ya vistiendo y aseando, y se disponía a desembarcar; ya se preparaban las áncoras... ¡Cuán inciertos son los destinos de los hombres! En el instante mismo de tomar la boca del puerto con el viento más favorable, un golpe de huracán furioso descarga sobre el bastimento”.
De forma imprevista, el capitán ordena poner proa al mar “y nos conduce al seno de la más horrorosa tempestad que pueda imaginarse. Creció hasta tal punto la furia de los vientos y las olas, que todos los pasajeros se dieron por perdidos a la puesta del Sol y comenzaban ya a implorar la misericordia divina con gritos lastimosos. (...) Las olas, mucho más altas que el bajel, venían a estrellarse contra él unas con otras, formando una especie de niebla espesa, que al través de la débil claridad del crespúsculo confundía la vista del cielo con la del mar; todos los objetos del mar aparecían en color gris rojizo; las velas hechas pedazos; el bastimento haciendo agua por todas partes (...). La mayor parte de los pasajeros, trémulos y desfallecidos, parecía que iban a expirar: varios marineros estaban heridos (...); el barco saltaba como una pelota entre los dos elementos que lo combatían. Tal era el horroroso cuadro que se presentaba a mi vista. El capitán se me acercó con lágrimas en los ojos y me dijo: ¿Qué haremos, Sidi Alí Bey?”, antes de retirarse a su compartimento a beber.
Alí Bey quedó en cubierta con la única compañía de dos napolitanos y un maltés, y, al mando de la nave, los cuatro hombres afrontaron los momentos más duros del temporal: “Nos hallábamos sepultados en las más densas tinieblas; olas como montañas nos cubrían (...). Los relámpagos iluminaban aquella escena de horror; pero los truenos no se oían porque el ruido de las olas, semejante al rugido de millares de leones y toros, nos ensordecía (...). Permanecí en tal estado de indiferencia a la vida o a la muerte, que aguardaba el momento fatal con la mayor calma y resignación”.
Por fortuna, a la mañana siguiente el tiempo encalmó y, tres días más tarde, el barco arribó a la isla de Chipre. Dos meses tardaría Alí Bey en dar con otro barco que le llevase a Alejandría.

El sol cae sobre el todavía hoy complicado puerto alejandrino. Las instalaciones de la facultad de Ciencias, del Acuario, del Club de Tiro y de los clubes náuticos griego y egipcio arruinan la vista de los atractivos edificios de estilo veneciano que dan al mar. Pero, qué más da. Con mito o sin él, Alejandría tiene algo que engancha.
Regreso hacia el centro a pie, deteniéndome en unas atarazanas donde se construyen embarcaciones de madera, de pesca y de recreo, contemplando a tres muchachas que fuman la chicha sentadas en una solitaria terraza sobre la arena, frente al mar, mientras hablan de sus cosas.
Oscurece y aún tengo dos cosas que hacer, esta tarde: conectarme a Internet y comprar un cuaderno. Será rápido, me digo, simples trámites.
Tardo más de una hora en dar con un cyber café. Pregunto a los viandantes y, a pesar de mi evidente aspecto de extranjero, me responden como si uno fuera, no ya del país, sino de la propia ciudad. Tengo la impresión de que me dicen: “Mira, ¿ves? sigue por Sabaa Banat hasta la tienda de flores de Mohamed, y cuando llegues allí, delante de la parada del 47, verás un cartel que pone estufas Ahmed. Pues en esa portería no; en la de al lado, encontrarás lo que buscas”.
Yo, claro, sólo entiendo la primera señal que me hacen con la mano, que significa todo recto, y cuando a los cinco minutos vuelvo a preguntar, me mandan en dirección opuesta.
Para más desconcierto, una vez resuelto el tema de Internet, no hay forma de encontrar una simple libreta. Más de dos horas estaré dando vueltas para dar con una. Hasta que, a la octava o décima papelería, cuando ya comenzaba a hacerme a la idea de escribir mis notas de las próximas cinco semanas en las tres hojas en blanco que me quedaban, la salvación. Una chica ha sacado de debajo del mostrador tres libretas con las cubiertas ilustradas con dibujos infantiles. Me he quedado con la de las motos y he salido.
No tengo ni idea de dónde estoy, y mucho menos de dónde debe estar el hotel. Ando por calles mal iluminadas tan pendiente de no tropezar y de no ser arrollado que pierdo todas las referencias y acabo en el sitio donde estaba.
Voy a preguntar. Ese joven cura de levita gris a lo mejor habla inglés. Y sí. Se llama Sabas, se presenta mientras camina a paso acelerado en mi misma dirección. Este alejandrino de ojos claros vivió dos meses en la turca Izmir, la vieja Esmirna. Pero es griego, no griego en el sentido que entendemos en Europa, que es el que enuncia nuestro pasaporte –el suyo es egipcio-, sino en el mismo en el que las minorías judia o armenia han vivido siempre en los países árabes, como colectivo minoritario que ha convivido más o menos en paz, y sin mezclarse, conservando idioma, costumbres y lazos de sangre, con la población árabe y musulmana.
Alí Bey decía que Alejandría era “un compuesto de todas las naciones”, “una moderna Babel” en la que se hablaban todas las lenguas y en la que todos los niños aprendían tres o cuatro idiomas.
Sabas es heredero de esa tradición. Explica que en el pasado llegaron a ser seiscientos mil griegos en Egipto, pero que sólo quedan cuatrocientos en Alejandría y dos mil en El Cairo. La mayoría se marcharon en los años cincuenta, tras el ascenso al poder de Násser y el auge del nacionalismo. “Ahora sólo vienen de vacaciones”, cuenta sin nostalgia. Lamenta, eso sí, que la ciudad esté mal, “igual que hace veinte años. Mira los semáforos. ¿No has visto que hay un guardia al lado de cada uno? Son manuales”.
Pero la convivencia con los musulmanes es buena. “El problema son los turcos”, asegura, el pueblo que durante siglos redució a los griegos, el que les arrebató la mitad de Chipre.
“¿Tú eres cristiano?”, me pregunta con interés antes de perderse en la multitud que invade la plaza Saad Zaghloul.
Los países árabes tienen fronteras aún más evidentes que las geográficas, por lo que empiezo a ver. Y la religiosa es la más importante de ellas.



"Se avecina otra gran guerra"

ALEJANDRÍA-EL ALAMEIN-ALEJANDRÍA, 230 km. (autobús)
El autobús avanza hacia el oeste paralelo a la costa. Tras dejar atrás Alejandría, pasamos junto a un moderno hipermercado y a una gran zona de marismas, con hombres que perchan de pie sobre estrechas canoas entre cañaverales y barcazas que se dedican al transporte de mercancías. Algunas zonas desecadas sirven de suelo industrial para humeantes fábricas. Y, entre ambas, grandes charcas de color cobrizo de las que se extrae sal.
Más allá, junto a la costa, comienza un continuo de grandes complejos turísticos, rodeados por vallas altas y con la presencia de un guardia en su acceso como única presencia humana. En estos recintos exclusivos, bautizados como Aida, Costa del Sol o Agadir Beach, veranean las clases medias de Alejandría y de El Cairo, que llegan hasta aquí por la denominada Autopista del Desierto, un acceso directo que ahorra pasar por el masificado delta.
Los complejos finalizan, y el autocar de West Delta –que no Wata Delta, como hace unas horas en la estación me parecía entender- rueda paralelo al mar por unos parajes de total desolación, con las cortinas echadas y sólo siete pasajeros a bordo.
El vehículo se detiene en medio de la nada, el conductor me señala un pequeño edificio a un kilómetro de la carretera y me bajo del autocar. Permanezco unos minutos junto a la carretera solitaria, con los ojos entrecerrados, tratando de que mi vista se adecúe a una luminosidad excesiva mientras el autobús se aleja por el horizonte. El terreno es totalmente llano, de arena blanca, sin árboles, pueblos ni gente. Hace calor y el silencio es sobrecogedor. Sólo se oye el silbido del viento, que arrastra matojos a ras de suelo y levanta una finísima arena que se posa en los ojos.
Son las diez de la mañana, y hasta las tres de la tarde no pasa el vehículo que me devolverá a la civilización. No tengo ni idea de dónde tengo que cogerlo ni de cómo lo reconoceré. Tampoco tengo otro sitio adonde ir más que el edificio que me ha indicado el chófer, de modo que me cubro la cara con un pañuelo y camino hacia allí.
Avanzo diez minutos contra viento y llego a una contundente mole de piedra, muy teutona, de planta octogonal, con torres en cada una de sus ángulos.
Estoy en El Alamein, el escenario de una de las batallas más decisivas de la Segunda Guerra Mundial. En este desierto cayó derrotado el mariscal alemán Erwin Rommel y su hasta entonces imbatible Afrikakorps, quien tras desembarcar en Libia procedente de Italia, se disponía a invadir Egipto y a hacerse con el control del canal de Suez. Pero sus tropas, integradas por más de cien mil alemanes, italianos y libios, fueron aniquiladas por el ejército aliado del general Montgomery, que disponía de casi el doble de efectivos.
Todo cuanto queda de esa batalla es un museo y siete cementerios y memoriales. Allí reposan los muertos y la memoria de miles de desaparecidos. Y es que setenta mil hombres murieron en El Alamein entre el 24 de octubre y el 4 de noviembre de 1942.
El interior del Memorial Militar Alemán es fresco y oscuro, impresionante. Junto a cada una de las paredes se levantan grandes urnas de piedra rojiza que contienen los huesos de seiscientos soldados, los pocos que pudieron ser identificados. Porque el recinto se construyó en 1958, dieciséis años después de la gran batalla.
En un ángulo hay viejos retratos de algunos soldados vestidos de uniforme. “La madre de éste, Gerhard Turschwan, vino cada año a traer flores a su hijo, hasta que ella también murió”, me cuenta el joven vigilante del recinto. A su lado cuelga una placa de Rommel, otra que recuerda a los “unserer kamaraden” y, sobre un atril, un libro de visitas en el que un nostálgico del fascismo ha escrito: “¡Descansen en paz! ¡Arriba España!”. Otros visitantes se han limitado a dejar un mensaje de esperanza: “Los hombres son hermanos en la muerte. Tienen que serlo también en vida”.
Ya en el exterior, el padre del vigilante se ofrece a llevarme al cementerio británico. Subo a su pick up con un cigarrillo entre los labios y el hombre se envuelve la cabeza de forma apresurada con el turbante, dejando sólo una fina abertura para los ojos.
-¿Le molesta que fume? -le pregunto sorprendido.
¡No, no! Puede fumar -me contesta el señor Rauf.
-Entonces, ¿quiere usted un cigarrillo?
¡No, no! Ha comenzado el Ramadán.
-¿Hoy? ¿No era mañana?
En muchos países comienza el 27 de octubre, pero en Egipto es el 26.
Ahora entiendo los petardos que oía anoche, que esta mañana en el hotel estuvieran todos durmiendo o que en el autocar nos hayan puesto un video de La Meca acompañado de música religiosa. El mes sagrado del Islam acaba de comenzar. Durante veintinueve o treinta días, los musulmanes de todo el mundo se abstendrán de comer, beber, fumar o tener relaciones sexuales desde la salida del sol hasta la puesta, leerán el Corán y darán limosna a los pobres. Con este sacrificio, los creyentes temerán a dios al tiempo que celebran la fecha en la que el libro sagrado fue revelado al profeta.
En unos minutos estamos en el cementerio británico, no menos impresionante que el memorial alemán. Desde una galería elevada se domina una hectárea sembrada con siete mil lápidas de mármol blanco y siete mil plantas que varios jardineros se afanan a regar. Aquí están enterrados cuatro mil británicos, pero también mil doscientos australianos, mil cien neozelandeses y quinientos surafricanos.
Me estremezco al pasear entre las tumbas y leer los nombres de los soldados, al ver que muchos de ellos no habían cumplido los 20 años. En cada lápida figura el arma y el cuerpo al que el difunto pertenecía, el Essex Regiment, la Royal Artillery o la Royal British Army of Sussex. “Conocido por Dios” o “Soldado de la guerra 1939-1945”, se lee donde reposan los restos de los no identificados.
La casualidad ha dispuesto que el día de mi llegada coincida con el cincuenta y un aniversario de esa carnicería. El año pasado, visitaron El Alamein políticos europeos, generales de la Commonwealth y veinte mil familiares. En el presente, sólo se esperan pequeños grupos.
Ahora llega uno. Ancianos emocionados, vestidos con gorras negras y guerreras verdes llenas de medallas, bajan de tres minibuses acompañados de sus esposas, que se protegen del sol con sombrillas. Las parejas, de caminar incierto, se apresuran hacia el rincón donde está enterrado su primo o su hermano, mientras un hombre con lágrimas en los ojos busca, perdido en este mar de lápidas, la que corresponde a su ser querido. Una vez la encuentra, deposita una cruz y un ramo de flores, saca fotos y lee una oración, tras lo cual un soldado, vestido de gala y en posición marcial, baja, lentamente y de forma ceremoniosa, la bandera que sostiene hasta acariciar el mármol.
Contemplo la escena desde la escalinata por la que se accede al campo santo. A mi lado está un galés de 63 años que visita El Alamein por vez primera. Se lo prometió a su padre, que luchó en una de las compañías de Montgomery, antes de morir.
Un hombre del grupo, algo más joven, con dos cajas llenas de flores y de cruces, pregunta por mi nacionalidad. Es el guía del grupo, que conoce el lugar de visitas anteriores. Para él, es todo un honor estar aquí: “Las cosas han cambiado mucho en Gran Bretaña –dice en tono solemne-. La gente joven de hoy desconoce lo que pasó en El Alamein, las vidas que se sacrificaron”. Anticipándome a sus palabras, preveo que va a decir que se sacrificaron para acabar con el fascismo, para defender la democracia o para salvar a Europa de los nazis, pero no: “Se sacrificaron por Gran Bretaña. Con los británicos lucharon como voluntarios australianos, neozelandeses, surafricanos...”.
-¿Como voluntarios? –pregunto incrédulo.
Todos y cada uno de ellos. Por Gran Bretaña y por el Imperio.
Mis dudas sobre el supuesto patriotismo británico de los soldados de las antípodas no han gustado al guía, que, sin levantar la voz, me ataca, punzante:
-Y España, ¿qué hizo en la Segunda Guerra Mundial?
En 1939 España salía de una guerra civil. Durante tres años la República había luchado contra Franco y ninguna potencia europea acudió en su ayuda. ¿Le parece poco?
La conversación termina aquí. El inglés de las mejillas sonrosadas calla y a mí Rauf me espera. Pero, en el momento de subirme al coche, se oyen gritos y mi guía sale a toda pastilla hacia allí.
Diez minutos más tarde está de vuelta. “No ha sido nada –me tranquiliza-; una señora inglesa, que se ha desmayado”.
Nos vamos al Museo Militar, a contemplar restos de aviones y carros de combate, las gorras de Rommel y de Montgomery, maquetas, mapas y municiones de todos los calibres, fotos de Churchill paseando con un paraguas de color blanco, diarios amarillentos. Por una de las salas deambulan un par de europeos con vestimenta pseudomilitar.
-¿Le interesa comprar insignias o cascos nazis? -me ofrece Rauf.
No, gracias. Creo que por hoy ya he tenido bastante de guerras. Me vuelvo para Alejandría.
El conductor me deja en un cruce de carreteras solitario, y tras una espera de veinte minutos, llega la furgoneta que me dejará en la ciudad.
Ya en Alejandría, a la puerta del hotel New Capri, conozco a “Anton, Antoine, Antonio; como quieras”. Nació en el sur, en el Alto Egipto, pero se siente alejandrino al cien por cien. Tiene unos sesenta años y es doctor en Economía Política.
-Y cristiano, cristiano ortodoxo –puntualiza-, pese a que estudié en el Liceo Francés y recibí formación católica. Y tú, ¿eres cristiano?
Bueno, estoy bautizado, pero no soy creyente.
Ah, mon ami! Éste es el problema de Europa.
¿Un problema? ¿Por qué?
-Disculpe, mon ami, pero los europeos son asnos, idiotas. ¿Por qué dejan venir a los musulmanes a sus países? ¿No ven que no se integrarán jamás? Traigan a bolivianos, para que no se mueran de hambre, o a rusos o a ucranios, para que no se prostituyan, ¡pero no traigan a musulmanes! Los musulmanes siempre seguirán siendo musulmanes. ¿No ha visto lo que ha pasado en Bosnia? Después de cuatrocientos años de vivir juntos, aún se matan. Hace poco se inauguró una mezquita en España, ¿verdad? Sí, porque lo leí en el periódico. ¿Usted sabe cómo lo celebraban los árabes? Y ésta es la primera, decían, porque construiremos más. Ellos tienen Andalucía aquí, clavada en el corazón, mon ami, y están convencidos de que algún día volverán a su país.
Pero hace trece siglos que los cristianos conviven con los musulmanes en Egipto. ¿Por qué en Europa no puede ser igual? -le interpelo.
-Soy egipcio, me siento egipcio, pero los cristianos somos una minoría y tenemos poco que hacer en nuestro propio país. En nuestra Constitución está escrito que el presidente tiene que ser musulmán. Y los musulmanes son fanáticos, quieren imponer su religión y están financiados por Arabia Saudí. La posibilidad de que un musulmán se convierta al cristianismo es impensable y lo contrario... Es fácil que algún cristiano esté tentado de pasarse al Islam, que quiera dejar de ser minoría, pero entonces vendrán los de su comunidad y... (y en ese momento Antonio hace un gesto explícito: lo matarán).
Entonces ustedes, los cristianos, son también unos fanáticos -concluyo.
-¡Pues claro! Soy un cristiano fanático. ¿Cómo se cree que hemos sobrevivido mil trescientos años siendo una minoría? Si un día mi hija viniera a casa preñada de un cristiano, primero la obligaría a casarse y luego la repudiaría. Pero si viniera con el hijo de un musulmán, primero mataría al niño, y después a ella. ¡Con mis propias manos! Y amigo mío, se lo dice un catedrático de universidad, una persona que lee Le Monde, que ve la BBC, que ha estado en Francia, España, Estados Unidos...
Antonio habla con excitación, y temiendo que sus vecinos le oigan referirse tanto al Islam, me lleva a la esquina justo en el momento en que unos hombres entran en el portal con cara de felicidad y cargados con grandes y humeantes ollas.
Le pregunto a Antonio si le gustaría vivir en Europa, a lo que responde de forma indirecta.
-Siempre que he estado en Francia, me he dado cuenta de que no estaría bien, porque no es mi país. Pero si estuviera dispuesto a aceptar el sacrificio, los hijos de mis hijos se adaptarían sin problemas, mientras que un musulmán se seguiría llamando Abdelkader y rezando hacia La Meca.
¿Cómo es la conviencia entre musulmanes y cristianos?
-En el Alto Egipto a veces pasan cosas. Los cristianos queman una mezquita, después los musulmanes queman una iglesia, y mueren veinte o treinta personas. Pero enseguida viene el Estado a poner paz, y para reconciliarse matan un cordero, porque tienen que seguir viviendo juntos.
Le veo muy pesimista.
-Mira, Gabriel: -dice mientras pone su mano sobre mi hombro-: yo no lo veré porque soy mayor, pero antes de treinta o cincuenta años habrá otra gran guerra, y tendrá mucho que ver con la religión. Ya lo verás. El mundo es el mundo –añade al ver que sus palabras me dejan abatido-. Pero tampoco creas que en Alejandría pasamos el día peleándonos. A diferencia de Bosnia, aquí cristianos y musulmanes vivimos mezclados. En todos los edificios vive algún cristiano, y no encontrarás a ningún cristiano que no tenga amigos musulmanes ni a un musulmán que no tenga algún amigo cristiano.
Se acerca la hora de despedirse. Llevamos ya dos horas hablando de pie en una esquina, y si yo estoy cansado, él todavía lo está más.
-Veo que los egipcios son de ideas fijas, ¿no es cierto?
¡Testa dura!, decimos en italiano en mi pueblo, ¡ja, ja, ja! Somos como los sicilianos, que también están locos. ¡Egipcios locos!, ¡ja, ja, ja! -se ríe-. Pero no olvides nunca lo que te he dicho –dice mirándome fijamente-: habrá otra guerra y los musulmanes no se integrarán.
Ha oscurecido ya, y las calles de Alejandría presentan un aspecto tenebroso. Casi todo el comercio ha cerrado y por las calles no se ve un alma, ni un coche. La quietud es total, inquietante.



Ramadán, segundo día

ALEJANDRÍA, BALTIM, 150 km. (bici)
La conversación de ayer con Antonio me dejó tocado. El mensaje que me transmitió este doctor en Economía Política no es el que esperaba encontrar en la otrora cosmopolita y, según creía, tolerante Alejandría. Presuponía que una sociedad que ha sido siempre diversa habría encontrado, después de tanto tiempo, algunas de las claves para la convivencia. Pero ese hombre docto y viajado, que se declara fan de Bush y de Isabel la Católica, me hablaba de inminentes guerras santas, de recelos, desconfianzas y matanzas. Yo me resistía a creer que ése es el devenir que nos aguarda en Europa.
Antes de iniciar el viaje creía tener algunas ideas sobre lo que es el mundo árabe, y suponía que en dos meses por el norte de Africa y Oriente Próximo éstas se reafirmarían. Vine hasta aquí con la confianza de encontrar muchos puntos en común con los países del Mediterráneo norte, y salvo algunas menudencias, hoy sólo soy capaz de ver diferencias, sociedades cerradas y mujeres con velo. Cada una de las sociedades por las que transito es tan compleja, que tengo la sensación de estar arañando sólo la superficie, de que nunca llegaré a ver qué se esconde dentro.
Sin duda llegué a Marruecos con una idea demasiado formada de cómo tenían que ir las cosas. Y los prejuicios nunca son buenos compañeros, sean éstos negativos o positivos. Me doy cuenta del error infantil que cometí al presuponer que el viaje sería así o asá.
La vida nunca es como la esperábamos. Aunque ésta es también la gracia del viaje, que no lo escribes tú, sino que tiene un guión escrito que sobre la marcha el camino te va dictando.
Y la señora de la limpieza que no deja de rechistar... El día que llegué ya me dejó claro que ella había hecho la cama y fregado el suelo: “Money”, repetía, mientras movía los dedos índice y pulgar para que le soltara la pasta. Le dije que le daría el dinero el último día. Y ahora, justo después de recoger mis cosas y dejarle unos billetes sobre la mesilla de noche, descubro que me ha deshinchado los neumáticos. La muy...
Decimos adiós a Alejandría sin la locura de tráfico de los últimos días. Se oye, eso sí, el permanente concierto de claxons que interpretan coches, furgonetas y camiones. ¡Pip, pip! ¡Mec, mec! ¡Moc, moc! En Egipto, que debe ser el país más ruidoso del mundo, lo importante no es que te vean, sino que te oigan. Los propietarios equipan sus vehículos con bocinas de una potencia inaudita. Los motos montan cláxones de coches, los coches de camión, y los camiones, aparatos ensordecedores que parecen sirenas de barco. Será por eso por lo que los conductores circulan con las luces apagadas: para no fundir sus viejas baterías.
El larguísimo paseo marítimo, paralelo a una sucesión de edificios art déco y neoclásicos, conduce a una zona de baños de principios de siglo adonde vienen a romper olas de un metro, y, quince kilómetros más allá, en Montaza, se levanta un imponente palacio de los años veinte, con profusión de ventanas, porches y galerías, torres, glorietas y escaleras. Fue la residencia de verano del rey Fuad, el mismo sitio en el que el actual presidente recibe a los altos dignatarios extranjeros que le visitan. El complejo está rodeado por casi cincuenta hectáreas de jardines que me autorizan a recorrer en bicicleta mientras decenas de jardineros hacen su trabajo.
Cerca de aquí, hacia el este, está la bahía Abú Qir, donde la flota de Napoleón fue derrotada en 1798 por el almirante Nelson, y donde, sólo un año más tarde, salió victoriosa contra los turcos que comandaba Mustafá Pacha.
Me interno en el norte del delta siguiendo una señalización deficiente, y casi siempre sólo en árabe. Durante un rato me acompañan fábricas de pesticidas, refinerías y pozos de petróleo sobre el mar, hasta que llego al lago Idku, menor de lo que señala el mapa a causa de la sobreexplotación que sufre el Nilo.
La relación de los egipcios con el río ha variado con el paso del tiempo. Antes de la construcción de Asuán, el agua era un bien caprichoso, abundante o escaso según la estación. Pero desde que la presa regula el caudal, el país ha dejado de valorar el precioso bien líquido que fluye hacia el norte desde lo más recóndito del continente africano. Su consumo ha aumentado hasta límites insostenibles. Los augurios más pesimistas prevén que, en cincuenta años, Egipto, Sudán y Etiopía habrán multiplicado su población por cuatro. Si por entonces no se han tomado medidas drásticas, faltará agua.
Antonio, que, por fanático que sea, es también doctor en Economía Política, lo decía claro: “Egipto podría ser autosuficiente con el millón de barriles de petróleo que produce. El problema es que nuestros recursos, de petróleo y de todo, son para cuarenta millones de personas, no para setenta”.
Lo que no faltan son palmeras. A finales de octubre ha comenzado ya la recolección de dátiles. Los hombres se encaraman a los árboles con un cinturón de cuero que los mantiene sujetos al tronco por la cintura y, una vez en la base de la copa, cortan grandes racimos que dejan caer al suelo.
Circulo por una autopista que no aparece en el mapa, y al cruzar el puente sobre el brazo izquierdo del Nilo me asaltan las dudas. Podría girar a la izquierda e irme a Roseta, la ciudad donde se encontró la piedra grabada que permitió descifrar la escritura jeroglífica. Sería una forma de acortar la etapa de hoy. Si no, debo seguir recto, avanzar por el delta y confiar en encontrar un hotel, algo incierto a la vista del tamaño de los pueblos que he pasado.
 “Salam aleikum”, saludo a un soldado que vigila el “kubra”. Pero el muchacho no entiende nada de lo que le digo. Igual suerte corro con el hombre vestido de paisano, con pinta de jefe, que, echado en el asiento trasero de un todo terreno, lee el periódico.
Finalmente, me conducen ante un joven oficial de ojos azules, que deja el libro sagrado que leía para atenderme. Con aires de general, el militar coge el mapa que le muestro, se pone las gafas y lo estudia durante unos minutos, pensativo, mientras sus hombres le rodean en silencio. Al fin habla, en inglés, despacio: en Sidi Salim, donde quería ir, no hay hotel, de modo que debo dirigirme a un lugar que se llama Balim, o eso me parece entender a mí.
La carretera pasa por los últimos palmerales, donde una grúa carga palmeras en un trailer con destino a Europa, y se interna en un desolado mar de arena. La cinta de asfalto se pierde en un horizonte límpido como los cielos tramontanales, y yo pedaleo titubeante durante media hora con la única compañía de unos pocos coches americanos de los años cincuenta y de algunos camiones, siguiendo un canal y las obras de un oleoducto.¿Seguro que voy bien? La brújula indica que sí, pero según el mapa tendría que haber encontrado algún pueblo, cruces, más curvas, algo.
Pero no hay nada, ni pueblos ni vegetación.
Estoy desconcertado. A lo lejos me parece adivinar la presencia de unas velas. La liamos: el lago Burullus tendría que estar a mi izquierda, no a la derecha. Recorro diez kilómetros más y por fin comprendo. Estoy siguiendo una carretera nueva. He estado avanzando por la estrecha lengua de arena, de más de setenta kilómetros, que, por el norte, separa a la inmensa laguna del mar.
Ello significa que mi destino no es un inexistente pueblo llamado Balim, sino Baltim. Y no me faltaban cuarenta kilómetros para llegar, como el general que custodiaba el puente aseguraba, sino más del doble.
Pero la presencia de las velas blancas que se mueven, esbeltas y silenciosas, detrás de unas casas de barro, a pocos metros de la carretera, es tan seductora, que me olvido de prisas. Abandono el asfalto, paso junto a chozas, abrevaderos y encañizados, y alcanzo la orilla. Estacadas a tierra descansan dos barcas de diez o doce metros de eslora pintadas de verde, rojo, amarillo y azul, mientras una veintena de velas triangulares surcan unas aguas aceitosas a escasa velocidad. ¡Qué maravilla! Tienen mástiles altísimos, de por lo menos veinte metros, finas botavaras y una forma sorprendente: son anchísimas y de poco calado, con la cubierta cerrada para poder guardar las artes de pesca en su interior.

-¿Faluchos? -le pregunto a un hombre con túnica blanca que me contempla.
-La; barca.

-¿Barca? -repito.

Esto sí que es curioso. Ahora resulta que los veleros del norte del delta se llaman barca. Y no es, ésta, palabra que venga del árabe, sino del latín. Un indicio más de la herencia, en buena medida aún por descubrir, que los intercambios entre los pueblos mediterráneos han dejado en lugares tan apartados como la orilla norte del lago Burullus.
El señor me propone ir a dar un paseo en velero. ¿Ahora?, le pregunto desencajado. Me busco excusas como que no tengo tiempo o que va a oscurecer, pero la tentación es tan grande, el sitio tan encantador –la superficie del agua rizada, las cañas inclinadas por el viento, el piar de los pajaritos-, que no me hago suplicar.
De un brinco, salto a la barca antes de que se arrepienta, y cuando ya espero que suelten amarras, el señor me dice que a ésa no, que suba a la pequeña canoa que hay al lado, a la que ellos llaman falucho. Tengo una pequeña decepción, pero da lo mismo. Detrás mío viene un niño armado con una caña de cuatro metros, que me lleva a pasear un rato y me devuelve a tierra.
Varios niños descalzos saltan, alegres, a mi alrededor. Les regalo unos pins, y me lo agradecen tanto que el señor de la túnica blanca, emocionado, insiste en que me quede a cenar con ellos. Muy serio, agradezco la invitación e intento explicarle que debo seguir hasta Baltim. Y el señor, sonriente, parece comprender.
“¡Balim, Balim!”, me gritan los niños del embarcadero, que me siguen, divertidos, mientras abandono el pueblo.
La carretera pasa ahora por otros pueblos sin nombre que no figuran en el mapa y que hasta la reciente construcción de este eje viario debieron permanecer en el más absoluto aislamiento. Son de una sencillez extrema, sin luz ni agua corriente, con madres sentadas en cuclillas a las puertas de sus casas sacando piojos a sus retoños. Las mujeres llevan ropas de vivos colores, un pañuelo en la cabeza que les cae sobre los hombros y, encima, un sombrero de paja chato. Muchas de ellas son de piel y ojos claros, y las supongo descendientes de europeos, de esclavos cristianos o bien de marinos naufragados, siglos atrás, en estas peligrosas costas. O, quién sabe, ¿por qué no pudieron ser ellos los primeros pobladores del lugar?
La lengua de arena que separa la laguna salada de Burullus del Mediterráneo se estrecha hasta convertirse en una franja de treinta metros, con una playa a mi izquierda y el lago, que es un parque natural, pegado al asfalto por el otro lado. ¿Y Baltim? Todo recto, indica un hombre que pesca con una pequeña red sujeta por dos palos.
En el horizonte, atisbo unas alturas que apenas sobresalen sobre la infinita planicie y, media hora más tarde, cruzo el puente bajo el que las aguas de la laguna se funden con las del mar. Estoy en El Burg, un pueblo pesquero bastante grande rodeado de agua por tres de sus costados. La playa que da al mar interior está infestada de barcas con mástiles que pinchan el cielo, mientras que en el puerto multitud de barcos a motor aguardan el momento de hacerse a mar abierto.
A las cuatro y media de la tarde, el sol se acerca al ocaso. Los conductores detienen sus vehículos y sacan fiambreras del maletero mientras un hombre escala una duna de cincuenta metros con una alfombra verde sobre la espalda. Todo el mundo corre hacia sus casas. Yo también; no quiero que la noche me caiga encima.
En el cruce de la carretera que conduce al pueblo más septentrional de Egipto, sucede algo que no acierto a entender: dos muchachos sostienen, alegres, una pancarta mientras otros hacen señas a los vehículos para que se detengan. Pregunto por el funduk a un hombre, que me indica hacia allí y me entrega una bolsa con alimentos. Ahora comprendo: los baltimeses están aquí para entregar comida a los que, por motivos laborales, romperán el ayuno lejos de sus familias. Un gesto espontáneo y generoso que me enternece. Para mí, también es el mejor regalo que me podían hacer, porque sólo he comido cinco dátiles desde las seis de la mañana.
Ya en el pueblo, un ciclista me acompaña hasta un complejo turístico frente al mar.
La recepción del Hotel Cleopatra está llena de clientes henchidos de felicidad. Son los ocupantes de un autocar de El Cairo que mañana, a las cuatro y media de la madrugada, iniciará el largo camino hacia La Meca, adonde llegarán dentro de tres días. Los peregrinos van acompañados de un periodista de la televisión anglófona Nile TV y están impacientes. Caminan de un lado a otro dejando pasar el tiempo. Hablan, diría que de trivialidades, reunidos en grupos, llaman por teléfono o salen a la calle y vuelven a entrar. No pueden estarse quietos. Se nota que es el viaje más importante de sus vidas, de los que han hecho y de todos los que harán.
“Aquí estoy yo, Dios; presente ante vosotros, delante de vosotros”, gritarán cuando vean la Kaaba a lo lejos, en un gesto de ofrecimiento a Alá que culminará su vida de creyentes en la ciudad donde nació el profeta. Y no estarán solos. Junto a ellos habrá dos millones de fieles como ellos, vestidos con sábanas blancas sin costuras, procedentes de todos los rincones del planeta.
Una vez aclarado que aunque hablo inglés no soy americano, los camareros insisten en que me siente a comer en una gran mesa alargada que han dispuesto en el centro del comedor para los peregrinos. Pero me da reparo. No voy muy presentable, que digamos, después de ciento cincuenta kilómetros.



"Señor, ¿quiere un dulce?"

BALTIM-DAMIETA-PORT SAID, 88 km. (bici), 61 km. (autobús)
La alegría ha desaparecido del rostro de mis anfitriones. Cuando he bajado todo el mundo dormía, algunos en recepción, enrollados con mantas hasta la cabeza para protegerse de los mosquitos. Sobre las mesas del comedor hay restos de comida, botellas medio vacías, servilletas y manteles sucios. Son los rastros del pantagruélico ágape nocturno que se ha servido mientras yo dormía, imprescindible para poder soportar un largo día de ayuno sin que las fuerzas flaqueen.
Al regresar de mi paseo matinal por la playa, los veo aparecer con unas ojeras horrorosas y cara de pocos amigos. Por su aspecto diría que han descansado mal. Sus cuerpos todavía no se deben haber habituado al rigor que impone el mes del Ramadán. Tienen sueño, pero la vida sigue, y hay que trabajar.
A las ocho de la mañana, soy el único que come, bebe y fuma, a salvo de miradas indiscretas, tras una celosía. Aunque en lo del tabaco, alguno se salta la norma. A la terraza del hotel llega un hombre que esconde un cigarrillo tras la palma de la mano.
Algo cansado, me subo de nuevo a la bicicleta. El viento sigue soplando a favor, empujándome a través de un casi deshabitado mar de dunas, levantando remolinos de arena que se deshacen con la misma rapidez con la que se han formado. Lo que permanece invariable es la poca fiabilidad de mi mapa. En él no aparecen ni la carretera que seguiré durante buena parte del día ni un par de ciudades de tamaño considerable, nuevas e industriales.
Tras dos horas de camino, cruzo un par de canales y el paisaje recupera el verdor y los palmerales de ayer. Las casas de té que hay junto a la calzada están desmanteladas por falta de clientela. “Salam aleikum”, grito dos veces sin obtener respuesta en una que parece estar abierta. Sobre una mesa, ha quedado una partida de dominó a medias, así que me siento a esperar.
Me siento en una silla hasta que aparecen dos mujeres mayores, que me sirven un té y galletas y se sientan junto a mi mesa. Me observan con curiosidad; quieren saber de mí. Es la primera vez que me encuentro en una situación como ésta. Me gusta poder hablar con ellas, contarles, con mucha mímica y pocas palabras, que viajo en bicicleta, que ayer salí de Alejandría y que hoy espero llegar a Port Said. Ellas se pegan un hartón de reír, y mientras lo hacen, para mis adentros me pregunto si harían lo mismo de estar sus maridos aquí.
Una vez colmado de atenciones femeninas, me despido de las damiselas, me subo a mi montura y, tras pasar junto a refinerías de petróleo, una planta de gas natural instalada por Unión Fenosa y algunas fábricas, llego a Damieta.
La ciudad está situada en la desembocadura del brazo oriental del Nilo y tiene una cantidad inusitada de carpinteros. El centro es un batiburrillo de calles y más calles llenas de carpinterías y tiendas donde se fabrican y venden sillones, armarios, cajoneras, estanterías, perchas y espejos, colgadores y marcos, con multitud de almacenes de madera y aserraderos. Con los muebles que veo en una hora se podrían amueblar varias ciudades como ésta, no precisamente pródiga en bosques.
Tal vocación carpintera es una herencia del pasado. Egipto ha importado la madera del extranjero, mayormente de Líbano y Turquía, desde el tiempo de los faraones.¿Y dónde iban a parar esos troncos procedentes de las islas y las costas del mar Egeo que ya vieron Ibn Battuta en el siglo XIV y Potocki cuatrocientos años más tarde? Pues a puertos como el de Damieta, el segundo en importancia del país, que con el tiempo se especializó en el trabajo de la madera y en su venta río arriba.
Y ahora a comer, que no quiero que me pase como ayer. Pero, ¿cómo hacerlo en una ciudad que está de ayuno sin ofender a nadie? Si, sólo llegar, me he detenido a beber agua y un señor me ha reñido: “¡es Ramadán!”, me ha recriminado, aunque luego ha visto que era extranjero y se ha disculpado.
Los restaurantes tienen las persianas echadas, pero el dueño de un local que sirve comidas preparadas me permite pasar al interior y comer un plato de legumbres y otro de verduras al módico precio de dos libras, unos veinticinco céntimos de euro.
A las dos de la tarde tomo un autobús que pasa junto a un lago el doble de grande que Burullus, pero sin pescadores ni veleros y, en menos de una hora, estoy en Port Said.
La ciudad se fundó en 1859 con motivo de la construcción del canal de Suez, el fenomenal atajo que ahorraba a los barcos que abandonaban el Mediterráneo tener que dar un inmenso rodeo alrededor de Africa. Su apertura deparó a Port Said décadas de prosperidad. El comercio y los servicios florecieron, y más aún a partir de 1976, cuando el gobierno convirtió la zona en puerto libre de impuestos. Convertida en la Andorra del norte del continente, los egipcios acudían a ella para comprar ropa a bajo precio o electrodomésticos que en el resto del país no encontraban.
Port Said tiene más de medio millón de habitantes, que hoy se hunden en la decadencia. El 1 de enero de 2002, y sin que mediara aviso previo, el gobierno le retiró el estatus de puerto franco. La medida entraba en vigor al día siguiente y, de la noche a la mañana, centenares de comerciantes de vieron abocados al cierre.
Durante tres días hubo violentos disturbios, y el presidente Mubarak acabo concediendo un período de transición de cinco años. Pero la ciudad estaba ya tocada de muerte. Port Said, rodeada de agua, no tiene nada más que el canal. Sus barrios periféricos son infames, simples agrupaciones de bloques de cemento que ni las banderitas, farolillos, cintas y luces de colores del Ramadán consiguen alegrar.
El centro ya es otra cosa. En su rectilínea cuadrícula se conservan edificios de madera de la segunda mitad del siglo XIX, de cuatro y cinco pisos, con grandes pilastras que, desde la calle, sostienen amplias galerías que ocupan todas sus fachadas. Pero su estado de conservación es pésimo. La humedad y falta de mantenimiento corrompen unas estructuras que amenazan con salir volando al primer vendaval. Sí que ha sido restaurada, en cambio, la blanca sede de la Compañía del Canal, con sus cúpulas y arcos.
Port Said huele a mar y a ciudad portuaria. Las sirenas de los barcos retumban por sus calles al caer la noche. Y allí está también el canal. Al torcer una esquina, dos manzanas más allá, veo una escena impresionante: la enorme y afilada proa de un mercante recortada sobre el cielo, avanzando, a poca velocidad, detrás de unos edificios.
Corro hacia allí, subo unas escalones a pares, y ante mí se abre el canal, una de las obras de ingeniería más importantes de todos los tiempos. En su salida al Mediterráneo mide algo más de un kilómetro de ancho. A los pies del paseo marítimo que lo bordea hay restaurantes con terrazas, embarcaciones de pesca, prácticos que acompañan a los petroleros y plataformas que cargan coches hasta la otra orilla, donde está Port Fuad, un perfil plano sobre el que destacan dos minaretes.
Hello. Where are you from?”, me saluda un chico de uniforme mientras observo embelesado la popa de un navío que sale a mar abierto. El guardia se llama Ashif Butros, y bebe Seven Up a escondidas. “Los cristianos comemos durante el día –se justifica-, pero sin que nos vean para no ofender a los musulmanes”. Ashif trabaja para la Lebanon Security, una empresa que se encarga de la vigilancia del nuevo paseo marítimo.
“¿Eres cristiano?”, me pregunta.
Ashif lo es, y se decepciona al escuchar que estoy bautizado pero que no soy creyente. Las buenas personas tienen que ser religiosas. Si no crees, no puedes ser buena persona.
Lo mismo sucede con los mahometanos. Para ellos, es mucho peor que no creas en ningún dios que declararte cristiano, porque, al fin y al cabo, las tres religiones monoteístas beben de las mismas fuentes.
Ha anochecido ya, y las calles guardan un silencio escrupuloso. Caminando hacia la salida del canal, paso junto a unos gatos que remueven entre la basura mientras el viento levanta unos toldos y del cielo caen cuatro gotas gordas. Me he quedado casi solo.
Junto a un muelle en el que está amarrado un barco procedente de Chipre unos vendedores ambulantes me ofrecen pirámides y Nefertiti de plástico, camellos de peluche, “antigüedades”. “¿En qué nave está enrolado?”, me pregunta un anciano.
Más allá está el monumento a Ferdinand-Marie de Lesseps, o lo que queda de él, porque se han llevado la estatua del francés que dirigió la construcción del canal, y sólo han dejado el pedestal.

-Esto es para usted –me dice un niño rubio con gafas, hablando inglés norteamericano, mientras me ofrece un churro grueso y húmedo, bañado en miel-; es por el Ramadán.
-Gracias. Hablas muy bien inglés.

-Es que mis papás son americanos.

El papá se acerca y me tiende otro churro, o katayet, que, igual que los turrones que comemos por Navidad, sólo se venden durante este mes.

-Me llamo Sam -se presenta.
-¿Sam? –respondo sorprendido. Su aspecto árabe no encaja con su nombre.

-Mi nombre es Hossam, pero en Ohio mis compañeros me llaman Sam.

Sam nació en Port Said, pero hace ya años que vive en Estados Unidos. Es ingeniero, y trabaja en el diseño de coches de la casa Honda, explica. Ha vuelto a casa para pasar estas fechas con los suyos. Le acompañan sus dos hijos y su mujer, yanqui de nacimiento, rubia y embarazada por tercera vez.
Le pregunto si encuentra su país muy distinto, y contesta que Egipto ha mejorado mucho, que hace unos días le sorprendió lo mucho que había cambiado Alejandría, pero que, claro, hay diferencias todavía, sobre todo en la mentalidad de la gente. “Me gustan los States –asegura-. Sólo me pesa el presidente que tenemos”.

-Y su mujer, ¿no ha tenido problemas en su país, después de convertirse al Islam?
-¡No!, en absoluto. En occidente se dicen muchas cosas sin conocer, pero en nuestra religión hombres y mujeres son iguales. Lo que hay son formas distintas de hacer. Es algo difícil de entender pero que hay que aceptar. Puedes preguntarle a ella y ella te responderá.

Pero ella no responde porque nadie me la presenta.
Regreso sin prisas hacia el hotel, disfrutando de una ciudad con el encanto de los lugares de paso, con gentes acostumbradas a tratar con forasteros, a presenciar peleas nocturnas y a orientar a marineros borrachos.
Port Said no engaña, se muestra tal como es. Si acaso engañan los comerciantes. Al lado de una bonita joyería hay tiendas donde venden baratijas made in China, porcelanas baratas, zapatos de la marca Loutto y unas aún más falsas zapatillas Nike. Los siguientes cuatro comercios parecen haber cerrado las puertas para siempre. Tiempos de crisis.
A mí me engaña una señora que vende ropa hippy y bisutería cerca del puerto. Quiero comprar un anillo para Sandra. Le prometí que le traería uno de cada país que visitara, y hasta ahora no he faltado a mi palabra. En Alhucemas le compré uno de plata, en Argel uno bereber y en Túnez una pieza rematada por una piedra azul.
Los dos anillos que compraré en Port Said son bonitos y brillantes.

-¿Son de plata? -pregunto, incrédulo por el bajo precio de la mercancía.
-Por supuesto -confirma, muy segura, la mujer.

A Sandra también le gustarán, dentro de un mes y medio. Incluso cuando descubra que son de plomo niquelado.



Un canal en un mar de arena

PORT SAID-SUEZ, 166 km. (autobús), 37 km. (bici)
En la céntrica y cuidada iglesia de San Jorge se celebra misa. Los feligreses son escasos, cinco mujeres mayores, descalzas y con el pelo cubierto, y, detrás de una cortina, tres hombres también de edad avanzada. Tres curas de blanco, de luengas barbas, dirigen el oficio entre cánticos. Al acabar, comulgan y reparten trozos de pan bendecido entre los fieles, que se ponen los zapatos y, con mucho respeto, besan la mano a un cuarto cura, vestido íntegramente de negro, que sale de un cuarto contiguo.
Es el padre Butros, el más anciano de la comunidad copta de Port Said. “¿De dónde sóis?”, me pregunta al verme. Caminando hacia la puerta, sin detenerse, me cuenta que en la ciudad hay cuarenta mil coptos y treinta y cinco curas, que en esta iglesia se conservan reliquias de San Marcos y de San Jorge, que tiene 72 años, que está casado y es padre de tres hijos. Dicho lo cual, se deja besar la mano por los policías que le aguardan a la puerta y se sube a un coche negro con chófer que sale zumbando.
Los cristianos constituyen la minoría más importante de Egipto, y casi todos son coptos, palabra que deriva del término griego Aigyptos. Su patriarca, Shenuda III, defiende la sumisión al poder mayoritario en aras de la unidad nacional, pero esta política es contestada por los coptos de la diáspora, que, desde Australia y Estados Unidos, presionan al gobierno egipcio para que los derechos de los no musulmanes se igualen a los de la mayoría.
Las relaciones entre El Cairo y Washington han empeorado desde que George W. Bush subió al poder. Su gobierno ha amenazado con incluir a Egipto en la lista de países donde existe discriminación religiosa, y, fruto de esa presión, Mubarak ha convertido el 7 de enero, la Navidad ortodoxa, en fiesta nacional, y la televisión pública transmite las misas de Navidad y Pascua.
El chico que se sienta a mi lado en el autobús que me conduce a Ismailía lleva en la mano una Biblia en miniatura que no medirá más de cuatro centímetros.

-¿Y la puedes leer? -le pregunto asombrado por el ínfimo tamaño de las letras.
-No –sonríe-; es un amuleto. Me trae buena suerte.

Por cristiano que sea, al chico también le gusta el Ramadán: “Es un acontecimiento social que celebramos todos –explica-: por televisión dan programas buenos, hay días de fiesta, las familias se encuentran y se hacen regalos”.
Hace ya más de mil años que los cristianos egipcios conviven con el Islam. Conocen bien las costumbres de los musulmanes, que en algunos casos han pasado a ser también las suyas. Incluso el radical Antonio reconocía tener en casa tres ejemplares del Corán, que dijo haber leído más de cien veces. “Es un libro precioso –afirmó-; está escrito en el árabe más puro que existe”.
Infinitamente más extraño es que el muslmán se interese por el cristianismo. Al dominante le interesa poco la fe de la minoría. Mi vecino de asiento cuenta que los cristianos se sienten discriminados, que tienen pocas oportunidades para encontrar un empleo y que no pueden peregrinar a Jerusalén. “El patriarca Shenuda ha recomendado que nos abstengamos de hacerlo, para evitarnos problemas con el gobierno”.
Conversando, hemos llegado a Ismailía sin ver el puente de cien metros de altura que cruza el canal de Suez ni prácticamente el canal, siempre oculto tras la vegetación o las dunas.
Sólo por un momento he advertido la presencia de cuatro mercantes que surcaban un mar... ¡de arena! Sus siluetas se movían con lentitud tan cerca de tierra firme, que me parecía estar presenciando un milagro.
Uno de esos colosos de acero era un portacontenedores gigante, aunque no de los más grandes. Los de mayor calado y los que exceden de ciento cincuenta mil toneladas tienen prohibido el paso. Y es que el canal es estrecho. Y peligroso. En algunos puntos mide sesenta metros. Es por ello por lo que la mayoría de los cerca de doscientos kilómetros que mide esta línea de agua entre el mar Rojo y el Mediterráneo son de un solo sentido.
Los marineros que han navegado por él saben de la tensión que supone surcar estas aguas. Un error, un exceso de velocidad o una avería durante las hasta dieciocho horas que dura la travesía podría resultar fatal. Es por ello que los controles son estrictos. En los pasos más complicados no se puede ir a más de once por hora.
Más fácil, en cambio, lo tienen los peces del mar Rojo, que transitan sin control de ningún tipo. Tanto es así, que algunas especies han colonizado las frías aguas del levante mediterráneo.
En Ismailía me despido del chaval de la Biblia y me voy a ver una ciudad que es un oasis de verdor gracias a otro canal, bastante menor, por el que se abastece de agua del Nilo. En el centro se conservan numerosas casas en las que vivieron los ingenieros europeos que dirigieron las obras del canal a mediados del siglo XIX. Son bonitas villas de madera, con tejados inclinados y jardines. El colegio de franciscanos todavía existe, y recibe ahora a decenas de niños egipcios.
En esta encantadora ciudad, a orillas del lago Timsah, se instaló Lesseps para dirigir su faraónica obra. Este francés de Versalles no era ingeniero de profesión, sino un polifacético e inquieto diplomático que vivió en Túnez, El Cairo, Alejandría, Bélgica, Málaga, Barcelona, Madrid y Roma.
Forzado a abandonar la diplomacia, se dedicó a estudiar un proyecto que de forma casual cayó en sus manos. Se trataba del informe técnico que Napoleón había encargado para abrir un canal navegable entre el Mediterráneo y el mar Rojo. La idea del militar francés era poco novedosa. Ya los faraones, miles de años antes, fueron capaces de conectar el brazo oriental del Nilo con el golfo de Aqaba a través de un curso de agua artificial, que fue mantenido por los persas y los ptolomeos y que se anegó en el siglo IX. Pero la empresa napoleónica topó con un obstáculo insalvable: los cálculos indicaban que el desnivel entre las aguas de uno y otro mar era de diez metros, y la idea fue desestimada.
Fue el ingeniero contratado por Lesseps quien, después de revisar mapas y cálculos topográficos, descubrió un error garrafal: el desnivel era de sólo ochenta centímetros. El canal, pues, era factible.
Cuando, en 1854, Said Pachá ascendió al poder de Egipto, Lesseps corrió a El Cairo con su proyecto bajo el brazo, y cuatro años más tarde, se iniciaron unas excavaciones que se prolongarían una década.
En agosto de 1869, las aguas del Mediterráneo se volvían a fundir con las del mar Rojo, casi mil años después. El 16 de noviembre una comitiva de ochenta naves, presididas por la emperatriz Eugenia, el emperador austríaco Francisco José, el príncipe heredero prusiano y los príncipes holandeses, inauguraban el canal por todo lo alto. Giuseppe Verdi se había comprometido a componer una obra para la ocasión. El compositor recibió un millón de ducados de oro por una pieza inaugural que, muy a su pesar, no consiguió terminar a tiempo. Aunque quizá fuera mejor así. El banquete para cabezas coronadas que se celebró en Ismailía se quedó sin música de estreno, pero poco más tarde Verdi pudo legar Aida, una de sus obras maestras, al conjunto de la humanidad.
Pronto comenzarían los problemas, tanto para Francia como para Lesseps. Gran Bretaña consideró esta vía de navegación interoceánica una amenaza vital para sus colonias orientales, y, cuando el jerife Ismail se quedó sin recursos, el primer ministro británico compró sus acciones gracias a una fulgurante operación bursaria que contó con un cuantioso préstamo de la banca Rotschild. París no reaccionó a tiempo, y perdió el control del canal sin que en los desiertos que lo rodean se escuchara ni un solo tiro.
En cuanto al diplomático francés, fracasó en el encargo recibido de abrir el canal de Panamá. Acusado de fraude, fue condenado a cinco años de cárcel que no llegó a cumplir.

Es mediodía. Debo continuar. La estación de autobuses está abarrotada. Hay muchos vehículos y temo no encontrar el mío.

-No se preocupe. Cuando llegue, enseguida verá cuál es, porque el cobrador grita ¡Suez, Suez, Suez! –me informa una chica.

Y, en efecto, media hora más tarde descubro mi autobús por los gritos que profiere un chico descamisado. Cuando, después de mover bolsas, maletas y cajas, por fin consigo cargar mi bicicleta, arriba ya no queda ni un asiento libre.
Me siento en un escalón junto al conductor, pago con un billete de diez libras y a cambio sólo obtengo un ticket.

-¿Y la vuelta? -reclamo.
-Es para mi té y el del conductor -alega, ufano, el cobrador.

-Estamos en Ramadán -replico antes de recuperar lo que me pertenece.

El cobrador es un cachondo y el conductor, un peligro público. Habla por teléfono mientras conduce, insiste en poner una cinta de video que el reproductor rechaza y, cuando le cuento que quiero cruzar el Sinaí en bicicleta, señala la península en un mapa que lleva pegado en un cristal y vuelve la cabeza para señalarme lo grande que es. Y yo, que temo que tengamos un accidente, le digo que ya me lo contará cuando paremos.
El paisaje es cada vez más árido y el canal brilla por su ausencia. Llama, en cambio, mi atención la cantidad de aeropuertos y cuarteles militares que hay. En una hora cuento tres, con tanques, todos terrenos y piezas de artillería convertidos en chatarra en su interior, restos de las guerras de Los Seis Días y del Yom Kippur, ambas contra Israel, a causa de las cuales el canal permaneció ocho años cerrado.
La ciudad de Suez resulta decepcionante. Puede que tenga algo de interés por ver, pero yo no lo sabré encontrar en las pocas horas que pasaré aquí. Sólo veré calles rectas y polvorientas, edificios vulgares. No hace honor ni al canal al que da nombre ni a su pasado, cuando se convirtió en un importante puerto comercial, destino de caravanas y escala de peregrinos.
En el hotel White House pasaré buena parte de la tarde, preparando la travesía del Sinaí. Tengo una cuenta pendiente con los desiertos y para poder acometer el reto con fuerzas, esta mañana he desistido de pedalear de Port Said a Suez. Las dos únicas veces que intenté atravesar uno, fracasé. En 1996, camino de China, sucumbí en el Karakum, en Turkmenistán, a causa del fuerte viento en contra, y me sucedió lo mismo dos meses más tarde en el Taklamakán, de nuevo a causa de un vendaval que me impedía avanzar y de los más de cuarenta grados de temperatura.
Esta vez las condiciones son más benignas. El calor será soportable, y espero encontrar menos viento. Pero no me fío. Ya conozco la terrible soledad de circular por la nada, lo difícil que resulta avanzar a través de un medio vacío, desesperarte luchando contra los elementos.
Y esta vez no llevo en mi equipaje una tienda de campaña donde dormir si las cosas se ponen mal. El Sinaí mide unos trescientos kilómetros. Si no hay problemas, puedo recorrerlos en dos días. Justo en mitad del camino el mapa señala la existencia de un pueblo, sin duda pequeño. El camino dirá si hay algún sitio donde reposar o bien tengo que pasar la noche al raso.
Si por lo menos tuviera a quien encomendarme...
Míralos, qué felices están. Los veo por televisión rezando, y sus rostros irradian la paz de sus espíritus. No tienen dudas. Ignoro quién es el personaje que dirige la oración, pero su retrato lo he visto colgado en multitud de comercios, con un gorrito blanco, barba y bigote del mismo color, con gafas de montura dorada y cristales oscuros. Debe ser una de las más altas autoridades religiosas del país, alguien a quien todo el mundo respeta. No entiendo lo que dice, pero la seguridad con la que habla, su capacidad oratoria y su locuacidad me parecen proverbiales.
Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, coge el libro, lo recita con voz melodiosa, y de inmediato se pone a explicar lo que esa cita significa mientras sostiene el volumen entre las manos. Parece que pone ejemplos, que relaciona el texto sagrado con algún hecho de actualidad, tras lo cual viene la conclusión sobre las enseñanzas recibidas, que pronuncia con el dedo índice de su mano izquierda apuntando hacia el cielo y con mirada rigurosa. Después baja la voz, deja el Corán con delicadeza en el atril que tiene delante y su dedo cae implacable sobre él.
El orador vocaliza despacio, preparando de esta forma la despedida. Su mirada recorre el templo de izquierda a derecha, con lentitud, mirando sin ver a los miles de fieles que, sentados de cuclillas ante él, siguen absortos sus palabras.



La larga travesía del Sinaí

SUEZ-NEJET, 152 km. (bici)
Me alejo de Suez hacia el norte sin saber muy bien dónde me meto. Durante los dos próximos días tendré que ser autosuficiente. Repaso todo lo que llevo, y creo que está todo. Cargo con cuatro litros y medio de agua, un kilo de plátanos, un litro de yogurt, cuatro panes, queso, dulces y varias raciones de cuscús.
¿Cuál es, entonces, el motivo de mi temor?
El miedo, claro. Temo el desconocer qué voy a encontrar, el enfrentarme a solas con mi destino y eso, el saber que, ante cualquier problema, tendré que apañármelas yo solito.
¡Bah! Déjate de bobadas. La única forma de superar el miedo es enfrentarse a él. Además, si necesitara ayuda siempre podría pedir socorro, porque, aunque sea un desierto, algún vehículo pasará por el Sinaí, por más Ramadán que sea.
Pero, ¿por dónde se cruzará el dichoso canal? Tomo un par de desvíos y una carretera local me lleva hasta unas casas entre palmeras. Aquí tiene que haber un transbordador, pero una verja metálica y unos militares vestidos de camuflaje y armados hasta los dientes me cierran el paso. “¡No, no!”, repite con sequedad un soldado.
Por lo que entiendo, el transbordador es sólo para egipcios, y ay de mí si se me ocurre hacer fotos.
Me obligan ir hacia el norte en dirección a Ismailía y tomar un túnel de peaje. Veinte kilómetros extras: como si el tiempo me sobrara.
Paso sin dificultad ante la taquilla del túnel, que explota una empresa privada, y, doscientos metros más adelante, un militar me da el alto. Hasta aquí hemos llegado. Ahora resulta que en bicicleta no puedo pasar; debo cargarla en un camión.
Mire, si llevo luz, y casi no hay tráfico; pasaré bien arrimadito a la pared y así no habrá peligro, ¿vale?, trato de convencerle mientras él sujeta con firmeza el manillar.
“Venga, hombre; déjale ir”, parece decirle un anciano con turbante, hasta que el chico acaba por ceder.
El túnel es moderno y está bien iluminado, y tras un par de kilómetros el Sinaí se abre, inmenso y amenazante, ante mí. La llanura es sobrecogedora. No hay pueblos a la vista ni vegetación, sólo una carretera que se pierde en el horizonte, el viento, suave, y mucho silencio. No se oye nada. No hay nada. Solo yo, mi bicicleta y el desierto. Toso para aclarar la garganta y yo mismo giro la cabeza, de forma inconsciente, como queriendo disculparme por haber osado romper el misterio del lugar.
Quizá necesitaré más agua, me digo, algo inquieto. En un solitario quiosco, un chaval a quien encuentro leyendo el Corán me tranquiliza: hay otros sitios para comprar bebida más adelante.
Me pongo en marcha, adentrándome en la tierra de Moisés y de los Diez Mandamientos, por los desolados parajes de una península de forma perfectamente triangular por donde los judíos vagaron durante cuarenta años. ¡Cuarenta años! Eso es toda una vida. Y yo pretendo hacerlo en dos días...
Los carteles que se levantan sobre la arena, anunciando “Moon Resort” o “Hotel Hilton”, parecen una broma de mal gusto. Pero no lo son; publicitan los complejos que uno encuentra si llega a la costera Sharm el Cheik, uno de los paraísos mundiales del buceo.
Mi ruta discurre por el desierto del Tih, la zona más seca de la península. Unos centenares de kilómetros al sur están los montes Santa Catalina y Musa, donde Yahvé entregó a Moisés las tablas y donde miles de judíos, cristianos y musulmanes acuden cada año en peregrinación.
El camino es llano, en compañía de unas pocas dunas en las que yacen despanzados vehículos militares, retorcidos y quemados por el sol, zanjas y bloques de hormigón que egipcios e israelíes dispusieron para contener el avance enemigo.
La carretera se empina de forma suave, nada fatigosa. El tiempo es agradable, y muy de tanto en tanto un camionero me saluda con un toque de claxon al pasar.
Hace sólo una hora que he cambiado de continente. Desde que crucé el canal estoy en Asia, en Oriente Próximo. ¿Pero, próximo a qué? A Europa, claro. Si la proximidad o la lejanía de Oriente es una referencia que los occidentales hemos impuesto al resto del mundo, digo yo que los árabes también podrían considerar que son el centro de todo y decir que Francia o Italia están en Occidente, o más concretamente en el Magreb, y Estados Unidos, pues eso, en el Lejano Magreb.
¿Y Sandra, qué estará haciendo, ahora? Pues seguramente trabajar. Anteayer me contaba que en Barcelona no deja de llover y que ya ha tenido que poner la calefacción. Hace casi cinco semanas que nos separamos. Cinco semanas... Me hubiera gustado compartir con ella este viaje. ¡Hay tantas cosas que le hubieran gustado! Cada vez que veo la sonrisa de un niño, cada vez que contemplo un escenario bonito me digo a mí mismo: lástima que no esté aquí. Es posible que esta noche tenga que hacer vivac bajo las estrellas. Antes de acostarme, la llamaré para darle las buenas noches.
En el collado Mitla, a seiscientos metros de altitud, me detengo en una parada de autobús para tomar un bocado. En la lejanía se oye el ronroneo de un motor y al cabo de unos minutos pasa un camión de bomberos rojo reluciente, recién salido de fábrica. Y luego otro, y otro, y así hasta quince vehículos Mercedes en dirección a Taba.
Del último se apea un soldado. “¡No, no, no!”, me grita. “¡Ramadán!”. Lo que faltaba: ¿es que ni aquí, en medio de la soledad del desierto, puede uno comer tranquilo?
“Bueno, come”, concede. El chico me invita a ir a su cuartel, pero le digo que debo seguir, y él agarra el petate y se va montaña arriba, por un caminito que conduce a un pequeño edificio blanco.
Es el quinto o sexto destacamento militar que veo desde que dejé el canal. Algunos eran verdaderos cuarteles, pero otros se limitaban a un campo marcado con piedras pintadas de blanco, con sólo una caseta en su interior. De uno de ellos ha salido un muchacho, con cara de desesperación, para... ¡pedirme fuego!
Debe ser duro hacer el servicio militar tan lejos de un sitio habitado. Ni lo hay en los más de sesenta kilómetros que llevo recorridos ni en los otros tantos que tengo por delante.
La carretera desciende a un gran llano y sí, en un cruce se levanta un puesto de policía con altas antenas y algo parecido a un establecimiento. Pero paso de largo. Son ya las dos de la tarde y me queda agua de sobra para llegar a Nejet.
El día comienza a hacerse largo. Caen los ochenta kilómetros en el velocímetro que llevo en el manillar, caen los cien... Recuerdo una carrera sobre patines que un francés intentó organizar sobre esta solitaria e interminable carretera el año 2002. Ignoro si se llegó a realizar, pero no me extrañaría. A veces los franceses son presa de uno de esos retos que si, triunfan, todo el mundo coincide en señalar que era una idea genial. Sucedió con el Tour de Francia, en fecha tan lejana como 1903, y se repitió con el rally París-Dakar en 1977.
Menos conocida es la carrera de coches Pekín-París. Sólo se corrió una vez, en 1907, cuando los automóviles eran simples cacharros humeantes que perdían aceite por los cuatro costados. Los participantes tuvieron que recorrer dieciséis mil kilómetros a través de Asia Central, Rusia y Europa, proveerse de carburante como buenamente podían, superar las mil trampas que acechaban en cualquier recodo del camino o convencer a las gentes de las aldeas que bajó el capó no había caballos que empujasen a la infernal máquina.
Me pregunto qué impulsa al hombre a afrontar desafíos que le pueden costar la vida. ¿El dinero, la fama, el afán de superación? Algo más debe haber. Puede que sea la vida misma, el ansia de vivir y disfrutar cada segundo que nos ha sido concedido. De este modo, al llegar al final del camino, podremos concluir que intentamos ser nosotros mismos y aprovechar cada instante como si fuera el último.
Todo ello, sin embargo, no son más que frivolidades de ricos. En los países pobres, la gente bastante tiene con sobrevivir. Y más en lugares como el Sinaí. Hay tan poca gente... En lo que va de día sólo he visto a militares, conductores y policías como los que, después de pasarme dos veces, me han hecho parar para comprobar la documentación.
En un territorio casi del tamaño de Cataluña y Aragón viven sesenta mil personas, y casi todas en la costa. El interior está poblado por unos centenares de beduinos de una decena de tribus. Hace un rato he visto a un hombre y una chica con falda roja que conducía unas pocas cabras. Bajaban de una colina y se dirigían a algún punto de la llanura que mi vista no conseguía alcanzar. Ella me ha mirado con curiosidad y timidez, y a mí, esas dos figuras humanas vagando por el desierto me han parecido salidas de un pesebre o las ovejas extraviadas de Moisés.
El paisaje, monótono, discurre a derecha e izquierda como en una película sin fin. Hay momentos en los que parece que no avanzo. Diría que estoy en una subida, pero es sólo una sensación; giro la cabeza y la carretera sigue igual de llana. La falta de referencias, árboles, personas u objetos, me impiden calcular a ojo la velocidad.
Ahora mismo, la ausencia de relieve es absoluta, y un horizonte juguetón se extiende hasta el infinito para que no lo pueda alcanzar jamás. La tierra parece pequeña, insignificante, bajo una sobredimensionada cúpula de color azul.
Una capa de nubarrones altos y negros quiere arrebatarme la puesta de sol, pero, en el último momento, en la lejanía aparece una fina línea de luz, roja y brillante como un alfiler incandescente, que rasga, a ras del suelo, la cortina de nubes. Al cabo de unos minutos el sol abre una segunda línea de fuego, y al instante el cielo estalla en una llamarada resplandeciente que inunda de tórridos colores todo poniente.
El espectáculo de luz me acompaña durante veinte minutos, hasta mucho después del ocaso. Luego, la temperatura cae varios grados y me detengo para ponerme ropa de abrigo.
“¿Qué haces?”, “¡no sigas!”, “¿adónde vas?”, me gritan, desde el arcén, unos camioneros.
La noche ha caído por completo. Pedaleo durante una hora bajo la tenue luz de mi linterna frontal, medio deslumbrado por los faros psicodélicos –rojos, violetas o azules- de los escasos vehículos con que me cruzo. Lástima que no haya luna, también. La palabra Sinaí viene de Sin, el dios de la luna, y su luz me vendría muy bien para no tener que forzar mi siempre huraña vista.
En la entrada a Nejet hay dos restaurantes. En el que elijo, me acogen con hospitalidad. Como pollo, caldo, patatas con salsa, ensalada, kofta –pinchos de carne picada-, arroz y aceitunas mientras la gente de la casa va y viene. No hará falta que haga vivac, además, porque también me alquilan una habitación.
“Venga, venga aquí”, me llama a su mesa Omar, el dueño al salir de mi ducha helada. Le acompañan su mujer y dos recién llegados que no parecen egipcios. Ambos se cubren la cabeza con el pañuelo tradicional árabe, blanco y rojo. Son camioneros jordanos, pero no extranjeros. El único extranjero que hay aquí, el único bicho raro, soy yo. Y si no que se lo pregunten al hijo, que me mira con cara de susto y llora hasta que le doy dos caramelos.

-Bush, Bush -susurra uno de ellos, de piel oscurísima y una mirada intensa.
-No, no –me defiendo-; yo vengo de España, de Isbaaniya.

Esto ya les gusta más.

-¡Ah! Isbaaniya... Carlos –celebra alborozado, mientras hace el gesto de ponerse una corona real en la cabeza.
-Exacto. Juan Carlos, amigo de rey Hussein de Jordania, ya muerto, y de su hijo Abdalá.

Su compañero se levanta, va al camión y trae un dulce de cabello de ángel y crema, que ellos comen con los dedos del mismo plato y que a mí me sirven en un plato.
En un momento de despiste, me encuentro que uno de los jordanos ha desarmado mi móvil casi por completo. No tenía ninguna mala intención; sólo sentía curiosidad por ver qué había dentro.
Cuando los camioneros se van a dormir, yo intento reparar la cremallera de una de mis bolsas, que se rompió por primera vez hace días. El estropicio es, ahora, definitivo. O eso parece.
“Déjame a mí”, interviene Omar, que, con una cuchara, un imperdible, hilo, aguja y unas manitas acostumbradas a arreglar lo irreparable, me hace un apaño que aguantará hasta Estambul.
“Ya está”, presume, con orgullo, al terminar.



Peregrinos, inmigrantes y cristianos

NEJET-TABA-NUWEIBA, 149 km. (bici), 55 km. (taxi)
“Cuán extraño me parecía aquel modo de viajar! Acostumbrado tanto tiempo a recorrer los desiertos con grandes caravanas, es inexplicable la sensación que experimenté aquel día. No llevaba conmigo más que tres criados, un esclavo, tres camellos, dos mulas, mi caballo y un soldado turco por escolta”. En julio de 1807, Alí Bey abandonó Egipto después de peregrinar a La Meca con gran desazón. Camino de Palestina y Siria, se sentía solo a pesar de las cinco personas y seis animales que le acompañaban.
Puede hacer sonreír comprobar que alguien necesite a tantas personas y a tantos animales de carga para viajar. Pero a principios del siglo XIX, eran pocos los europeos que emprendían un viaje. Los medios de transporte terrestre apenas habían evolucionado desde la invención de la rueda, y quien abandonaba su casa lo hacía por años y sin saber qué se iba a encontrar. Por lo que cuenta y por lo que se puede suponer, en sus fardos y baúles Alí Bey llevaba tiendas, mantas, ropa, medicamentos, dinero y regalos, cartas de presentación, instrumentos de medición astronómica, cacharros de cocina, armas y munición, alimento y bebida para varios días y, quién sabe, puede que incluso algún mapa.
Viajar ligero es un invento de nuestros días. Hoy es posible salir de casa con una mochila como único equipaje. Y los treinta kilos que pesan mi bici y mis alforjas permiten a un deportista del montón recorrer, en un solo día, una distancia en la que Alí Bey tendría que invertir cuatro jornadas. Su velocidad, según él mismo nos revela, era de 2.232 toesas a la hora, eso es, algo más de cuatro kilómetros.
Me tranquiliza saber que también los viajeros clásicos iban todo el día pendientes del camino que llevaban hecho o de la distancia que les faltaba por recorrer. Yo, no lo puedo remediar, voy todo el día con un ojo en la carretera y el otro en el cuentakilómetros, comprobando tiempos y velocidades. Y el ritmo de hoy ha bajado.
Suerte que he salido del restaurante temprano. A la luz del día, Nejet no era gran cosa. Había cuatro o cinco tiendas, varios talleres de reparación, dos restaurantes y dos edificios de varias plantas, uno de ellos de la policía. A lo sumo el pueblo tendría un centenar de casas, esparcidas sin orden en una hondonada en la que va a parar el agua cuando llueve. Porque, aunque parezca un milagro, sobre el Sinaí también se registran precipitaciones, y a veces abundantes. Ayer vi puentes en los que el lodo arrastrado por la corriente aún cubría el asfalto.
Durante las dos primeras horas, un persistente viento frontal resta cuatro o cinco kilómetros a mi velocidad ideal de veinte por hora. Y a la tercera hora, cuando creía que las rachas aflojarían a causa de la irradiación solar, nada, seguimos en lo mismo.
Hace calor, además. Rondamos los treinta grados.
La novedad del día es la ausencia de destacamentos militares. Parece como si, en caso de guerra, el gobierno egipcio quisiera practicar una política de tierra quemada, cediendo el desierto al enemigo mientras las tropas aguardan atrincheradas junto al canal.
Me detengo con regularidad en paradas de autobús solitarias y sombreadas, y sigo, ahora hacia arriba, hacia tierras altas y de piedra oscura, hacia unas montañas agrestes que dan miedo sólo verlas.
A primera hora de la tarde, mi suerte cambia, el viento me entra de popa y puedo recuperar parte del tiempo perdido. Dejo a la derecha un desvío que conduce a Nuweiba y sigo recto hacia la costa. Faltan aún cuarenta kilómetros para llegar al Golfo de Aqaba, pero ya me parece oler a mar.

-¿Adónde va? -me preguntan en un control policial.
-A Israel, no –aclaro rápidamente, no se vayan a confundir. Israel está sólo a diez kilómetros en línea recta de donde ahora me encuentro.

-Sí, ya sé que no va a Israel -alega el agente sin que yo sepa cómo sabe adonde no voy.
-Me dirijo a Nuweiba y mañana, a Jordania -contesto ufano.

Y los policías me dicen que adelante, que soy bienvenido.
Enseguida comienza una larga y preciosa bajada a través de un desfiladero de roca roja y blanca, de cuya parte alta caen aterciopelados labios de arena. Después el valle se cierra de forma dramática y me encuentro encajonado entre paredes verticales de quinientos metros que se desploman hasta el lecho de lo que algunos días al año debe ser un torrente. Siguiendo su curso, la carretera fluye hacia abajo sobre grandes placas de cemento y entre muros de hormigón, cual torrente canalizado y sin escapatorias.
Bajo despacio, impresionado por la agresiva belleza del lugar, esquivando las peligrosas juntas de la calzada.
“¡Agua, agua!”, me piden unos peones que llevan todo el día poniendo cemento en un tramo en obras, sin tomar líquido ni alimento. Pero no puedo satisfacer su necesidad. La sequedad del ambiente y el cansancio me han obligado a beber más de la cuenta, y desconozco cuánto falta por llegar.
Después de veinticinco kilómetros de bajada, las montañas se abren a mi paso, cual puertas gigantes, y tras ellas aparece un paisaje mágico, mi recompensa a dos días de esfuerzo: el Golfo de Aqaba, custodiado por un anfiteatro de altas y resecas montañas de tonos rojizos. A mi izquierda, junto al mar, está la ciudad israelí de Eliat, también en la otra orilla, un poco a la derecha, Aqaba, la meta que tanto le costó alcanzar a T.E. Lawrence, y un poco más al sur, Arabia Saudí, con un infranqueable muro montañoso que oculta las arenas de sus vastos desiertos.
Lo he conseguido; he cruzado el Sinaí en bicicleta. Con una sonrisa de satisfacción de oreja a oreja, supero un nuevo control policial, me incorporo a la carretera de la costa y... pronto me doy cuenta de que no encontraré donde dormir. La mayoría de hoteles están cerrados y Nuweiba, que es de donde sale el ferry hacia Jordania, está aún a sesenta kilómetros. Tomaré un taxi.
One hundred”, me pide el conductor de una furgoneta con aire chulesco y sin avenirse a negociar. “One hundred”, repite el propietario de un viejo pick up antes de abandonarme en mitad de la nada.
¿Pero aquí qué pasa con el one hundred? Todo el mundo me pide cien libras egipcias. Es como si no conocieran otras palabras en inglés. Y son ya las cuatro.
El conductor del tercer coche que pasa es más dialogante. Del one hundred pasamos al fifty y al momento me encuentro embarcado en un Peugeot familiar en compañía de un taxista joven y sonriente, contemplando un litoral plagado de grandes hoteles Ryatt, Hilton o Sheraton y de sencillos cámpings que ofertan cabañas sobre la arena.
Bajo las aguas someras del mar Rojo asoma el principal atractivo turístico de la zona, los mismos arrecifes de coral en los que solían embarrancar los veleros en el pasado. Porque nunca fue fácil navegar por estas costas. A la inifinidad de trampas que se esconden a flor de agua hay que sumar los vientos huracanados que se desatan de improviso. Alí Bey conoció su furia de camino y de vuelta de la Meca. Sufrió tormentas, naufragios y la escasa pericia de los capitanes locales, por lo que acabó por seguir viaje por tierra.
Nos dan las cinco, hora del fin del ayuno, y ofrezco agua al joven taxista, que da un pequeño sorbo y me devuelve la botella.

-¿No quiere más? -le pregunto sorprendido.
-Está bien así. Gracias.

El coche me deja frente al pequeño puerto de Nuweiba, donde el chico me presenta a Garil, un hombre grueso y de pelo cano que tiene un parecido asombroso con el actor Brian Keith, ése que en los años setenta interpretaba la serie Mis adorables sobrinos. “Siéntese”, me indica después de pegarle cuatro gritos destemplados a un empleado que protestaba.
Por lo visto no había ninguna habitación libre en su hotel, y él ha mandado que me preparen una que suelen usar como almacén. Mientras espero, el adorable señor me invita a un té en la terraza que da al puerto.
En el acceso a la terminal hay un gran barullo de gente que aguarda el ferry de Aqaba. En Nuweiba coinciden los peregrinos, que ya comienzan a ir a la Meca, con los sirios que se dirigen a Libia en busca de trabajo y los jordanos que van a Arabia. Me he cruzado con varios coches jordanos por el camino. Los inmigrantes se llevan a toda su familia y media casa a cuestas. Era impresionante ver lo cargados que iban algunos. Las mesas, sofás e inmensos paquetes que habían atado al techo casi abultaban más que el propio vehículo.

-¿Quiere otro té? -pregunta el señor.
-Venga, pues sí.

Y el señor busca a un camarero con la vista y, sin abrir la boca, hace un gesto con los dedos índice y pulgar para que me sirvan otra ronda.
Es un tipo curioso, este Garil. Se me ha presentado como cristiano y me ha invitado a sentarme a su lado, pero casi no dice nada ni responde a mis preguntas. Si acaso explica, con una lentitud desesperante, que a Nuweiba vienen muchos judíos en verano, pero dedica la mayor parte del tiempo a observar el trasiego de familias, maletas y vehículos que entran y salen del puerto mientras acaricia sin descanso el cajón donde guarda, bajo llave, la recaudación del día.
“Vuelva mañana; seguiremos hablando”, me dice en el momento de levantarme.
Acaba de llegar el ferry de Aqaba. Entre coches, autocares y gente que duerme encuentro a Javier, un cicloturista argentino. Está atolondrado. Desembarcar de noche en un país desconocido siempre es motivo de nervios, aunque lleves dos meses de viaje y hayas atravesado Turquía, Siria y Jordania. El chico quería ir al Monte Sinaí, pero ha renunciado después de saber lo que le costaba.
Le digo que Egipto es barato, que por un euro te dan ocho libras, y Javier maldice la vieja guía que lleva. “¿Y la carretera? Vos sabés dónde está la carretera? ¿Dónde está Nuweiba?”, pregunta sin quitar ojo de su guía.
Le digo que ya está en Nuweiba y que la carretera pasa justo por detrás de las casas, pero es como si no me creyera. Va superreconcentrado. Tanto, que se nos acercan unos jordanos tratando de entablar conversación, y los manda a paseo de malos modos.
Preso de sus temores, Javier parece un superviviente de su propio viaje. Va encerrado dentro de una cúpula de cristal, dispuesto a que nada le afecte. Pero no le culpo. Viéndole, me veo a mí mismo el día en que las cosas se ponen mal, cuando todavía no has encontrado el sosiego interior que te permita estar bien contigo mismo y con los demás.

-¿Vos sós de Barcelona? -me pregunta al marcharme-. Linda ciudad para vivir.
-Tu ciudad, Bariloche, también lo es, al pie de los Andes -le devuelvo el cumplido.

Y en ese momento Javier cierra el libro por primera vez y su mirada se ilumina en plena noche árabe.

-Que tengas mucha suerte -le deseo.
Muchos éxitos -me corresponde.