Publicado originalmente en el diario Ara el 10 de junio de 2012 (traducción del catalán)
"A los 15
años me encerré en mí misma. Pensaba que era culpa mía que la gente se pusiera
conmigo, por ser diferente, y de mis padres, por ponerme en una
situación en la que yo era la rara. En el instituto me decían negra de mierda
cada dos por tres... Aquello me estaba minando y empecé a llevar una doble
vida. En casa querían que saliera con los amigos y fuera a la discoteca, pero
como ya sabía que tendría problemas para que me dejaran entrar, me iba a pasear
por Pedralbes. Ante los padres (adoptivos) hacía ver que mi vida era normal y,
como nadie me entendía, me guardaba los problemas para mí. Pasaba mucho tiempo
sola, me gustaba escuchar la radio, descubrir la música negra americana (soul,
jazz, blues...) y me interesé por la lucha de los negros por sus derechos en
Estados Unidos. Soñaba que aquí algún día podía pasar lo mismo y que podía
llegar a ser una persona normal".
Cari Mc Cay
(42 años) expresa sus sentimientos con una convicción que te deja helado. Se le
nota que ha trabajado el tema a conciencia y desde hace años. Esta mujer
enérgica y de piel negra como el carbón fue adoptada a los 6 años después de
pasar dos tercios de su corta vida en una institución religiosa para niñas
huérfanas. Su infancia estuvo marcada por unas situaciones que afectan a la
mayoría de niños adoptados: el sentirse diferente de los compañeros de clase, el
asumir un abandono por parte de aquellos que en teoría más la tenían que amar,
el sentimiento de culpa incluso, porque si la familia la dejó, seguro que fue
por algo que ella había hecho mal...
"La
adopción es un tema que toca a fondo los sentimientos y define el tipo de
persona que serás de adulto", reflexiona Mc Cay.
El padre de Cari
era un militar estadounidense destinado en la base aérea de Torrejón de Ardoz,
mientras que la madre procedía de la excolonia española de Guinea Ecuatorial.
Se separaron poco después de nacer ella. El hombre se volvió a su país y la
madre se trasladó a Barcelona, donde tenía familia y donde moriría cuando la
niña tenía apenas 2 años. Nadie se hizo cargo de la pequeña, que fue ingresada
en un orfanato de las Hijas de la
Caridad.
"No guardo
recuerdos negativos de aquella época. Eso sí, había bastantes peleas -aún
conservo dos cicatrices en la cara-, y cada chica tenía asignado un número que
nos ponían en todas las prendas, como en Auschwitz. El mío era el 36. Las niñas
que vivíamos en San José de la
Montaña venían de situaciones familiares complejas. Allí
éramos lo peor de lo peor, y cuando las monjas nos sacaban a la calle nos
sentíamos señaladas ".
De los 6 a los 15 años fue una época
feliz. Los padres de una monja la adoptaron y la llevaron a vivir a la casa que
tenían en Pedralbes. "Fue maravilloso. Paso de disponer una atención nula
a tenerlo todo en todo momento ", recuerda agradecida.
Los problemas
comienzan cuando la echaron del colegio femenino donde estudiaba e ingresa en
un instituto mixto. En ese momento, sufre el racismo de sus
compañeros y todo se le desmonta. "A los 12 años me empiezo a ver como
negra. Hasta ese momento me miraba al espejo y me veía blanca. Algo no encajaba
cuando yo me veía blanca y los demás me decían negra, y de una forma no
agradable. Entonces me doy cuenta de hasta qué punto era importante para la
gente el color de mi piel y me conciencio de que aquello tendrá consecuencias
en mi vida".
Durante diez
años, Cari se encierra en sí misma sin encontrar a nadie que la entienda.
"No fui una chica rebelde. Era una persona tan hundida que no tenía ni
fuerzas para ser rebelde ", suelta sin que le tiemble la voz.
Hasta que, a
los 25 años, se produce la gran catarsis. Ya emancipada de los padres, un día
recibe una llamada de la policía de Mallorca. Habían encontrado muerto a su
hermano biológico. "Lo habían enterrado en una fosa y me dieron las cuatro
cosas que tenía. Fue muy duro saber que estaba muerto y que ya no tendría
ningún relacion con él. Había tenido problemas de droga, prostitución y estaba
en proceso de cambio de sexo, hasta el punto que cuando lo vi no lo reconocía".
Cari Mc Cay regresó
a Barcelona conmocionada y los padres la recibieron como si nada hubiera
pasado. Es en ese momento que dice basta. Decide desaparecer y se va a
Londres.
La capital
británica será una revelación. Los diez años que vivirá allí le descubrirán
un mundo lleno de colores y posibilidades. Cuando se va al banco y ve que el
director de la oficina tiene el mismo tono de piel que el suyo, se da cuenta de
que no hay imposibles. En la cosmopolita ciudad del Támesis se relaciona con un
grupo de hombres y mujeres de otras etnias que también habían sido adoptados de
niños. Con ellos comparte un pasado de soledad, incomprensión y baja
autoestima, y poco a poco se reencuentra consigo misma y recupera la fuerza.
En 2006
reencuentra una Barcelona diferente de la que había dejado. Las adopciones
internacionales se habían propularizado y ella decide poner su experiencia
vital a disposición de las familias a las que pueda ser de utilidad. Funda la Asociación Gerard ,
en homenaje al hermano muerto, empieza a dar charlas de adopción interracial y
colabora con el Instituto Familia y Adopción.
"Me
gustaría -explica- que las familias entren en la adopción sabiendo qué implica
tener un niño de otra raza. Una adopción supone que antes ha habido un
abandono y que por tanto las necesidades de ese hijo, y más aún si es de otro
color, serán diferentes de las de un hijo biológico".
Hoy, Mc Cay y
su pareja están en lista de espera para adoptar un niño.
Muchos
adoptados han tenido que recorrer en solitario el largo camino hasta la edad adulta.
De pequeños les escondieron la realidad y cuando se hicieron mayores tuvieron
que construir, ellos solos o con la ayuda de profesionales, una identidad
propia. "No he sabido hablar del tema con mi madre adoptiva",
reconoce una chica que fue adoptada dentro de la propia familia y que pide el
anonimato. En su caso, la madre adoptiva era la hermana de la mujer que la
trajo a este mundo, así que la situación resultó extremadamente difícil
de asumir para las dos. "No es que el tema sea tabú en casa, es que yo soy
un tabú, el hecho de que exista es un tabú dentro de la familia. Para ella es
un tema no resuelto, que la hiere, y que no sé si resolveremos nunca. Era su
hermana la que me había abandonado".
¿Lo más
difícil de asumir? "Entender porque no interesaba a mi madre biológica. De
pequeña me preguntaba si había algo malo dentro de mí que provocara su rechazo".
Fue
precisamente esa necesidad de encontrar respuestas lo que la llevó a recuperar,
cuando fue mayor de edad, la relación con las personas que la habían concebido.
"En casa me decían que la llamada de la sangre es una tontería, pero todos
los seres humanos necesitamos saber a quién me parezco, a qué hora nací, cómo
estaba de salud... De pequeña era llorona y no sabía por qué. De mayor lo
racionalizas y lo incorporas a tu vida".
Ricardo
Subirats (32 años) y Susana Nieto (50) son pareja. Desde la adolescencia, él
sabía que los apellidos que figuran en su DNI eran diferentes de los que le
habían dado sus padres biológicos. Aunque lo había descubierto por
indiscreciones de sus padres adoptivos, nunca había tenido un interés especial por
localizarlos. Hasta que, junto con su compañera, acudieron al Registro Civil
para inscribirse como pareja de hecho.
Conociendo los
nombres de sus progenitores, a Susana le bastó media hora de búsqueda en Google
para encontrar el teléfono del padre. El hombre se quedó clavado al sentir la
historia que aquella desconocida le contaba a través del aparato, hasta que ella
le dijo: "Le doy nuestro teléfono y dirección: haga lo que tenga que hacer".
Tres horas más
tarde, el padre de Ricardo se presentaba en su domicilio y, tras 24 años de
separación, se reencontraba con su primer hijo. "Lo más fuerte -explica
Ricardo- fue ver que era calcado a mí. Después estuvimos hablando y me contó
que todo había pasado siendo él muy joven, en una relación con una chica con la
que ni siquiera eran novios y que me habían dejado en adopción porque no me
podían mantener. También me dijo que mi madre estaba muerta".
Ricardo ha
podido restablecer la relación con su padre biológico, tener una hermana, como
siempre había deseado, y dos hermanos que se suman al hermano que ya tenía por
el lado de la familia adoptiva. En definitiva, se siente feliz de tener una
familia amplia y compleja, unida tanto por vínculos de sangre como adoptivos.
Susana tuvo
menos suerte. La mujer de Ricardo fue abandonada después de que sus padres se
separaran. Nacida en Madrid, se crió en Barcelona en casa de los abuelos
paternos y nunca fue oficialmente adoptada.
Susana,
Ricardo y su hijo se presentaron en una ocasión en casa de la madre, pero la
mujer no quiso saber nada de ella. Le dijo que ya tenía familia y que se
volviera a Barcelona. "Fue muy fuerte -recuerda Ricardo-. Le dio la
espalda y ni siquiera le quiso dar un beso".
"Como
consecuencia de ello -continúa Susana-, no tengo familia, porque mis abuelos ya
murieron". Eso sí, aunque ha invertido muchos esfuerzos sin resultado,
conserva la esperanza de encontrar algún día a su padre. Por lo que sabe, vive
en Ávila y fue un destacado actor secundario en infinidad de películas
españolas de los años setenta y ochenta, trabajando junto a artistas como
Fernando Esteso o Manolo Escobar.
"A Susana
-reflexiona Ricardo, comparando su propio caso con el de ella- la deberían haber dado
en adopción. Al no hacerlo, le han impedido tener familia. Yo, al fin y al
cabo, antes de encontrar a mi padre biológico ya tenía unos padres y un hermano".
Tanto Cari
como Ricardo fueron adoptados en una época en la que estos casos estaban poco
reglamentados, así que los dos celebran la protección que actualmente recibe el
menor. "Hace tiempo que las cosas se podrían haber hecho de una manera que
ayudara a normalizar estas situaciones -reflexiona Ricardo-. Recomendaría a los
padres adoptivos que expliquen a sus hijos lo que hay, sin esconder nada, y que
asuman todas las consecuencias. Hacerlo de otra manera es caer en un engaño,
porque a la larga se sabe todo y el hijo se siente traicionado. Es lo que está
pasando ahora con los casos de los niños robados durante el franquismo".
Antonio
Barroso (43 años) es una de las personas que más ha luchado para que se aclaren
los miles de casos de adopciones irregulares que han aparecido en los últimos
años en el Estado. Él comenzó a sospechar que era un niño adoptado a los 6
años, cuando un compañero de clase le espetó que no era hijo de su madre. Los
padres siempre lo negaron, pero el llanto de su madre cuando le sacaba el tema
le hacían ver que las sospechas tenían un fundamento. De modo que pasaba muchas
noches llorando en su habitación.
A los 38 años
las sospechas se confirmaron. Un día, le llamó su amigo Juan Luis desde el
hospital para contarle lo que su padre, a punto de morir, le acababa de
confesar: que ambos habían sido adoptados, que los habían "comprado"
por 200.000 pesetas a una monja en Zaragoza.
"Conseguí
hablar con mi madre y me contó toda la verdad -recuerda Antonio-. De pronto
descubro que había vivido toda la vida engañado. Así que a partir de ese
momento dejé todo lo que estaba haciendo. Me puse a investigar y fundé la asociación
Anadir, que hoy tiene más de 2.000 socios. Lo que tortura es no tener
respuesta a un montón de preguntas. Te acabas obsesionando. Actualmente, vivo
de los amigos. Me he fundido todos los ahorros y he vendido todo lo que tenía,
ayer mismo me desprendí del Audi A4. Me da igual. Quizás ya no encontraré a mi
madre y, si la encuentro, que sería maravilloso, seguro que tendría una
relación diferente con ella. Pero lo que quiero, por encima de todo, es saber la
verdad".
Quién soy, de dónde vengo
En 1974,
cuando Montserrat Freixa (69 años) y su marido adoptaron a su hijo Xavier,
recién nacido, las parejas que llegaban a la paternidad por vías no convencionales topaban con una gran
incomprensión. "Ahora, la adopción está socialmente aceptada pero en ese
momento la gente no lo entendía. Poca gente lo hacía y algunos padres cambiaban
de piso porque los vecinos no entendían que tuvieran un hijo sin haber visto
primero a la mujer embarazada".
Para comprender hasta qué punto ha cambiado la percepción que la sociedad tiene de la adopción,
Freixa explica que, hace unos años, una mujer de su edad que no había podido
tener hijos le reconoció: "¡Qué burra fui! Debería haber sido tan valiente
como tú".
Pero adoptar
tampoco era fácil, hace cerca de cuarenta años. Las familias que asumían la
paternidad de un hijo engendrado por otra madre tenían que decidir ellas solas
si contaban la verdad al pequeño, como hoy recomiendan todos los expertos, o si
se dejaban vencer por la tentación de callar. El entorno empujaba a silenciar
una verdad incómoda. A Montserrat Freixa, su madre le preguntó "¿no le
harás daño si le dices que no es hijo tuyo?". Aplicando el sentido común,
ella y su marido llegaron a la conclusión que peor sería ocultar información. Y
optaron por ser transparentes.
Desde el
momento en el que se hizo cargo de Xavier, Freixa, que hoy es profesora de
Psicología de la
Universidad de Barcelona, se dio cuenta de las necesidades de
los padres adoptados, y se propuso poner su grano de arena para que las
familias que venían detrás encontraran más apoyo e información. Creó un máster
en acogimiento, adopción y postadopción y hoy es miembro de la Fundación Teresa
Gallifa.
En su doble
condición de madre y experta, Montserrat Freixa explica que a un niño adoptado
"le amas igual que a un biológico, pero hay unas diferencias. Se preguntan
quién soy, de dónde vengo, por qué estoy aquí o por qué mi madre me dejó.
Tienen un sentimiento de abandono que les acompañará siempre".
Para Freixa,
lo más importante para el niño es crear el vínculo con los nuevos padres.
"Cuando se ha hecho, éste no se romperá aunque haya problemas. Los padres
lo aguantan todo. Porque el adoptado muchas veces prueba hasta dónde puede
estirar. Hay adolescentes que se escapan de casa por el gusto de ver a los
padres enfadados y comprobar si es cierto que lo quieren".
A partir de
los 6-8 años, cuando el hijo entiende lo que significa haber sido adoptado, se
puede estar una semana seguida preguntando por aquella mujer que lo llevó en la
barriga: quién era, por qué lo dejó, dónde vivía... "Después lo relativiza
y está tranquilo sabiendo que hay otra madre. Hasta que llega la adolescencia,
que es cuando las personas construimos nuestra identidad. En su caso, es más
difícil ligarlo todo, porque le falta una pieza del rompecabezas. Los padres lo
tienen que explicar y, después, cuando sea adulto, tendrá una vida igual o mejor
que los hijos biológicos".
Eso sí, con
algunos rasgos específicos. Precisamente por haber sido abandonado cuando más
débil era, el adoptado necesita tenerlo todo bajo control.
Además, aunque sea ya de edad adulta mantiene un alto grado de dependencia de los padres, a los que llama a
menudo por teléfono para informarles sobre lo que hace y lo que deja de hacer.
Y cualquier pérdida que tenga, sea un hecho banal o la muerte de una persona
cercana, le provoca un gran trastorno: le hace revivir la pérdida primera.
Otro momento
delicado es a la hora de plantearse tener descendencia. Especialmente las
mujeres, porque ser madre va asociado a un asunto que resulta trascendental
para alguien que, en muchos casos, desconoce incluso el aspecto físico de sus padres: la
genética. La sorpresa llega en el momento de nacer el hijo. Entonces, todos los miedos se desvanecen. Descubrir que por primera vez en la vida hay alguien
con unos rasgos físicos parecidos a los suyos hace que se sientan menos solas
en este mundo. "¡Lo mejor que me ha pasado en la vida fue ver que mi hijo
biológico era clavado a mí!", le confesaba a Freixa una
asistente a una mesa redonda.
Para Mireia
Sala, psicopedagoga experta en lenguaje, los adoptados tienen aún otro rasgo
característico. "Son poco académicos. Su prioridad es sobre todo social.
Son más emocionales, buscan ayudar a los demás, ser amados y valorados. Recibir
la seguridad que conlleva el abandono".
Mireia Sala
reconoce que la adopción tiene dos caras: la de los niños que se han integrado
en la familia sin problemas y la de los que arrastran un pasado doloroso. A su
consulta llegan los casos problemáticos, y es de esos de los que habla, de
niños y niñas que han pasado años en instituciones en sus países de origen, en
ocasiones sin estímulos ni la atención necesaria (según los expertos, cada tres
meses pasados en un orfanato suponen un mes de retraso en la incorporación de
nuevos aprendizajes).
Sala habla
también de niños nacidos de malos embarazos, de hijos de madres alcohólicas o
drogadictos, de niños maltratados o que han sufrido abusos sexuales, de niños a
los que nadie en el orfanato sacaba de la cama o a los que daban pastillas para
dormir. Pero Sala se refiere también a padres poco conscientes de lo que han
vivido los hijos y que, un mes después de llegar a Barcelona, ya pretenden
escolarizarlos, cuando lo prudente sería esperar y, cuando llegara el momento,
llevarlos a centros en los que, además de no ser los únicos étnicamente
diferentes de la clase, tuvieran un seguimiento individualizado.
"Hay un
contraste muy fuerte entre padres e hijos -reflexiona la psicóloga-. Por un
lado nos encontramos con niños que han sufrido las máximas privaciones, que es la
vida en una institución, y por otro unos padres de clase media, con estudios y a
menudo de profesiones liberales, sin problemas económicos. Intentamos casar extremos, familias sanas con niños a los que todo les ha fallado. Y muchos de
estos problemas aparecen ahora, que muchos de los niños adoptados en los
últimos años llegan a la adolescencia".
Las dos
expertas se muestran partidarias de revisar el actual sistema de adopción.
Mireia Sala y Montserrat Freixa defienden las fórmulas abiertas, en las que el
hijo mantiene el contacto con la familia biológica. "Hay que mentalizar a
los niños que no son huérfanos, que tienen dos familias", dice Sala.
"En nuestro país se dice que nadie quiere la adopción abierta pero yo creo
que sí. Resolvería muchos de los problemas que ahora tenemos".
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada