Alá III

JORDANIA
Ferry con destino Aqaba



NUWEIBA-AQABA-WADI RUM, 70 km(ferry), 84 km. (taxi)
Estoy francamente relajado, después de seis semanas de viaje. Llegué a Tánger atemorizado por las dificultades que temía encontrar. Es cierto que he topado con problemas, pero todo, incluso los trámites burocráticos, se soluciona sobre la marcha, de forma agradable, sin sobresaltos. Los árabes poseen una inusual capacidad para hacerte sentir bien, por más lejos que estés de tu casa y por más alejado que te sientas de su cultura. En ningún momento he sentido que se me esté imponiendo nada ni nadie me ha violentado.
Aquí las cosas son claras: eres extranjero y como tal eres tratado. No tienes capacidad para incidir en las personas que conoces, pero nadie se extraña de tu presencia ni pretende convencerte de nada.
La parte negativa de este comportamiento es la escasa curiosidad de las gentes. Te respetan tanto que, en reciprocidad, resulta complicado, por no decir imposible, husmear en las vidas privadas más allá de lo que se esconde detrás de su estricto comportamiento público. Es difícil confrontar opiniones, dar con voces disidentes, ver cómo se comportan hombres, y no digamos ya mujeres, en la intimidad de sus hogares.
Sorprende, en cambio, la facilidad con que se me acercan los cristianos. Los atraigo con la fuerza de un imán. Egipto es su país, pero existe una parte de su yo silenciado que jamás podrán compartir con los musulmanes. Por eso vienen hacia mí. Todos los que he conocido vestían a la occidental, con pantalón y camisa, en un intento, acaso inconsciente, de acercarse a sus correligionarios.
Tengo que reconocer que yo también me siento más próximo a ellos. Soy agnóstico y pienso que todos los hombres somos o deberíamos ser iguales, me siento solidario con muchas de las desgracias que sufren los musulmanes. Pero desde que llegué a Egipto, cuando tengo que preguntar por un hotel o un autobús, mi mirada busca de forma inconsciente a quien más se parece a mí. Sin duda hay algo de prejuicio en ello, lo que me molesta, pero este hecho responde también una realidad incontestable: que los cristianos tienen un mayor conocimiento de idiomas y una mayor facilidad para comunicarse conmigo. Y yo con ellos.
El viejo y orondo Garil parece más parlanchín, esta mañana. Le he visto fumando en su bar, y se ha molestado cuando se lo he señalado. “Soy cristiano, y los cristianos hacemos nuestra vida”, ha dicho. “Además, no todos los musulmanes siguen el Ramadán”, ha revelado con mirada pícara, yo diría que satisfecho de romper el mito sobre la unidad del Islam.
Luego ha echado la cortina y, a salvo de miradas hambrientas, él y un camarero se han sentado a desayunar. Comen tortilla, queso y pepinillos en conserva, y mientras lo hacen, les cuento que esta mañana, en el puerto, le he dado diez libras a un hombre que se me ha acercado mostrándome su pasaporte jordano y una foto de su familia. “Te ha engañado –concluye Garil sin necesidad de más explicaciones-. Ese hombre no necesitaba dinero. En Jordania viven millones de palestinos que huyeron de Israel. Están recibiendo dinero y armas de todo el mundo, tienen fábricas y comercios”.
En el bar también hay musulmanes, a quienes parece importar poco que alguien esté comiendo o fumando. Eso sí, tienen la precaución de tenerlo fuera de su campo visual, que bastante sufren con su ayuno.
Para Garil, el Ramadán es un imponderable más del negocio. Los ingresos bajan de forma considerable durante este mes, pero también tiene un supermercado, donde las ventas son regulares todo el año. Además, en el bar vende billetes de autobús y alquila un teléfono móvil Nokia, a una libra el minuto.
El, en apariencia, imperturbable Garil se pone trascendente mientras recojo mis cosas: “¿Sabes qué significa Garil? Bello. Yo antes era bello –sonríe-, y los países árabes están llenos de garils”. Y el antaño bello y aún adorable Garil me pregunta si algún día volveré con la misma sinceridad con la que anoche me deseó “dulces sueños”.
El puerto de Nuweiba es poco más que un simple embarcadero sin abrigo en el que los barcos amarran de popa. Las instalaciones disponen de varias salas de espera, tenderetes de comida y una variopinta tienda libre de impuestos en la que tanto venden Tutankamon de cerámica como imágenes de Jesús crucificado o un atrevidísimo conjunto de lencería femenina de color dorado con plumas rojas.
Todos cuantos nos dirigimos a Aqaba esperamos tras una valla, y cuando por fin nos dejan pasar, se desata entre los ansiosos pasajeros una carrera de empujones por ser los primeros en embarcar. Las mujeres son las que más aprietan, yo diría que por falta de costumbre de salir de casa, y cuando han tomado asiento, llaman a sus esposos –“¡Mohamed, estoy aquí!”-, para advertirles de que les han reservado una butaca.
Ahora se las ve más tranquilas. Una hace el característico grito con el que las árabes expresan su alegría, otras diez o doce la secundan y la enmoquetada sala de la embarcación recuerda por un momento el interior de una jaima.
Pero no estamos en el desierto, sino en un ferry de última generación, de esos que surcan los mares sobre un patín a más de treinta nudos a la hora. Durante la travesía viajaremos sentados en unas mullidas butacas, más propias de un avión que de un barco que te lleva a la ciudad de Lawrence de Arabia, sin posibilidad de subir a cubierta. ¡Cómo cambian los tiempos! A este paso, ¿quién recordará, dentro de unos años, el mágico momento en que las familias se subían a las barandillas para despedirse de sus seres queridos, para presenciar los trabajos de desamarre o para ver la estela de espuma blanca que dejaba el navío al salir de puerto entre pitidos de sirena y chimeneas humeantes?
Mi compañero de asiento agradece el aire acondicionado. Como muchos otros pasajeros, lleva una botella de agua. Hoy sí, puede beber, pese al Ramadán. Está de viaje, y si Alá hizo algunas excepciones a la obligación del ayuno, bien vale la pena aprovecharlas. Nadie parece tener en cuenta que dichas leyes se dictaron hace más de mil años, cuando se viajaba a pie o a lomos de un camello. Pero, ya se sabe: la fe es inquebrantable, y la carne, débil.
Por la tele dan un vídeo religioso. Un hombre cuenta lo que parecen parábolas coránicas ante un auditorio compuesto por más de doscientas personas. El recitador de historias se ha adaptado a los nuevos tiempos. Ya no viste túnica para acudir a los bazares de las aldeas. Ahora lleva americana y corbata para salir por televisión.
Hay otros occidentales, en el barco. Nos acompañan una pareja de italianos muy bien vestidos, maquillada ella y con unas sandalias de color naranja; una nórdica que, para sentirse más integrada, se cubre el pelo con un pañuelo blanco, sin percatarse de que la camiseta que lleva apenas disimula la prominencia de sus pezones; tres chicos con melena y camisetas descoloridas, almas revividas del Woodstock de los años sesenta; y también cuatro japoneses: dos chicas de piel clara, un hombre curtido que, después de escalar el Monte Sinaí henchido de emoción, se desilusionó al encontrar la cima llena de gente que entonaba cánticos religiosos, y un chico que durmió en un dormitorio comunitario de El Cairo por un euro y que la pasada noche ha pagado trescientos por una habitación de lujo en Nuweiba.
Dejamos atrás Egipto y, volando a ras de agua, nos dirigimos hacia el norte, envueltos por una neblina que, al disiparse, nos descubre el fantástico circo de montañas que rodea al golfo de Aqaba. Y mientras un policía sella los pasaportes de centenares de pasajeros a una velocidad endiablada -¡toc-toc, toc-toc, toc-toc..!-, yo diría que a un ritmo de dos documentos por segundo, ya estamos en Jordania.
En el puerto nos retienen un buen rato en el interior de la nave. Las señoras se impacientan de nuevo junto a la salida, y cuando por fin abren la puerta, la presión que ejercen hombros contra espaldas es tanta, que una masa humana es expulsada a propulsión al exterior.

-¿A dónde va? –me pregunta un taxista.
-A un sitio que se llama Wadi...

-¿Wadi Musa?
-Eso.

Me pide treinta y cinco dinares jordanos por llevarme, lo que me parece excesivo para un trayecto de menos de cien kilómetros. Trato de negociar, pero el tranquilo de Kalil se mantiene fijo en sus más de cuarenta euros. Qué le vamos a hacer Parece que Jordania tiene poco que ver con Egipto, y enseguida descubro lo distintos que llegan a ser los dos países. Kalil conduce un moderno Mitsubishi por las bien iluminadas calles de Aqaba y los precios son casi europeos. Necesito dinero, pero los bancos están cerrados y el taxista tiene que comer.

-Ven a mi casa –me invita, mientras contemplo el Sinaí por última vez.
-Perfecto.

La vivienda de Kalil está equipada con aire acondicionado, ordenador y electrodomésticos nuevos, pero con pocos muebles. El taxista me presenta a sus hijos, Aya, Mohariat y Ayat, la pequeña, que juegan con él, le besuquean y obedecen sus órdenes al instante.
Un minuto antes del fin del ayuno, la mesa está ya puesta, sólo para dos, y cuando es la hora, Kalil bebe un vaso de agua de un trago largo, saboreando cada sorbo. Después nos servimos, arroz con fideos y carne de cordero con una víscera que no reconozco.

-¿Qué es? –pregunto.

Kalil señala con disimulo su entrepierna, aprieta el puño y dice: “Esto va bien”.
Y nos reímos.

-¿Así que vas a Wadi Musa? –se interesa-. Te gustará mucho Petra. A todos los europeos les gusta.
-Ya... Pero yo no voy a Petra, voy a Wadi...

Horror. Me he confundido. Le he dicho que iba a Wadi Musa cuando en realidad voy a Wadi Rum. Pagaré el precio de un trayecto de doscientos kilómetros cuando no tengo que hacer ni la mitad. Pero es demasiado tarde. El trato está cerrado.
Apuramos un té a la menta y un zumo y Kalil se despide de sus hijos y de su mujer, de la que sólo he oído su voz y que al marcharme consigo ver, en una imagen fugaz, de espaldas, al pasar junto a la cocina.
Circulamos hacia el norte por la misma autopista de peaje por la que cada día pasan centenares de camiones cargados de comida con destino a Iraq.
Ya en Wadi Rum, sólo bajar del coche, varios hombres me ofrecen excursiones para mañana, en camello o en todo terreno, y, al comprobar mi escaso interés, desaparecen tan raudos como llegaron.

-¿Eres escalador? -me preguntan unos chicos en una tienda de comestibles.
-No, ¿por qué?

-Eres turista, entonces. ¿Quieres hacer una excursión en camello, mañana? Ven por aquí; te estaré esperando.

En la calle, un ágil y alto beduino se sube a un todo terreno con uno de sus costados lleno de agujeritos del tamaño de un garbanzo. Parece una ráfaga de ametralladora. Y lo es. Por las noches el hombre se juega el tipo entrando hachís en Arabia Saudí a través del desierto, y, hace unos meses, la policía le sorprendió. Es cosa seria, traficar con droga en uno de los países más herméticos del mundo. Y el contrabandista lo sabe. Así que, al verse cazado, apagó las luces y, esquivando balas, desapareció entre las dunas y, orientándose con las estrellas, consiguió regresar a Jordania. Salió bien librado de un encuentro que podría haber resultado fatal, porque, en caso de detención, le podrían haber condenado a muerte. Recibió, eso sí, un impacto en un tobillo, cuya cicatriz me muestra con orgullo. Tras lo cual arranca su viejo y ruidoso Land Cruiser y desaparece en la oscuridad de la noche pegando botes sobre la arena.
Es un sitio curioso, Wadi Rum. Dicen que es de una belleza sin igual. Desde luego, el silencio de esta noche estrellada es algo maravilloso.



Arenas doradas



WADI RUM
El nuevo día penetra poco a poco en el cerrado valle de Wadi Rum. El aire es fresco, y, al asomar la cabeza fuera de la tienda donde he pasado la noche, descubro que he dormido entre impresionantes paredes de piedra.
Los ocupantes de varias tiendas desayunan ya junto a un muro mientras una pareja de excursionistas se dirige, con pesadas mochilas en la espalda, hacia las montañas. El campamento está lleno de escaladores. Este recóndito lugar de Oriente Próximo se descubrió para la escalada a mediados de los años ochenta y, desde entonces, la afluencia de deportistas aumenta sin cesar. Vienen a coronar paredes verticales de mil metros. Los hay con aspecto de ermitaños, con barbas y camisetas sucias, como si hiciera una semana que no se asearan. Quienes acaban de llegar se reconocen por sus impolutas ropas blancas. Se tomarán un día o dos para aclimatarse. Luego afrontarán las vías que en casa han estudiado de forma minuciosa durante semanas.
Los escaladores hacen estiramientos sobre la arena, desayunan corn flakes que han traído de su país y hacen comentarios del tipo “mira, ahí van unos turistas a dar una vuelta en camello”. Porque ellos no son turistas. No vienen aquí a conocer las costumbres y a las gentes del lugar. Ellos son otro cosa. Vienen a lo que vienen. Si están aquí es para subirse a una pared, y punto.
Es una forma más de viajar. Unos acuden a Roma para ver iglesias y museos, otros se van a Africa a estudiar las danzas swajili o a Cuba a practicar deportes de alcoba.
Yo también fui turista deportivo. Pero un día concluí que estaba harto de pasar demasiado aprisa por pueblos y montañas. Atravesar los Highlands escoceses, el Atlas marroquí o las Alpujarras en bicicleta tenía mucha épica, pero poca poesía. De modo que decidí dedicar más tiempo a conocer gentes y lugares.
Anoche, por ejemplo, conocí a un tipo divertido. Es policía y se llama Al Shisani, que, como su nombre indica, es checheno. Este hombre de frente ancha y ojos claros es el encargado de vigilar el campamento, y cada vez que contaba algo gordo, pero que muy gordo, movía la mano a toda velocidad, y sus dedos producían un chasquido parecido al descorche de una botella de cava.

-¿Y qué hace un checheno tan lejos del Cáucaso? –le pregunté.
-Somos unos veinticinco mil, en Jordania. Los primeros llegaron en 1918, huyendo de la revolución rusa y de las persecuciones religiosas. En 1935 vinieron más y en la actualidad sigue llegando gente que escapa de la guerra. Mi abuelo fue de los primeros. Quiso probar suerte, y al comprobar que se estaba bien, llamó a la familia. Yo nací en un pueblo a cuatrocientos kilómetros de aquí.

-Y, ¿te gusta Jordania?
-Es mi país –dice con poco convencimiento-; aquí están mi familia y mis amigos: me tendría que gustar. Pero a pesar de ser musulmanes, no nos parecemos en nada, ni en tradiciones ni en idioma, a los árabes.

A Al Shisani le gustaría conocer España y encontrar a una mujer con quien casarse. Por eso estudia español. Los rudimentos del idioma los aprendió en Haití, durante los ocho meses que pasó en el país caribeño al servicio de Naciones Unidas. “Fue una gran experiencia –asegura-; pude conocer otro idioma, otras costumbres, otras comidas, gentes diferentes y... también a varias mujeres”.

-Seguro que eso fue lo mejor...
-¡Hummm! -concede sin entrar en detalles.

-Por cierto –me dice al marcharme-; si ves a un español llamado Juanjo dile que me venga a ver, porque ha aparecido la cámara fotográfica que le robaron en Petra. Tiene que volver allí para rellenar unos formularios y declarar ante el juez.
-Así lo haré -le prometo.

Compro una botella de agua y me voy a pasear por Wadi Rum, un trozo de desierto cuyo descubrimiento para los europeos va unido a la figura de Lawrence de Arabia. El arqueólogo viajó durante cuatro años por Oriente Próximo con el propósito de recabar información para la tesis que preparaba sobre la arquitectura militar de las Cruzadas y, visitando el lugar en el que me encuentro, alertó sobre la amenaza que la construcción de un puesto policial suponía para un milenario templo nabateo.
El excéntrico y misterioso británico volvió a pisar, ya como espía, estas arenas, al mando de las tribus árabes que libraban una lucha sin cuartel contra el ejército turco. Desde este laberinto de colosales montañas, Lawrence saboteó la cercana vía férrea que unía Estambul con la ciudad santa de Medina.
En su libro Los siete pilares de la sabiduría, Orens –como le conocían sus amigos árabes- califica Wadi Rum como una “catedral a cielo abierto”. No hay mejor forma de describir este templo de la naturaleza, evocado en el Corán por “el esplendor inigualable de sus montañas”.
Hace media hora que mis pies se hunden en la arena. Sólo oigo el zumbido de mis oídos, poco acostumbrados a la ausencia de ruido, el vuelo de algunas moscas que vienen a hidratarse en mi piel sudada, y mis pisadas. Avanzo por una franja de desierto recta y de más de un kilómetro de ancho. A lado y lado se levantan los muros de la catedral de Lawrence, gigantes de granito rosado que parecen emerger de las profundidades de la tierra.
A la sombra de unas montañas, encuentro un todo terreno con las puertas abiertas y, cincuenta metros más allá, tras un montículo, un par de hombres. Juegan a las damas en un tablero dibujado sobre la arena, mientras, a su lado, unas brasas mantienen caliente una ennegrecida tetera. Como fichas improvisadas, el del pañuelo rojo usa piedras; el del mono azul, que es manco, pequeños excrementos secos.

-Chai? -me ofrecen al acercarme.

Mi presencia no parece incomodarles. Todo serenidad, siguen impasibles con su juego, ajenos al paso del tiempo o a la presencia de un extranjero. Sólo hablan al finalizar otra partida, que vuelve a ganar el de azul. Entonces, comentan en voz baja los lances del juego.
Desconocedores de lo que son las prisas, lo más seguro es que permanezcan aquí hasta que sientan hambre.

-¿Y el Ramadán? –les pregunto mientras me sirven otro té.
-¿Ramadán? –replica más extrañado aún, casi indiferente, uno de ellos. El ayuno tampoco va con ellos.

Sigo hacia el sur. De vez en cuando, en la lejanía, pasa el viejo Toyota de un beduino o modernos todo terreno blancos que traen a turistas de Ammán. Pero apenas se les oye, porque la grandiosidad del entorno absorbe el ruido de los motores.
Camino despacio sobre un mullido colchón de arena que cambia del amarillo al dorado, del dorado al naranja y del naranja al rosado pasando por una infinidad de gamas intermedias.
Me encaramo a unas losas, y, unos cincuenta metros sobre el nivel del valle, la vista es perdidamente bella. La arena, los monolitos de roca y la salvaje soledad convierten el lugar en algo único.
En este escenario se rodaron las escenas más recordadas de Lawrence de Arabia. Ya me parece oír el galope de las tropas beduinas, a punto de aparecer ante mi campo de visión, con Peter O’Toole y Omar Sharif a la cabeza, mientras en las moles pétreas que circundan esta catedral retumban los acordes de la banda sonora que Maurice Jarre compuso para la ocasión.
Sin agua, regreso al campamento, y tras descansar un poco, por la tarde camino en sentido opuesto, hacia las ruinas del templo nabateo que se conserva al pie de la cima más alta de Wadi Rum. Sentado en un muro de casi dos mil años de antigüedad, contemplo la pared que, a un centenar de metros, se yergue hacia el cielo. De las alturas llegan unas voces huecas, norteamericanas, sin que consiga ver a nadie. Una pareja de franceses que llegan caminando a ritmo ágil, cubiertos de polvo pero felices, me señalan el punto donde se encuentran los escaladores:

-¿Ves encima de la mano? –señala la mujer.

Y, efectivamente, a quinientos metros de altura, la roca forma una protuberancia con un parecido asombroso a una mano. Sobre el dedo anular se aprecia una figura minúscula, apenas una mancha, que se mueve. Y más abajo parece que hay otra.
Satisfecha mi curiosidad, tomo el camino por donde ellos han venido y me desvío hacia el sur, subo una empinada cuesta de rocas desgastadas y, después de media hora de ascenso encuentro el sitio que buscaba. He llegado a tiempo de ver la caída de la noche sobre Wadi Rum, un espectáculo tan bello como fugaz. Al poco de llegar, el sol a punto de ponerse tiñe el valle, las montañas y la arena, de color naranja, en unos minutos cuanto me rodea queda envuelto de tonos rosados, y, al final, del rojo intenso de las calderas.
Cuando el astro rey se oculta, las montañas se apagan con rapidez, vistiéndose del gris preludio de la noche. Por el fondo del valle circulan varios todo terreno cargados de turistas, pequeños puntos desde donde me encuentro, que vuelven para casa, surcando el desierto a toda velocidad y dejando tras de sí estelas de polvo en suspensión.
Antes de que anochezca, bajo a Wadi Rum. Para atajar camino, salto un alambre, y unos perros vienen a mi encuentro para anunciarme que estoy en propiedad privada.
Un chico me señala la entrada de su tienda y me invita a sentarme junto a su padre, Mohamed. Delante del fuego, intercambiamos sonrisas y parabienes, mientras dos chicas curiosean desde detrás de una cortina, hasta que su hermano las ahuyenta hacia adentro.

-¿Tú no llevas pañuelo rojo, como tu padre? -le pregunto con signos al muchacho.
-No –es el padre quien responde -; hasta que no esté casado y funde su propio hogar.

La señora de la casa, madre de nueve hijos, se suma al grupo mientras el padre sirve otro té. La familia de Mohamed está contenta de tener un invitado. Y lo quieren aprovechar.
Sólo algunos envases de plástico delatan que estamos en el siglo XXI. Son gente pobre. Viven en una tienda y, sin Toyota que conducir, tienen que conformarse con desplazarse a lomos de un camello.
A la luz del brasero, me pregunto por cuánto tiempo mantendrán sus costumbres. Y yo mismo me respondo: seguramente, ya han comenzado a cambiar. Lo debieron hacer en 1984, el día después de que los primeros escaladores europeos levantaran su campamento y regresaran a sus confortables viviendas en Europa o Estados Unidos.
Mohamed riñe a sus hijos por pedir dinero a los extranjeros, pero es posible que cuando sean mayores y él falte, se conviertan en guías de montaña y conduzcan un todo terreno cargado de turistas. Imagino que, cuando eso suceda, ya no quedarán ancianos que te ofrezcan un vaso de té mientras juegan a las damas sobre la arena, con piedras y excremento seco.



Rumbo norte



WADI RUM-WADI MUSA, 115 km. (bici)
3 de noviembre, ya. Hoy comienzo a ir hacia el norte. En menos de un mes tengo que recorrer Jordania, Israel, Siria, Líbano y Turquía. Muchos kilómetros por delante, todavía. Alí Bey relataba que un jinete tártaro tardaba treinta días en ir de El Cairo a Estambul. Espero no ser menos.
Dejo Wadi Rum y en menos de una hora me incorporo a la llamada Autopista del Rey. La ruta asciende por un territorio árido y poco poblado en el que sus habitantes practican el Ramadán de forma tan laxa como los dos hombres que he visto hace un rato. Comían pan con yogurt a la sombra de un camión, ajenos por completo al qué dirán.
En el sur de Jordania, donde ahora me encuentro, hubo una revuelta del pan en agosto de 1996. Es una rebelión que, de forma cíclica, se reproduce en los países árabes cuando las clases más desfavorecidas dicen basta. Sucedía hace quinientos años y sigue pasando en la actualidad. La gente acepta vejaciones y represión por parte de los poderosos, se conforman con seguir siendo explotados en espera de un más allá esplendoroso si han sido buenos creyentes.
Pero existe una línea invisible que, cuando se traspasa, la sociedad estalla. El punto de no retorno lo marca el precio del pan. El día que este producto fundamental en su dieta rebasa el límite de lo que las clases populares consideran justo, los hasta entonces obedientes súbditos se convierten en turba violenta capaz de derrocar a cualquier gobernante.
Los monarcas conocen bien esta amenaza y, cuando se da, reaccionan como lo que son, como monarcas del pueblo, y acatan su voluntad. Una vez aplacada la masa, reprimen a los cabecillas de la revuelta, y, satisfechos los deseos de las clases más bajas, se aseguran unos años más de tranquilo reinado.
La historia de Jordania no es pródiga en estos sucesos, de todas formas. El anterior rey, Hussein, muerto en 1999, nueve años después de que se legalizaran los partidos políticos, se enfrentó a pocos sobresaltos. Y su hijo Abdalá II sigue la misma política de intentar estar a bien con todo el mundo, algo difícil cuando tus vecinos son Egipto, Arabia Saudí, Iraq, Siria e Israel. Ignoro si es indicativo de algo, pero los próximos días no encontraré a ningún jordano que proteste.
La carretera asciende a mil quinientos metros entre granjas y cultivos recién arados. A la izquierda de las suaves lomas que recorro, las montañas se precipitan de forma abrupta sobre Israel, formando cañones que dejan al descubierto todos los estratos de la montaña. Es la enorme brecha que, desde el Golfo de Aqaba, sigue hacia el norte por el curso del Wadi Araba, enlaza con el mar Muerto, el río Jordán y el mar de Galilea, y se prolonga hacia el norte de Siria.
Me estoy acercando a Palestina, y se nota. En un punto indefinido del mapa, y sin que el paisaje haya variado ni un ápice, la forma y el color de las zonas habitadas se transforma. Junto a cada casa crece un olivo, y por desolado y árido que sea el entorno, entre las viviendas y el campo siempre hay pinos y cementerios llenos de cipreses.
Las estudiantes, todas, visten bata verde y pañuelo blanco y las calles están inundadas de niños. ¡Hola! ¡Hola! ¡Adiós! Saludo a todo el mundo, por gusto pero también por precaución. He leído varios relatos de ciclistas que, al pasar por esta zona, fueron apedreados. Y no una o dos veces, sino de forma reiterada.
Sea por el ayuno, que los pequeños suelen practicar a partir de los 8 años, o porque no les intereso, llego a Wadi Musa sin novedad.
Tengo veintidós hoteles donde elegir. No en vano el pueblo, situado a tres kilómetros de Petra, recibe a centenares de miles de visitantes cada año. Dudo entre el Twaissi Inn, que aconseja la guía, y el Valentine, que me recomendó Kalil. Y entre duda y duda, a cincuenta metros de mi elección final, un taxista me saluda sonriente desde un coche amarillo. ¡Es Kalil!
Nos saludamos con afecto, dos días después de habernos separado. Me cuenta que ha venido a traer a unos turistas, pregunta por mi estancia en Wadi Rum y luego me acompaña hasta el hotel. Allí me presenta a Valentine, su propietaria. La chica lleva un ceñido pantalón de colores y camiseta sin manga, el pelo recogido en un moño y, pese a su amabilidad, es una ordena y mando. Da instrucciones al servicio, cien por cien masculino, que cumple su voluntad sin rechistar y al momento.
El hotel está pensado para satisfacer todas las necesidades que pueda tener un mochilero durante su estancia. Entre alfombras de colores, lámparas de estaño y rudimentarios utensilios agrícolas, multitud de cartulinas informan de los horarios de los autobuses a Aqaba o Ammán, de los horarios de visita en Petra, de los precios de las comidas o de la dirección de un hotel de Damasco.
Por supuesto, hay Internet, y un libro que recoge opiniones, comentarios, consejos y exabruptos de los centenares de viajeros que han dormido entre estas cuatro paredes. Aquí están las firmas de unos conquenses de El Pedenoso, el “¡Viva México!” dejado por Natalia y Emilio, y tras la extensa parrafada escrita por un japonés, con dibujos y mapas inclusive, aparece detallada la ruta que siguió un canadiense, hace diez días, para trasladarse al Bagdad post-Sadam Hussein.
Todo es fácil, en este tipo de establecimiento. No debes preocuparte de negociar precios ni de hacerte entender con nadie. Su dueña lo hace por tí. Sabe lo que el mochilero necesita y lo que detesta.
Valentine también fue viajera. Nacida en Estados Unidos en el seno de una familia italiana, vagó por el mundo durante años hasta que en Jordania encontró al amor de su vida y se hizo sedentaria.
Después de descansar, a media tarde bajo a la plaza principal del pueblo, a presenciar el espectáculo mío de cada día: ruido de persianas que se cierran de forma precipitada, cruces en los que ningún conductor cede el paso, frenazos, bandejas llenas de dulces que, en manos de hombres, se dirigen hacia hogares hambrientos, o mujeres que esperan, con cara rigor mortis, a que el despistado con quien han quedado las venga a buscar de una vez.
En el bar de la plaza conozco a Robert, un alemán barbudo que también se aloja en el hotel Valentine. Durante los tres últimos años ha estado dando la vuelta al mundo sin coger ni un avión, viajando en tren siempre que ha podido y, lo más difícil, con un presupuesto diario de tres euros. Lo comenta con orgullo, pero se indigna cuando cuenta lo que le acaba de suceder. “¿Sabes cuánto me han cobrado por una botella de agua? ¡Quinientos fils, medio dinar! ¿Sabes lo que es esto? ¡El precio normal son trescientos!”, brama, escandalizado. Le revienta tener que regatear; y no soporta que, ahora que está a punto de volver a Europa, Jordania le destroce las minuciosas cuentas que lleva tres años echando. “¡Es un escándalo!”, protesta, como si todo el país fuera culpable de su imprevisión.
El alemán lo tiene claro: mañana visita Petra y pasado mañana deja “esta mierda de país”.
Al anochecer, el hotel es un hervidero. El resto de establecimientos de Wadi Musa se las ven y se las desean para evitar el cierre a causa del descenso del turismo, pero Valentine esquiva la crisis con maestría. Su hotel aparece en las guías más usadas por europeos, japoneses, coreanos y australianos y sus precios no tienen competencia. Por los dos dinares que cuesta la cena vegetariana, puedes comer hasta reventar.
Grandes bandejas con montañas de arroz, ensaladas, pasta y carne de cordero aparecen dispuestas en una mesa alargada. Alrededor de ella deambulan, plato en mano, el japonés joven que conocí en Aqaba, una pareja de franceses que ayer estaban en Wadi Rum, un australiano de cincuenta años que viaja solo o un matrimonio italiano de edad avanzada. Luego nos agrupamos por afinidades o por edades, los francófonos en una mesa por aquello de hacer piña en defensa del idioma, los asiáticos en otra y los que no quieren saber nada de nadie, repartidos aquí y allá.
En la mesa de los que viajamos solos, las conversaciones versan sobre temas prácticos, porque, al fin y al cabo, todos seguimos más o menos la misma ruta. Los que se dirigen hacia el sur, que son mayoría, preguntan por Wadi Rum, Aqaba y Egipto, y los pocos que vamos en sentido opuesto nos interesamos por Israel, Beirut o Damasco. ¿Oye, y es muy peligroso Israel? ¿Y no tuviste problemas, después, para ir a Siria? ¿Cuánto cuesta el visado sirio? ¿Viste las pirámides?
Al final me harto y me voy para adentro, donde el japonés y dos chicas miran La boda de Muriel en un televisor. De lo que tenga que saber, ya me enteraré cuando llegue el momento. Además, no me gusta esta vida tan cerrada de algunos. Sin darse cuenta, se aislan, igual que los turistas de viaje organizado que tanto detestan y a los que siempre tratan de evitar.




Petra, la ciudad de piedra



WADI MUSA (PETRA)
Petra, la ciudad de piedra, la de los cañones, la de los palacios y las tumbas monumentales, el escenario de una de las películas de Indiana Jones y el principal reclamo turístico de Jordania.
En medio del desierto y de la nada surgió una civilización efímera pero esplendorosa. Sus habitantes hablaban el nabateo, un idioma que, al igual que el judaico, el palmireno, el mandeo y el siríaco, procede del arameo, la lengua que hablaba Jesús.
En el siglo VI antes de Cristo, las tribus beduinas que poblaban lo que hoy es Petra descubrieron la agricultura. El agua era escasa, pero aprendieron a canalizarla y conservarla en manantiales del tamaño de una piscina olimpica alrededor del cual hicieron crecer bonitos jardines. La ciudad se convirtió en destino de las caravanas que llegaban del sur de la península arábiga después de largas semanas de travesía de un desierto que, en palabras de Ibn Battuta, “quien entre en él, dése por muerto; y quien de él salga, téngase por nacido”. Petra deslumbró a viajeros y a mercaderes, que pagaban un derecho de paso, y, al conseguir controlar nuevas rutas comerciales, sus dominios se expandieron desde el sur de Damasco al norte de Arabia.
Los nabateos se helenizaron con las invasiones de Alejandro Magno, se dejaron influir por su arquitectura y su religión y los romanos incorporaron el territorio al nuevo imperio. Fue el inicio de su declive. La emergente Palmira, en Siria, le tomó el relevo, y la estrella de Petra se extinguió de forma paulatina hasta casi desaparecer.
Están poco aclaradas las razones del fin de Petra. Las caravanas siguieron pasando por allí pero la ciudad jamás volvió a ser lo que había sido. Se suele decir que a partir de las invasiones árabes, entró en un largo periodo oscuro que, salvo una breve interrupción durante las Cruzadas, se alargó doce siglos. Los arqueólogos que han estudiado los escasos recursos de la zona apuntan a una posibilidad que también liquidó a otras civilizaciones: el exceso de población.
Pero el misterio se mantiene. Sus imponentes tumbas de piedra rojiza guardan celosamente el secreto.
Petra fue redescubierta para el conjunto de la humanidad en 1812. A Jean Louis Burchhardt alguien le había hablado de unas fantásticas y muy antiguas ruinas. Conducido por un guía local, este joven arqueólogo suizo encontró, más allá de un desfiladero, una ciudad perdida habitada por beduinos que vivían en edificaciones horadadas en la piedra caliza hacía dos mil años.
La leyenda cuenta que los descendientes de los nabateos se habían resistido a revelar su existencia al mundo para evitar que la ciudad de piedra fuera amenazada por extranjeros. Pero la historia suena demasiado romántica. Lo más probable es que esas gentes humildes no tuvieran nada que revelar al mundo, porque bastante tenían ya con subsistir.
Sea como fuere, los beduinos fueron expulsados de sus casas y de su ciudad. A mediados de los años ochenta, el gobierno jordano les construyó viviendas nuevas y reservó las ruinas para uso exclusivo de los turistas.
Algunos beduinos todavía se acercan al lugar en el que un día vivieron. Pero ya no van a sus casas, sino a vender presuntas monedas antiguas a los extranjeros.
El turismo es escaso, en estas fechas, y las entradas al recinto se venden a mitad de precio. Aun así, a Robert le sigue pareciendo un abuso. Insistente, esgrime su carnet de estudiante ante las narices del taquillero. Éste, sin embargo, se mantiene impertérrito.

-En Europa hay mucha gente que sigue estudiando a los 45 años –protesta el alemán.
-Su carnet está caducado –le dice el otro.

-¡Pues claro, si llevo tres años lejos de casa! En Egipto siempre me lo aceptaron.

El hombre se mantiene firme, y el viajero impenitente acaba por pagar.
“¡Es increíble!”, refunfuña Robert, antes de desaparecer hacia el interior del recinto a grandes zancadas.
Me quedo con Tony, un australiano tranquilo con quien, durante seis horas, visitaré Petra. Vamos a nuestro aire, de forma anárquica. ¿Que todos los visitantes comienzan su recorrido por el impresionante desfiladero de Siq?, pues nosotros nos adentramos en una estrecha garganta detrás de unos franceses, deslizando nuestros traseros por rocas desgastadas por el agua, hasta llegar a un ancho valle donde encontramos las primeras casas, tumbas y palacios excavadas en la roca.
Lo más bello son las fachadas, cuyas partes altas están rematadas con cenefas en forma de escalera que recuerdan una barbaridad a los castillos del Atlas marroquí. Pero a pesar de que están vacíos, no podemos resistir la tentación de curiosear en el interior de todos los templos.
“Es precioso”, suspira una holandesa, que promete volver a Petra en el futuro, de forma tan sincera como, con toda probabilidad, difícil de cumplir.
En el teatro romano nos sentamos en la grada excavada en la roca, con capacidad para siete mil personas, y hablamos con un anciano de ojos transparentes. Dice tener dos mujeres y doce hijos y se deja fotografiar con gesto indiferente.
Desde el decumanus romano, subimos unas empinadas escaleras que conducen a un pequeño museo. Desde allí la vista es excepcional. Shair nos invita a sentarnos en un banco a la sombra y nos ofrece un té. La bebida tiene algo de ritual de bienvenida. El hombre no espera nada a cambio. Simplemente, le reconforta que estemos aquí con él, ver cómo recuperamos fuerzas.
En Petra hay muchas cosas por ver. Arriba, en las montañas, se encuentran más tumbas y un castillo cruzado, pero yo ya tengo suficiente y Tony tiene intención de regresar mañana.
Volvemos al valle y nos acercamos al archifotografiado Tesoro. Es, con diferencia, lo mejor de Petra. Esta tumba de un rey nabateo quizá no es la más grande, pero sí la mejor conservada. Su ubicación, en un punto donde las montañas se juntan hasta casi tocarse, la ha protegido de la erosión causada por el sol y del viento. Ante este templo de columnas dóricas de veinte metros de alto viene la población local a alquilar camellos y caballos, y aquí mismo se dejan retratar los agentes de la policía beduina, con sus amplias telas de color caqui, sus pistolas de época y sus cortos puñales curvos.
El Tesoro es también el lugar escogido por los guías para recitar sus historias.

-Las puertas de los templos eran de piedra y pesaban varias toneladas -cuenta un señor a una familia argentina-. Y si se fijan verán que la tercera columna de la izquierda se ha restaurado.
-Bastante mal, por cierto –puntualiza el padre.

-Los nabateos trabajaban mejor que los jordanos -justifica el hombre con sentido del humor.

Salimos por el desfiladero de Siq, la que fue entrada principal a Petra. Mide poco más de un kilómetro, y es tan estrecho que en algunos pasos apenas pasa una carreta. Conserva un tramo de calzada romana y en la roca aún es visible el sistema de recogida y canalización de las aguas que se escurrían por las paredes.

-Hello!

Tony saluda a una chica japonesa a quien conoció en Damasco y a quien volvió a encontrar en Palmira. Durante unos minutos, cuentan experiencias, comparan precios y servicios de los hoteles en los que se alojan.

-Es una chica muy valiente –cuenta el australiano con admiración al continuar-. Viaja sola y está encantada. Sólo en Israel tuvo un problema. En el monte de los Olivos se le hizo de noche y dos hombres le dieron un susto.

A la hora de la cena, el malhumorado de Robert está más tranquilo. Ha disfrutado con la visita, asegura mientras Tony bebe su medicina, un cuarto de litro de arak, un licor de anís de setenta grados que ha rebajado con agua.
Después de cenar, bajo a la plaza donde ayer conocí al alemán. Sólo la cafetería sigue abierta. La lleva Naguib, un egipcio que, en cuanto un europeo se acerca a menos de diez metros de su local, le saluda a gritos para que venga a consumir: “¡Sir, sir! ¡Bienvenido! Pase, pase... ¿Quiere comer?”.
Le digo que a los occidentales nos suele intimidar que nos chillen, que su bar está bien situado, que lo único que consigue es ahuyentar a posibles clientes, pero él replica que si no actúa así, la clientela pasa de largo: “Tengo que competir con los locales que recomiendan los recepcionistas de los hoteles a cambio de una gratificación”.
Al cabo de un rato le doy la razón. Su sistema funciona. Le funciona con un japonés con cara de asustado que se deja conducir hasta una mesa, y le vuelve a funcionar con una pareja de catalanes muy habladores. Bueno, la que habla es ella, de hecho, y sin parar. “Ay, ¿has visto qué coches llevan los jordanos? ¡Mira, mira! ¡Si conducen mercedes y bemeuves! Ay; quién lo hubiera dicho. A mí me ha dejado parada, ¡eh!, de verlo”, comenta la mujer, muy sorprendida por todo, mientras su marido o compañero da vueltas y más vueltas a la cucharilla, con la vista perdida.
“¡Mira, mira, mira! Ese, qué turbante lleva”, grita ahora la mujer señalando, momento que aprovecha el marido o compañero para sumergirse de forma definitiva en las profundidades de su taza de té.
Naguib viene a sentarse a mi mesa. Regenta el restaurante desde que, hace cinco años, su hermano emigró a Holanda. Él renunció a su carrera de marino y al pequeño petrolero de mil quinientas toneladas que patroneaba, y se vino a Jordania a hacerse cargo del negocio.
Desconoce cuánto tiempo se va a quedar. Las cosas le van bien, como a la mayoría de compatriotas que han seguido el mismo camino. Con lo que aquí gana, su familia vive a cuerpo de rey en Suez.
Lo que ni se plantea es traerse a su mujer y a su hija. Están mejor allí, cerca de los padres y los amigos, asegura. “¿Qué iban a hacer ellas en Jordania, si éste no es su país?”, me pregunta desconcertado.
Los árabes se sienten orgullosos del sitio donde han nacido. Para ellos, el sentido de vivir en un lugar no va ligado al lugar donde duermes, sino a aquel donde te has criado, al pueblo o ciudad donde están tu familia y tu casa, al entorno donde siempre esperas volver, sea por Navidad o por Ramadán. En Damasco, por ejemplo, conoceré a un comerciante de Latakia que, pese a vivir en la capital siria desde hace doce años, prefiere decir que allí sólo trabaja.
Cuando anochece, las calles se vuelven a animar. Los primeros en salir de las casas son los niños, impacientes por tirar sus petardos, y los comerciantes. Para mí, llegó la hora de ir a descansar.



"¿Por las torres gemelas!"



WADI MUSA-TAFILÁ-KARAK, 96 km. (bici), 39 km. (autobús)
Con sigilo y descalzo, para que nadie se despierte. Así abandono, a las seis de la mañana, el domitorio comunitario donde he pasado las dos últimas noches. Frente a la cocina y en la terraza, algunos mochileros aguardan en silencio la llegada del vehículo que les llevará al desierto. Desayuno en diez minutos, cargo las alforjas y me pongo en movimiento.
Mi autobús particular tiene dos pedales y carece de motor. Desde el fondo del valle y en pocos kilómetros, la carretera asciende cuatrocientos metros hasta enlazar con la Autopista del Rey, una simple carretera de dos carriles.
A punto de coronar el collado, un rebaño de ovejas cruza delante mío. Mi presencia pone en estado de alerta a un perro negro que, enfurismado, corre colina abajo, directo hacia mí. Y no es un perro cualquiera. Levanta ochenta centímetros del suelo, y yo voy casi parado. ¡La madre que parió al maldito can! Grito para ahuyentarle, pero los ladridos del animal se imponen. No sé qué hacer. El pastor contempla la escena desde un pequeño promontorio, y me hace señas para que huya. Pero, ¿qué se cree, que voy en moto?
Pedaleo con todas mis fuerzas, el bicho cada vez está más cerca, y, con los dientes que muestra, como me pegue un mordisco se me lleva la bota con mi pie dentro.
Por fin viene la bajada; pongo el plato grande, bajo piñones y alcanzo los veinticinco por hora, los treinta, los cuarenta. Cuando me giro, el perro todavía sigue allí, pero sólo por un momento, porque la bajada es larga y la bestia queda atrás.
Es tan sólo el primer susto del día. Porque en las próximas horas, me convertiré en el blanco favorito de las piedras de los niños. El primer lanzamiento es tímido, y el proyectil llega a mi altura sin fuerza, rodando sobre el asfalto. El segundo lo aborto con cuatro gritos destemplados que dejan al grupo de lanzadores anonadado, con los ojos así de abiertos. Y el tercer intento, el que podría haber sido más peligroso visto el tamaño del pedrusco que el chaval sostiene, lo frustra un amigo, que sujeta los brazos del piedricida por la espalda.
Parece como si las tierras por las que discurro no hubieran dejado atrás el sentimiento de hostilidad hacia lo occidental. En esta franja montañosa que se extiende de norte a sur de Tierra Santa edificaron los europeos, en los siglos XI y XII, una poderosa línea de defensa para mantener Jerusalén y los reinos cristianos del levante mediterráneo a salvo de las incursiones árabes.
La creación de ese singular y efímero imperio, en plena Edad Media, fue algo excepcional, si por excepcional se entiende algo distinto a todo lo que hasta ese momento el hombre había conocido. La empresa se desencadenó en 1094, cuando el emperador de Bizancio, Alejo Comneno, solicitó ayuda al papa Urbano II para defenderse de los turcos. A raíz de un llamamiento papal, masas de desheredados, iluminados por los sermones de predicadores, se jugaron lo poco que tenían y se pusieron en marcha con el propósito de asistir al fin del mundo, de poner a salvo una idea mística y apocalíptica de Tierra Santa. Era Dios mismo quien “les llamaba a Jerusalén para que asistieran a su triunfo final”, cuenta la historiadora francesa Zoé Oldenbourg en su ensayo “Las Cruzadas”.
La nobleza sabía que había mucho que ganar, en la batalla que iba a librar en Oriente. Los reyes occidentales “se forjaban de aquellos países de donde provenían la seda, las especias, los tapices y las joyas de orfebrería una idea fabulosa, un tanto llena de fantasía, en la que la admiración se mezclaba con la envidia”.
De modo que, empujados por la fe unos, por la codicia otros, centenares de miles de cristianos de todas las clases sociales, protegidos por la Cruz de Cristo, se pusieron en marcha hacia los confines del Mediterráneo.
La primera cruzada fue una historia plagada de matanzas y despropósitos. El principal objetivo en la vida de un caballero medieval era la lucha. A ella destinaba la mayor parte de sus pertenencias y energías. Quien no luchaba era un cobarde y la espada era objeto de culto. Fuera por enfermedad o por herida de guerra, pocos hombres llegaban a ancianos.
Educados en las artes de las armas desde su más tierna infancia, los caballeros eran guerreros irreductibles cuando se ponían la armadura y montaban sus caballos, igualmente fortificados. Se han comparado las cabalgaduras que montaban con los tanques actuales, capaces de abrise paso entre la infantería enemiga a golpe de espada. Casi la única forma de vencerles era descabalgarles, pero para eso había que sacrificar el caballo, un animal que los árabes valoraban más que la muerte de un cristiano.
Las primeras expediciones latinas que llegaron a Constantinopla fueron agasajadas con regalos por Alejo Comneno, y los caballeros se sorprendieron del lujo y refinamiento de la cultura que encontraron. Pero el emperador bizantino fue incapaz de retenerlos. El propósito de los cruzados no era aniquilar a los turcos, como él anhelaba, sino seguir hacia el sur y recuperar la Jerusalén ocupada por los musulmanes desde hacía cuatro siglos. Los griegos de Bizancio no entendían la idea loca que a los europeos se les había metido en la cabeza a los occidentales, y su emperador, convencido de que eran unos salvajes, prefirió dejarlos marchar.
Los cruzados arrebataron Nicea y Antioquía a los turcos, después de un sitio de siete meses. Y, con sus fuerzas reducidas a ocho mil caballeros, ocho mil hombres de armas, más un variopinto cuerpo de peregrinos formado por mujeres, niños, sacerdotes y monjes, fueron a la Jerusalén profanada. Después de tres años de viaje, el ejército estaba “ebrio de sangre y de una exaltación religiosa que alcanzaba la demencia”, relata Oldenbourg.
Una vez allí, asesinaron, además de a los musulmanes, a todos los judíos, degollaron a miles de mujeres y niños y destruyeron los libros islámicos. La matanza fue tal que, según un relato de la época, en el recinto de la mezquita Al Aqsa la sangre cubría hasta los tobillos. Cerca de cuarenta mil personas murieron. El exterminio fue casi total.
Luego, poseídos de fervor religioso, los soldados recorrieron los lugares santos con los pies desnudos, se arrodillaron con los brazos en cruz ante el Santo Sepulcro y “hubo una verdadera explosión de fervor delirante. Soldados y caballeros, de rodillas, lanzaban gritos de alegría y vertían torrentes de lágrimas”.
En las colinas onduladas que ahora recorro edificaron los cruzados sus castillos más meridionales. Una vez conquistada la tierra soñada, tuvieron que organizar su subsistencia. Estaban a miles de kilómetros de Francia, de donde el grueso de la expedición procedía, y a su alrededor sólo había reinos hostiles que clamaban venganza. Al principio, la población local los había acogido con sorpresa y cierto grado de indiferencia. Pero después del exterminio, sólo anhelaba recuperar las tierras arrebatadas y en especial Jerusalén, al Quds, la tercera ciudad santa del Islam.
En Shobak está el Krak de Montreal y sesenta kilómetros al norte, el de Tafilá. En esta pequeña ciudad encontraré el ambiente más hostil de los dos meses de viaje. Busco un sitio donde comer por sus calles llenas de mujeres veladas, y todo cuanto encuentro es una tienda en la que el encargado, un chico de trece años, accede de mala gana a dejarme comer pan con queso en el interior. Hasta que llega un cliente. El hombre me mira de forma tan despectiva que me apresuro a terminar y pongo tierra de por medio.
No mucha más suerte tengo al ir a visitar el castillo, donde unos chicos me reciben con gritos y amenaza de lluvia de piedras ante la pasiva presencia de un adulto.
Opto por la táctica de Mohamed, el aceitunero de Túnez: si no me quieren, me voy.
En la estación, el conductor de un minibús me pide cinco dinares por llevarme a Karak, y después de fijar el precio en tres, se pone el dinero en el bolsillo con un gesto altanero.

-¿De España? -me pregunta, un policía en el momento de subirme al vehículo-. Andalus, Andalus... -se relame el agente con saliva en la boca.

Subo al vehículo, pero la plaza libre que me señala el conductor es insuficiente para mí y mis dos alforjas, de modo que me voy para atrás. De los cinco asientos que tiene la última hilera, sólo uno está ocupado, por una chica. Me pongo lo más separado posible de ella, pero parece que tampoco está bien así, porque la muchacha se levanta sin abrir boca y cambia de sitio.
Para redondear el día, el minibús me deja a once kilómetros de Karak, y de camino a la parte alta de la ciudad por una fortísima cuesta, varios niños me salen al paso. Primero dos con un cuchillo de cocina que juegan a asesinar ciclistas hasta que un adulto -¡el primero que lo hace!- les dice que eso no está bien. Y, unos metros más arriba, un chaval obeso pone el pie en la trayectoria de la bicicleta mientras lo señala con insistencia. Pretende que se lo bese, pero como no lo aparte, se lo piso.
Llego al final de la subida, donde se levanta la fortaleza de Karak, con hastío, preguntándome qué les hecho yo para merecer esto.
El sitio es bello, de todos modos. Estoy a unos mil metros sobre el nivel del mar y a mil cuatrocientos sobre el del mar Muerto, que se encuentra al fondo de una profunda depresión, hoy oculta tras la bruma.

-Está allí -señala un señor con túnica blanca y pañuelo rojo.

El mar Muerto, Jerusalén, Israel -le sigo yo, imaginando lo que se esconde detrás de las nubes.

-¡Israel no! Palestina, Gaza, Sharon...

¡Dios! Es verdad. He dicho Israel. Sin darme cuenta, he mentado al diablo.
El hombre es alegre y dicharachero. Me mira con los mismos ojos reconcentrados que hace un momento interpretaba como actitudes agresivas. Y pienso que quizás haya juzgado con precipitación, que los jordanos son algo brutos, pero que, en el fondo, no tienen nada contra mí. Si incluso los niños se pelean entre ellos a pedrada limpia…
Visito el castillo de Karak, con unos imponentes muros de seis metros de grosor. Bajo tierra se esconden galerías subterráneas de ochenta metros de longitud, escaleras que recorren los diversos niveles, las celdas donde dormían los caballeros y grandes salones abovedados a los que todavía llega una tenue luz cenital.
Es una de las fortalezas más inexpugnables que construyeron los cruzados. Las tropas de Saladino sólo consiguieron su rendición a base de hostigar a los sitiados durante meses, hasta que la fuerza del hambre, más que de las armas, acabó en rendición.
En Karak vivió durante una década uno de los más sanguinarios príncipes cruzados, Reinaldo de Châtillon, quien, no contento con arrasar ciudades enteras, tuvo la sagaz idea de intentar invadir y saquear La Meca. Por si no le faltaban enemigos, incluso entre los francos, consiguió aglutinarlos a todos. Saladino estalló en cólera al conocer sus intenciones, mandó destruir las naves del francés en el mar Rojo y él mismo en persona se fue a sitiar el castillo el día que se celebraba una boda. “En vano la dueña del Krak mandó a Saladino bueyes y corderos asados –cuenta Oldenbourg-. Saladino ordenó a sus hombres que no dispararan a la torre donde se hallaban albergados los jóvenes esposos, pero continuó bombardeando las otras torres con renovado ímpetu. Los defensores del Krak no podían esperar resistir mucho tiempo”. Pero, de forma milagrosa, el sitio fue levantado.
En la ciudad aún quedan personas que veneran la cruz que hace siete siglos ondeó en lo más alto de la fortaleza. Shamir y su sobrino la llevan tatuada en el brazo. “Nos da fuerza”, afirman.
Shamir y su sobrino proceden de un pueblecito cercano a Mallawi, trescientos kilómetros al sur de El Cairo. Sentados alrededor de una mesa en el Towers Hotel, cuentan que han recibido ofertas para convertirse al Islam. “Te prometen que tendrás boda gratis, que te regalarán un coche, una casa... Algunos cristianos se lo han creído; han renunciado a su fe, y al final no les han dado nada”, aseguran al unísono.
A ellos les gustan los europeos e Israel, cuyo nombre invocan sin temor. En cambio, no se acaban de sentir a gusto entre los jordanos y detestan a los ciudadanos de Arabia Saudí, que, según dicen, “lo ensucian todo: se sientan en el suelo y tiran sobre la moqueta los alimentos, la ceniza y los restos del té”.
Shamir y su sobrino todavía recuerdan la tarde del 11-S. Ese día, conversaban con un norteamericano, y, de repente, el canal que tenían sintonizado interrumpió la programación.

-¿Qué es eso? ¿Qué es eso? -palideció el estadounidense, aterrorizado, al contemplar las torres gemelas de Nueva York, humeantes, a punto de desplomarse.
-Tranquilízate, por favor. ¿Qué quieres que te traiga? -le preguntó Shamir, asustado, tratando de calmarle.

-¡Déjame! ¡Déjame en paz! –respondió el otro sin poder apartar la vista del televisor.

A Shamir le dolieron en el corazón los miles de muertes provocadas por los atentados, pero casi igual de punzante fue que, ese mismo día, el imán de una mezquita próxima mostrara sin pudor su alegría a través de los altavoces del minarete. O que al caer la noche, unos amigos le invitaran al banquete que se celebraba en una sala.

-¿Cuál es el motivo de la fiesta? -preguntó.
-¡Por las torres gemelas! -le dijeron, alborozados.

Shamir dio media vuelta y se fue.
La casualidad querrá que esta noche, mientras ceno en el restaurante del sobrino de Shamir, se sienten en mi mesa dos hombres: uno es el dueño del hotel Rum, un señor agradable que el año pasado hizo la peregrinación a la Meca y que dice reconocer a las buenas personas sólo verlas. Le acompaña el líder religioso que celebró la muerte de miles de americanos. Tiene poco más de cuarenta años, y antes de sentarse me tiende la mano, carnosa como la de un obispo.

-¿De dónde es? -me pregunta en un inglés pausado, sin aparentar mucho interés.

Y cuando le digo que de Barcelona, me parece entender que pregunta a su amigo qué ciudad es la capital de España.
Los dos hombres son amables, pero la rabia me corroe. Le preguntaría a este hombre, con la autoridad moral que tiene sobre los fieles, cómo tuvo la desfachatez de alegrarse por la muerte de miles de inocentes, le pediría su opinión sobre lo que sucede en Palestina y qué piensa sobre el mundo occidental.
Pero, sea por lo bien que me tratan, sea porque me he impregnado en exceso de la actitud árabe de no violentar a quien me acoge, me quedo escuchando lo magnífica que fue la peregrinación, lo maravillosos que son los centenares de hoteles de La Meca o las cinco mezquitas que tiene Karak.
Y luego se largan, uno a su hotel, el otro a su mezquita, iluminada estos días con guirnaldas luminosas de color verde.



A orillas del Jordán



KARAK-FRONTERA DE ISRAEL-JERUSALÉN, 127 km. (bici), 40 km. (autobús)
La carretera desciende a la depresión más profunda del planeta en una bajada larga y pronunciada que, por un día, me permite incluso adelantar a taxis y camiones. Al llegar al fondo, la pantalla del altímetro indica “full”, lo que significa que no soporta presiones atomosféricas tan elevadas.
Me encuentro a cuatrocientos metros bajo el nivel del mar. La temperatura ha subido varios grados en menos de una hora. Niños de piel oscura, autóctonos o hijos de sudaneses, me saludan al verme pasar.El paisaje ha cambiado. La población nómada ha asentado sus campamentos y sus rebaños de cabras en resecos valles que bajan de las montañas, y junto a los pueblos crecen las palmeras y otras especies propias de latitudes más meridionales. Las aguas del mar Muerto son blanquecinas y calmas, tan espesas que el suave viento que sopla del sur apenas eriza la superficie. Siempre se ha creído que en este mar salino la vida era inexistente, pero en fechas recientes se ha descubierto que es menos muerto de lo que parece. Centenares de metros bajo el agua sobreviven microorganismos capaces de soportar unas condiciones que resultarían insufribles para cualquier otro ser vivo.
Dejémonos de disquisiciones, de todas formas, porque hoy es día de prisas y nervios. Quiero cruzar temprano la frontera y tratar de llegar a Jerusalén. Por eso me afeité anoche; para estar presentable cuando llegue el momento.
La carretera discurre por la orilla este del mar durante sesenta kilómetros, y es más difícil de lo que suponía. Tras el llano vienen constantes subidas para coronar las estribaciones de las montañas de Jordania, de las que, a través de desfiladeros, bajan cursos de agua que el gobierno se afana en canalizar.
Hago paradas breves, por falta de tiempo y por los centenares de moscas que se abalanzan sobre mí cada vez que pongo un pie en el suelo.
En tres horas alcanzo el extremo norte del mar Muerto y el valle del río Jordán, a escasos kilómetros de donde Jesús fue bautizado. Israel está cerca, pero el puente que me permitiría pasar la frontera sin más dilación fue dinamitado. Tengo que seguir hacia el norte y llegar hasta el puente del Rey Hussein, al que los israelíes llaman Allenby, que ni en eso se ponen de acuerdo israelíes y jordanos.
Y ahora la carretera está en obras. Unos carteles amarillos desvían el tráfico hacia las montañas, pero yo sigo recto. Durante seis kilómetros trago polvo entre camiones y maquinaría de obras públicas y, de nuevo sobre el asfalto, pregunto por un pueblo de nombre tan complicado como As Shuna Al Janubiya a dos hombres que conducen un todo terreno.

-¿Eres español? -pregunta uno de ellos.
-¿Cómo lo has sabido? –respondo con sorpresa.

-Soy de origen palestino, pero nací en Madrid. Sólo comenzar a hablar, has dicho una palabra en castellano.
-Pues no me había dado cuenta. ¿Y qué haces aquí?

-Me encargo del mantenimiento de las máquinas de las obras.

Pronto me percato de que Izam es hombre tacaño en palabras. Le pregunto por la situación reciente en Israel, y responde de forma escueta, con desconfianza. “Está jodido, como siempre”. Me intereso por las obras de canalización que se llevan a cabo junto al mar, y me habla de un plan para llevar agua del mar Rojo al mar Muerto a través de un canal de cerca de doscientos kilómetros que se proyecta abrir entre Jordania e Israel.
Y sigo. Remonto unos kilómetros el valle, donde crecen bananos, y, a las doce y media, llego a la frontera con una idea fija en la cabeza: evitar a toda costa que la policía jordana estampe algún sello en mi pasaporte. Si lo hiciera, mi viaje acabaría aquí, porque me resultaría imposible entrar en Siria.
El agente jordano que debe atenderme termina su oración dentro de la angosta cabina que tiene asignada y, tras plegar su alfombra, y sin que me dé cuenta, ¡toc, toc! ¡No! ¡El pasaporte no!
Pero no; el hombre ha estampado el sello de salida del país en un papel aparte. Así no quedará constancia de mi paso por Israel.
La siguiente hora la pasaré aguardando la partida del autobús que tiene que dejarme al otro lado del Jordán, ya en Israel. “Está prohibido circular en bicicleta -me han dicho-. Los israelíes podrían disparar”.
Estoy nervioso. Bajo del autobús para fumarme un cigarrillo y tratar de conversar con alguien, pero la frontera está casi vacía a causa del Ramadán. Sólo hay unos taxistas en la puerta, que aguardan la llegada de pasajeros con destino a Ammán.
De vuelta a mi asiento, en el autobús hay caras nuevas, las de dos alemanes y la de un checo que trabaja en Jerusalén. Llega el conductor acompañado de un policía, que supervisa que todo esté en orden.
Adelante, nos indican. Se abre la verja que mantenía la carretera cortada y, con sólo cuatro pasajeros a bordo, el vehículo arranca.



ISRAEL
Fusiles y estrellas de David



La bandera con la estrella de David ondea en lo alto de una colina, protegida con alambradas, mientras unos soldados hebreos examinan con detenimiento los bajos del vehículo y nos autorizan a pasar.
En la frontera israelí, todo está muy organizado. Antes de acceder al edificio de la aduana, un palestino de metro ochenta recoge el equipaje y lo coloca en unas cintas transportadoras. Los que queremos entrar aguardamos detrás de una cuerda. “Desmonte la bicicleta”, me ordena, y yo quito las ruedas, me acerco a la pared para dejar las piezas y... “¡No!”.
Usted disculpe. Ignoraba que estuviera prohibido traspasar la línea.
Entrego el pasaporte y, como ha hecho el resto de viajeros antes, entro en las dependencias aduaneras.

-¿Su pasaporte? –pide, expeditivo, un muchacho uniformado.
-Se lo han quedado fuera -respondo desconcertado.

-¡Amnón! -grita el muchacho a otro que va de paisano con la camisa por fuera.

Y Amnón me grita, con los ojos enrojecidos de rabia, que salga fuera de inmediato.
Como en la mili, será mejor no hacer nada hasta que te lo manden. Espero a que el palestino me devuelva el pasaporte mientras observo a un chico rubio y fornido, con la cabeza rapada, auricular en la oreja y gafas de sol con cristales de color naranja, que pulula por aquí. Lleva un fusil con mira telescópica colgado en bandolera, y no separa el dedo del gatillo ni un momento. Viendo cómo se mueve, atento a cualquier movimiento, seguro que no pestañeará si las circunstancias le obligan a hacer uso del arma.
Ya con el pasaporte en mi poder, entro en el edificio. Dejo todos los objectos metálicos en una bandeja y al pasar bajo el detector, ¡bip, bip! Me olvidaba de las botas. Los pequeños aros de los cordones han disparado la alarma.
Descalzo, paso bajo el arco y, al registrarme la riñonera, me encuentran la navaja. Vaya despiste. “Se la devolveremos cuando abandone esta zona”, me informan al cabo de un buen rato.
Control de pasaportes, ahora. Una prueba dura. Por lo que me han dicho, hay que ser inexpresivo y paciente, responder a las preguntas de forma escueta, sin pronunciar ni una palabra de más. Y en mi caso, por supuesto, olvidarme de que soy periodista.
Desde detrás de un cristal con una apertura ridículamente pequeña, una muchacha con uniforme de color verde oliva quiere saber dónde voy, porqué vengo a Israel, si es la primera vez que lo hago, qué sitios visitaré, dónde me hospedaré, si tengo amigos en el país, si dispongo de billete de vuelta, si tengo trabajo, cuál es mi profesión, en qué ciudad vivo, en qué ciudad trabajo...
Casi no oigo lo que me dice, y ella se ve obligada a repetir, con resignación mal disimulada, cada pregunta varias veces. Todo lo que digo es anotado en un papel que no consigo ver, de lo alto que es el mostrador.
“Espere un momento, por favor”, y la chica sale de su cabina y traspasa una puerta con una señal de prohibido el paso pegada en un cristal espejo que impide ver quién está detrás.

-¿De dónde es este visado? -pregunta al regresar.
-De Marruecos.

-¿Y éste?
-También  El año pasado también estuve allí.

-¿Y dice que no sabe qué sitios va a visitar en Israel?
-Exacto. Quiero conocer Jerusalén y luego seguir hacia Haifa y Acre.

-Siéntese. En dos minutos le avisaremos.

Esto va para largo. Imagino que tras la puerta de cristal, algún jefe observa al inusual viajero que dice querer visitar su país sin tener una idea clara de lo que va a hacer. O puede que comprueben que soy quien digo ser. Los europeos no suelen venir a Israel porque sí. Los motivos más habituales son para peregrinar, para apoyar la causa palestina o en busca de trabajo. De todos ellos, sólo los primeros son bienvenidos.
En los mismos bancos donde estoy sentado, cinco chicas soldado juegan y ríen como lo que son, simples adolescentes que cargan teléfonos móviles, chucherías y productos de cosmética en pequeñas mochilas con forma de peluche. Junto al mostrador aguarda un grupo en el que van un pope ortodoxo con un pedazo de cruz, de por lo menos veinte centímetros, colgada del cuello, una monja, varios europeos y dos chicas que les hacen de guía. Los he visto en la frontera jordana, en dos furgonetas Hyundai con grandes letras VIP inscritas en los costados. Resuelven los trámites con relativa rapidez y se van. Luego pasan varios hombres con aspecto de empresarios y una familia escandinava mientras una chica soldado coquetea con uno de los rambos que me han recibido al llegar.
En la sala trabajan árabes y judíos, pero el reparto de funciones entre ellos es claro y el contacto mutuo, mínimo. “Salam aleikum”, se saludan entre ellos los musulmanes. “Shalom”, se dan la bienvenida los judíos. Unos friegan el suelo organizados en brigadas; algunos de los otros, cargados con un transmisor de radio y dos móviles, parecen centrales de comunicaciones ambulantes.
A mi lado, un palestino desespera. Hace casi seis horas que aguarda.

-¡Gabriel! -me llaman. Parece que por fin es mi turno, pero al final cambia de opinión- Un minuto.

Al volver, un chico vestido a la última dice que le siga, y el palestino protesta:

-Por favor... Estamos en Ramadán...
-Siéntese –le mandan.

Atravesamos la gran sala a paso ligero y, en un corredor con tres puertas de seguridad controlado por minicámaras, el chico manda que espere: otros dos minutos.
Antes de lo previsto, de detrás de la puerta asoma la cabeza del muchacho y su mano derecha abierta, mostrando los cinco dedos. Cinco minutos más.
Finalmente, un hombre con vestimenta juvenil que ya ha traspasado la barrera de los cuarenta, y al que supongo miembro del Mosad, pregunta otra vez cuántos días voy a estar en Israel, si tengo amigos allí... A diferencia de la chica, el tipo no me escucha de forma maquinal, sino escrutando en el interior de mi mirada, como para cerciorarse de que digo la verdad. El pájaro intimida. Me habla a dos palmos de la cara y en posición de judoka, piernas abiertas, las manos en la cintura, dispuesto a saltarme a la yugular si fuera necesario.
Pero todo parece estar bien. “Ok”; es todo lo que dice.

-¿Así que quiere un visado para una semana? -inquiere la joven soldado.
-Bueno, es un poco justo. ¿Podría ser para dos?

La chica sale de la cabina, y habla con un hombre.

-Debo preguntarle cuánto dinero lleva -dice al regresar, como queriendo disculparse pero sin llegar a hacerlo.
-Pues mire –respondo muy seguro-; novecientos euros en metálico y en cheques de viaje, más la tarjeta de crédito.

Tras una nueva consulta, la joven soldado me da malas noticias. “Lo siento –se disculpa, ahora sí-, pero usted había pedido el visado para una semana”.
No es exactamente así, pero da lo mismo; tengo ganas de acabar con esta monserga.
Recupero el pasaporte con mi visado pegado en una de sus solapas y, en una sala con mesas de acero inoxidable, afronto una última y misteriosa prueba. Una chica con guantes de látex pasa sobre la superficie de mi libreta y mi cámara fotográfica un aparatito negro conectado al techo por medio de un cable. Diría que comprueba que no traiga alguna enfermedad infecciosa, porque se ha llevado los papelitos que han tenido contacto con mis objetos a una habitacion contigua para analizarlos.

-¿Va a Israel sólo por turismo? -me pregunta.
-En efecto –respondo, ya harto pero sin dejar de disimular. Pero,¿qué se cree, que le voy a decir lo que desde hace más de dos horas oculto, que soy periodista y que pienso escribir sobre su país?

Y me dejan libre.
Son las cuatro de la tarde. En la frontera sólo quedan trabajadores, policías y soldados, y supongo que también el palestino al que no atendían. Encuentro la bicicleta tirada en el suelo, desmontada, con los adhesivos que indican que, ella también, ha superado todas las pruebas.
Salgo al exterior, y un joven con gafas de sol Oakley viene a mi encuentro.

-Tenemos que hacer una última comprobación –anuncia.
-Vale, pero ¿puedo ir a cambiar dinero antes de que cierren? –alego tratando de no perder los nervios, harto de tanta paranoia con la seguridad, por justificada que esté.

Me he tragado la historia de la comprobación, pero cuando una de las amigas del chico le comenta algo en voz baja me doy cuenta de que me toma el pelo. Lo jodido de la situación es que tengo que fastidiarme, esperar, sin mostrar enojo, a que este cretino del auricular en la oreja, que podría ser policía o soldado, se canse de mí y de mi bicicleta, que observa con detenimiento haciendo bromas con su pandilla.
Hasta que llegan dos hombres que peinan canas y se ofrecen a llevarme en su furgoneta hasta la carretera.
“¿No es usted francés? Ah... ¡Barcelona! Es una ciudad muy romántica. Yo estuve allí hace unos años. Se come muy bien”, suspira uno de ellos, todo amabilidad, rememorando uno de sus viajes.
Al cruzar la última verja de seguridad del complejo, una joven policía abronca a mis dos ángeles de la guarda por llevar a un desconocido, pero ellos se la sacan de encima sin hacerle caso. “Es un VIP muy importante”, bromean rizando el rizo, como queriendo dejar claro que, a cierta edad, uno ya no está para según qué clase de tonterías.
Salimos del recinto fronterizo y el conductor detiene el vehículo en un cruce. “Diez kilómetros más adelante encontrará una parada de autobús. ¡Shalom!”, se despiden. “Y sea bienvenido a Israel”.
Lo he conseguido, estoy en Israel. Y ahora, hacia Jerusalén.
Pedaleo en la dirección señalada con el corazón encogido. El paisaje es igual de árido que en Jordania, pero la perfecta señalización de la carretera, los vehículos nuevos que circulan por ella con las luces encendidas, dejan claro que estoy en otro mundo. Se ven camiones militares llenos de soldados, todo terrenos con baterías antiaéreas... y bandadas de pájaros que vuelan en un cielo rojizo y sin fronteras.
Llego a la parada, protegida por grandes bloques de hormigón, y, en la espera, trato de hacer auto stop. Pero enseguida me doy cuenta de que nadie se va a parar. ¿Quién se va a fiar, en la Palestina ocupada, de un tipo con una bicicleta cargada con dos grandes paquetes? No el conductor del primer autobús que se acerca, que pasa sin detenerse.
Escondo la bicicleta detrás de la parada y, ahora sí, cuando ya comenzaba a anochecer, el segundo vehículo se para.
El vehículo va lleno de jóvenes adormilados. La radio transmite una sesión del parlamento israelí mientras remontamos unas empinadas cuestas que nos llevarán a Jerusalén.
En la primera parada, un sonoro “¡clonc!” me sobresalta. Una chica está a punto de bajar, y el ruido que se ha oído al pasar, seco y metálico, no es el de una mochila, precisamente. Al pasar junto a mí me doy cuenta de que lleva un fusil. Y no es la única. Con las luces encendidas, descubro que todos mis acompañantes son soldados armados, que incluso el chico que dormía a mi lado lleva un arma entre las piernas.
La hemos liado buena. Me he metido en un objetivo idóneo para un atentado suicida. Y ahora el vehículo va directo a la central de autobuses de Jerusalén, uno de los sitios donde más masacres se han perpetrado.
En cuanto llegamos, trato de salir del autobús y de la estación lo más rápido que sea posible. Me pongo en una cola donde todas las maletas, bolsas y mochilas son revisadas de forma minuciosa, y los pasajeros, todos sin excepción, chequeados con un detector de metales manual.
Una vez en la calle, suspiro de alivio.
Un brasileño me indica el camino hacia la ciudad vieja, y, tras superar numerosas subidas y bajadas, llego a un barrio de calles estrechas llenas de hombres vestidos de negro integral, de los zapatos al sombrero, con barba y divertidos tirabuzones que les caen por delante de las orejas. Más graciosos son los niños, pedaleando inestables sobre sus bicicletas, con un gorrito blanco, al ritmo que les marcan los inevitables mechones de pelo.
Preguntando aquí y allá, consigo divisar la cúpula de la mezquita Al Aqsa y a su alrededor, la vieja Jerusalén y su muralla milenaria. Desmonto de la bicicleta y, a pie, bajo las escaleras que conducen al umbral de la puerta de Damasco.
Seas o no creyente, resulta conmovedor pisar este suelo desgastado, contemplar estos muros de piedra blanca, depositarios de tanta historia como presente.
Entro en la ciudad vieja por el barrio árabe, lleno de tenderetes donde se vende comida, ropa y cachibaches de todo tipo. Mientras los comerciantes cierran sus tiendas, las calles se llenan de estallidos de petardos y de niños vestidos con largas túnicas con ribetes dorados, de farolillos multicolores, de cánticos y de aplausos infantiles con motivo del Ramadán.
Tras el pasacalle, sigo hacia abajo. “¿Funduk?”, pregunto a un tendero. Y sí, escaleras arriba está el Hotel Tabasco, un albergue juvenil lleno de carteles en inglés, justo el tipo de sitio que quería evitar.
El establecimiento no tiene desperdicio, de todas formas. El encargado se llama Lothar, un alemán con media melena rubia y ojos de perro rabioso que recuerda un montón al actor Klaus Kinski. Viste una túnica de color naranja y sobre su pecho brilla una gran cruz de oro. Hace cinco años que reside en Jerusalén, explica, aunque él prefiere decir que llegó hace “sesenta meses”.
“Este edificio tiene mil años”, cuenta en tono grandilocuente mientras contemplo el techo del comedor. “Y las vueltas unos trescientos; era una iglesia”. El lugar sigue recordando el interior de un templo religioso. Al fondo de la sala, Lothar ha cubierto una mesa de billar con una tela sobre la que reposan dos floreros espartanos y dos velas amarillas. Es su pequeño altar.
Tomo una ducha rápida y salgo a la calle dispuesto a perderme.
Casi todo el viejo Jerusalén es peatonal. La estrechez de las calles sólo permite el paso de pequeños tractores del servicio de limpieza que, gracias a sus ruedas anchas, suben sin dificultad por unas calzadas llenas de escalones. Hay poca gente, sin embargo, y casi todos los comercios están cerrados. Sólo delante de una carnicería veo a unos hombres, que trocean carneros sobre un suelo encharcado de sangre y entre cubos llenos de vísceras.

-¿Busca algo? -me pregunta uno de ellos.
-No; gracias. Sólo estaba paseando.

Pasear por Jerusalén produce una sensación extraña. Dos metros por encima de tu cabeza, hay cámaras de seguridad que te observan, y la presencia de patrullas de soldados armados hasta los dientes es constante. En todo momento te sientes observado, las fuerzas del orden te tratan como a un sospechoso y tú mismo te acabas sintiendo culpable, de forma inconsciente y angustiosa, de haber hecho algo prohibido.
De un callejón lleno de pintadas en árabe suben ahora decenas de hombres que salen de la mezquita con pequeñas alfombras o esteras de playa colgadas del hombro. Camino hacia allí pero, al llegar al acceso de Al Aqsa, un fusil de interpone en mi camino: “¿Adónde va? ¿De dónde es? ¿Es musulmán?”, me interpela un militar con la mirada fija. “Está cerrado; vuelva mañana”.
La iluminación es escasa, la basura se amontona en los portales. Hace un momento he visto a unos niños tirar petardos a los pies de un judío vestido de negro que ha salido corriendo por un callejón. El barrio hebreo tiene que estar cerca.
Tuerzo a mano izquierda, recorro diez metros por un pasaje que parecía no llevar a ningún sitio, y, en un abrir y cerrar de ojos, aparezco en otro mundo, limpio, impoluto y radiante.
En el barrio judío todo funciona, los edificios están restaurados, hay papeleras, bonitas farolas y cabinas telefónicas, tiendas de recuerdos, galerías de arte y un sinfín de carteles informativos. Aquí sí, los rabinos pasean con sus esposas y su prole con toda confianza. En una plaza, sentadas alrededor de una fuente, unas adolescentes norteamericanas juegan, felices, acompañadas de banderas con la estrella de David sin que nada ni nadie las inquiete.
De vuelta al barrio árabe, el contraste vuelve a ser de impacto. De una de las paredes de un cyber café cuelga una foto impresionante. En la imagen se ve un tanque que avanza de frente, y ante él, sobre su trayectoria, la figura de un niño de siete u ocho años que le planta cara armado con una piedra.
Estoy en la ciudad tres veces santa, la Jerusalén cristiana, la Yerushalayim hebrea, la Al Quds musulmana. La ciudad donde, en palabras de Alí Bey, los fieles de cada religión tratan al resto de “cismáticos e infieles; creyendo cada rito firmemente poseer sólo la verdadera luz del cielo y tener derecho exclusivo al paraíso, envía caritativamente al infierno al resto de los hombres que no son de su opinión”.
Algunos la consideran el centro del mundo. Para otros es la ciudad del fin del mundo.



"Tienes que leer la Biblia"



JERUSALÉN
“¡Tolón-tolón!, ¡tolón-tolón!, ¡tolón-tolón!”.
Tañido de campanas. Estoy en Jerusalén..., creo... Sí, ahora recuerdo. Llegué anoche y hoy pretendía visitar la ciudad. Pero ¿cómo conocer una ciudad con un centenar de lugares del máximo interés y no morir en el intento? Hay tanto por ver... Y sólo tengo un día.

-¡Hasta luego, Lothar! -me despido.

Una ventaja de ser agnóstico es que todo me interesa más o menos por un igual. Quiero ver los barrios judío, cristiano, armenio y musulmán, visitar museos y tiendas, hablar con unos y con otros. No me siento obligado a ir a ningún sitio en concreto, aunque hay tres lugares a los que no quiero renunciar. Y uno de ellos es el recinto de Al Aqsa, con la dorada cúpula del Templo de la Piedra en su interior, el edificio más reconocible del viejo Jerusalén. Así que hacia allí voy.
Como anoche, los soldados me salen al paso. Ayer no pude entrar por la hora; hoy, porque es día de oración. Me lo advierten muy serios, pero ¿voy a quedarme sin ver el recinto? No por poco que pueda.
Por lo visto me adivinan el pensamiento, porque un agente con uniforme azul se convierte en mi sombra, hablando por radio, diría que describiendo el aspecto del sospechoso que se aleja de las mezquitas.
Me acerco al barrio hebreo, un remanso de paz aparente. En el patio de un colegio custodiado por guardias de seguridad, la mayoría de niños juega a la pelota mientras, en un rincón, dos pequeños la emprenden a golpes contra otro hasta que un maestro los separa. Todos son judíos, incluso la víctima, de origen etíope.
A escasos centenares de metros de allí encuentro un pequeño local donde un grupo radical expone maquetas del que tendría que ser el Tercer Templo, el sucesor de los santuarios judíos destruidos por Nabucodonosor en el 423 antes de Cristo y por las legiones romanas. Ocuparía unas diez hectáreas y sus puertas medirían veinte metros de altura. Sólo hay un inconveniente: se tendría que erigir en el mismo sitio donde estaban los anteriores, que, no de forma casual, coincide con el recinto de Al Aqsa, desde donde Mahoma ascendió al cielo a lomos de un caballo.
¿Es posible imaginar lo que pasaría si Israel decidiera destruir un lugar santo del Islam? No; es inimaginable. La simple visita de Ariel Sharon a la explanada de las mezquitas, en septiembre de 2000, acompañado de centenares de policías, fue el detonante del inicio de la segunda Intifada, la revuelta de los palestinos contra los israelíes. Un año más tarde, la organización ultranacionalista Fieles del Tercer Templo se propuso colocar la primera piedra. Sólo se autorizó una manifestación en el exterior de la vieja Jerusalén, y a pesar de ello hubo enfrentamientos con los musulmanes, dispuestos a impedir “con la sangre” las obras.
En el barrio armenio, Garo me enseña con desgana las joyas que fabrica. Los precios me parecen carísimos, y pese a reconocer que corren “malos tiempos”, el hombre no regatea.
La familia de Garo llegó a Jerusalén a fines del siglo XIX, huyendo del exterminio al que los turcos habían condenado a su pueblo. La presencia de armenios en Tierra Santa es muy anterior, de todas formas. Data del año 300, cuando esa comunidad caucásica se convirtió al cristianismo. Hoy, viven en Jerusalén unos tres mil armenios, y, como minoría que son, se mantienen ajenos al clima de enfrentamientos y a los modos de vida que les rodean. Los vínculos con la tierra de procedencia son estrechos, en cambio. El orfebre, de nariz prominente, regresa al país de sus antepasados una vez al año. “Para no perder el contacto”, aclara.
Ell barrio armenio es una de las zonas de la ciudad menos abigarradas y con más comercio. En sus calles se mezclan restos romanos y bizantinos, edificios románicos, góticos, neogóticos y clásicos. Allí está la iglesia del Santo Sepulcro, destino obligado de los peregrinos cristianos. A pesar de la escasez de turistas, el templo recibe numerosas visitas, que se mezclan con la población local y con los numerosos religiosos abisinios, armenios, coptos, griegos y latinos que conservan, con celo, el lugar donde Cristo fue enterrado y resucitó.
En la entrada al Santo Sepulcro, los guías se ofrecen para orientarte en el galimatías de criptas, escaleras y altares que se acumulan en un espacio más bien reducido. No hay carteles que te orienten. Para señalizar la iglesia, las diferentes comunidades que lo velan tendrían, primero, que ponerse de acuerdo en qué idioma utilizar, pero, como en tiempos de Alí Bey, “los monjes de los diversos ritos se hallan desunidos porque cada uno se mira como el solo ortodoxo y tiene a los demás por cismáticos”.
En el centro de la iglesia, junto a cirios de más de tres metros de alto, un monje griego regula el tráfico humano que accede al Santo Sepulcro y vigila que las mujeres lo hagan con la cabeza cubierta. El interior es claustrofóbico y el calor, intenso por la cantidad de llamas que arden. Y hay que salir enseguida; porque otros visitantes aguardan.
El santuario actual tiene poco que ver con el que Constantino hizo levantar en el año 326. Aquél lo devastaron las guerras, los cruzados lo reconstruyeron y en los siglos XVIII y XIX el edificio existente resultó afectado por un incendio y un terremoto. En las paredes hay grandes iconos ennegrecidos por el humo de la cera que arde noche y día, y, esculpidas en la piedra o pintadas sobre ella, miles de cruces y de nombres testimonian del paso de visitantes rusos, griegos y rumanos.
Me siento en un banco, y un monje ortodoxo me riñe por hacerlo con las piernas cruzadas.
Los visitantes son variopintos. Ahora llega una monja vestida de negro riguroso, luego un hombre con túnica morada, sombrero negro y sandalias, lleno de polvo y con los pies callosos, como recién llegado de una travesía a pie por el desierto, que se postra ante un altar con los brazos extendidos sobre el suelo. Hay también dos etíopes, y uno de ellos parece una autoridad eclesial, porque bendice al otro, le da unos golpes en la cabeza y le hace la señal de la cruz en la espalda.
Unas escaleras conducen al sótano donde está la capilla de Santa Elena, ante la cual un hombre entona una bella canción.

-Canta usted muy bien -le digo.
-Gracias. ¿Es usted español? Entonces conocerá a Francisco Kiko.

-¿Francisco Kiko?
-Sí, claro. Francisco Kiko, de Madrid -repite con convicción.

-Es la primera vez que oigo su nombre.
-¡Cómo! ¿Es usted español y no conoce a Francisco Kiko? –pregunta entre incrédulo e indignado-. Él fundó Camino Neocatecumenal, una corriente religiosa que está extendida por todo el mundo. –El hombre reflexiona unos segundos antes de preguntar-. ¿Cree en Dios?

-Estoy bautizado.
-Mira –dice meneando la cabeza-; tienes que leer la Biblia. Allí he encontrado yo el verdadero sentido de Dios. En la escuela era mal estudiante, siempre me quería marchar, pero Jesús me llamó y aquí me ves ahora, haciendo lo que nunca había querido hacer. Nací en Galilea, pero soy el responsable de Camino Neocatecumenal en Jerusalén. Aquí tenemos a veintiún o veintidós seguidores. Pero eso no importa ahora. Lo que tienes que hacer, Gabriel –dice adoptando una actitud adoctrinante-, es no olvidar la fuerza que tenemos dentro, que es mucha. No lo olvides.

Y se va. “Es muy buen padre”, me susurra un anciano que nos ha visto hablando.
Es casi mediodía. Desde la iglesia luterana del Redentor, el punto más elevado de la ciudad, se domina un escenario compuesto por multitud de campanarios y pequeñas cúpulas. Al sur se divisa el barrio armenio, con sus comercios y edificios de tejados inclinados, al oeste la torre de David y varias iglesias, al norte la puerta de Damasco y al este infinidad de cúpulas más, Al Aqsa, y el monte de los Olivos.
El canto del almuédano convocando a los fieles, que se arremolinan ya en torno al Templo de la Piedra, estremece las murallas de Jerusalén y el corazón, pero sólo durante unos minutos. A las doce en punto, el suelo tiembla a mis pies al mismo ritmo de carillón que la pasada madrugada me sobresaltó. El ruido, que sale del campanario donde me encuentro, es tan ensordecedor que las japonesas que me acompañan en la visita se tapan sus delicados oídos con las manos mientras el edificio parece que se vaya a derrumbar.
Recobrada la paz, y medio sordo, bajo a tientas las escaleras de caracol hasta la calle.
La oración musulmana estará a punto de finalizar. Avanzo, por callejuelas contra la marea humana que abandona la explanada de las mezquitas. Esquivo a hombres con pañuelos negros y a mujeres con vestidos de colores, tropiezo con vendedores y pedigüeños, hasta que llega un punto en que es imposible continuar.
Espero media hora hasta que consigo llegar a una de las puertas de Al Aqsa. Sobre nuestras cabezas, un helicóptero vigila. El despliegue policial es intenso. En el acceso, una treintena de agentes de negro hacen guardia, en estado de máxima alerta, con el equipamiento necesario para ir a la guerra. Llevan protecciones en pies y piernas, chaleco antibalas, fusil, pistola a la altura del pecho, una voluminosa mochila llena de material antidisturbios, porra y casco con pantalla de metacrilato. Mientras un miembro de las fuerzas de seguridad filma a la multitud, otros dos me alejan del lugar a empujones.
Me pego a una pared para evitar ser arrastrado por la riada de gente que sube. Durante diez minutos nadie me dice nada, hasta que vuelvo a levantar sospechas. “¿Qué hace aquí? ¿Es musulmán? Váyase; ésta no es una zona libre”.
Ahora sí, me dejo llevar por la masa calle arriba, con destino incierto. Doblo una esquina por donde nadie pasa y, como por arte de magia, aparezco en el sosegado barrio judío.
Como en un restaurante armenio, donde la gente fuma tanto y es tan poco habladora como Garo, el orfebre. Y, con el estómago lleno, paseando por la calle de David, un comerciante me invita a su tienda.

-No pienso comprar -le advierto.
-Da lo mismo; hablaremos -concede.

Nasmi es palestino, y la conversación, claro, versa sobre Palestina. “Los ingleses nos prometieron un estado, pero estamos invadidos y nos matan en nuestra propia casa. Pagamos los mismos impuestos que los judíos, pero recibimos menos servicios. Ya has visto cómo están nuestras calles, mal iluminadas, sucias... No construyen casas para nosotros para que nos marchemos, y así en la ciudad habrá más judíos que árabes. Y a falta de escuelas, nuestros hijos tienen que ir a centros musulmanes o al extranjero. Es injusto: los palestinos somos originarios de esta tierra. Estábamos aquí antes de que llegasen los judíos, antes que Moisés. Y no hablo de musulmanes, sino de palestinos. Nuestros orígenes no son la religión, sino una nacionalidad. Entre nosotros hay musulmanes y cristianos, latinos, ortodoxos o samaritanos cerca de Nablús”.
Dice que habla a menudo de política con sus amigos judíos, pero reconoce que las diferencias son irreconciliables, por lo menos a corto y medio plazo. “Los judíos siempre han tenido problemas allí donde han ido. Todo el mundo les odia. No pueden vivir con pueblos que sean distintos a ellos. Quieren un estado para ellos solos, y nosotros queremos... tres estados, ¡ja, ja, ja! No, en serio: queremos paz en nuestros territorios, que acabe el enfrentamiento, libertad”.
Sentados junto a una montaña de alfombras, el comerciante me observa con curiosidad mientras tomo notas.

-¿Y esto para qué es? ¿Quieres escribir un libro? –pregunta.
-Es posible.

-No te esfuerces –me desalienta-; aunque lo hagas, cuando llegues a Barcelona, tu jefe tendrá miedo y no te dejará contar la verdad.
-Bueno, por lo menos lo intentaré.

-Pero si escribes un buen libro y le pones un buen título, ganarás mucho dinero -me anima ahora, al aflorar su evidente espíritu mercantil.

Unas tiendas más abajo, un joven comerciante me muestra unos anillos. Está a punto de cerrar y como no me acabo de decidir, el precio de la pieza que me interesa cae en picado, de ciento cincuenta shekels a sólo un tercio. “Venga... Mira: es Ramadán, no tengo fuerzas para discutir. Llevátelo por cuarenta”. Y por cuarenta me lo llevo.


“¡Catalanes! Sois como los palestinos!”, protesta, con ironía, al verme marchar.
Es tarde. Me cruzo con unos monjes franciscanos que recorren el camino del Via Crucis acompañados de turistas, cánticos y oraciones. Más adelante, la calle está taponada. Quiero salir de la ciudad amurallada antes de la puesta del sol, pero se acerca el fin del ayuno, y miles de musulmanes han tenido la misma idea para llegar a tiempo a sus casas. A medida que nos acercamos a la puerta de Damasco el camino se vuelve intransitable. Un gracioso simula estar enfermo para que le abran paso, y tras él se cuelan unos cuantos listos mientras un abuelo arenga a la multitud subido a una caja de fruta. La gente se pone nerviosa. El contacto físico con hombres y mujeres resulta inevitable; hay empujones y codazos, intercambios de líquidos no deseados.


La situación comienza a ser peligroso. Los de atrás empujan con fuerza, un anciano desfallece y tres hombres lo sacan a hombros. En este momento, ya no son las piernas las que me sostienen, sino cuerpos extraños. El riesgo de avalancha es evidente. ¿Y qué hace la policía mientras? Pues ha desaparecido, ahora que se la necesita. Sí, encima de la muralla hay dos soldados armados, pero se limitan a observar la salida de la masa hacia los barrios árabes extramuros. No hay nadie que ponga orden, como si a las autoridades les importara poco que unas cuantas personas puedan morir pisoteadas.
Por fin estoy fuera, ante el mercadillo que colapsa la salida de la cinco veces centenaria puerta de Damasco. He tardado media hora en recorrer trescientos metros.
¿Y los judios? ¿Qué deben estar haciendo, a esta hora? Al anochecer, a la misma hora en que los musulmanes acaban su día de fiesta semanal, ellos comienzan el sabbat. Me voy al Muro de las Lamentaciones, pues.
Al ir a cruzar de nuevo las murallas, un soldado me corta el paso. ¿Otra vez? Estoy harto. ¿Que de dónde soy? ¡Pues de mi casa!

-Where are you from? -insiste.
-¿Qué importancia tiene saber de dónde soy?, maldigo yo, cansado ya de tanta paranoia.

Y claro, en este país saber de dónde eres tiene una importancia vital.
El militar me agarra de un brazo y se me lleva junto a una garita y, allí sí, qué remedio, le entrego el pasaporte. “Tenga –me lo devuelve tras ojearlo-, por aquí no puede pasar”.
Cuando por fin llego, el Muro de las Lamentaciones es como una fiesta en plena ebullición. Un par de miles de hombres y unos centenares de mujeres se agolpan junto al único muro que queda en pie del templo de Salomón. El alboroto que se propaga desde la pared por la gran plaza no es un lamento, hoy. Los fieles viven el inicio del sabbat con un desbordado y ensordecedor entusiasmo. En una explosión de fervor comunitario, infinidad de voces confusas recitan, todas a la vez pero sin ningún orden, la Torá, creando un fenomenal murmullo. Entre la muchedumbre surgen, en cualquier momento y en cualquier rincón, cánticos espontáneos, a los que enseguida se suma un coro de voces que celebran, entre saltos, abrazos y aplausos, la alegria por estar aquí, todos juntos.
Los afortunados que han conseguido rezar ante el muro llevan un taco de madera en la frente para no lastimarse mientras oran. Los que han llegado más tarde recitan los textos tan cerca como pueden de las sagradas piedras, pero sin dejar de doblar el cuerpo hacia adelante de forma sincopada.
Casi todos los hombres visten del modo jasídico, la vestimenta negra surgida en centroeuropa a mediados del siglo XIX. Algunos llevan pantalón y abrigo largo, los hay con bombachos con los calcetines por encima y otros cambian el abrigo por un batín de seda. Todos sin excepción se cubren la cabeza, con sombrero de alas, con sombrero cilíndrico forrado con piel de borreguillo, con la tradicional kipá de tela o con unas de cartón que reparten en la entrada.
Las mujeres van de la forma más austera, con sandalias, una falda de color claro, jersey de lana de cuello alto y un pañuelo anudado en el cogote.
Me siento en un banco al fondo de la plaza, urbanizada en 1967 después de que fuera demolido el barrio musulmán que ocupaba este vasto espacio. Junto a la puerta Dung se congregan dos centenares de jóvenes con camisas blancas, que, en un momento dado, se cogen de las manos, forman un gran corro y comienzan a cantar con entusiasmo. Luego forman hileras y corren paralelos al muro una, dos y tres veces, hasta fundirse, alborozados, con el formidable barullo.
“Como son tan pocos, deben cantar para hacer más ruido”, bromea, en castellano, un joven cura español con alzacuellos. El religioso acompaña a un grupo de valencianos que visitan la plaza.

-¿Qué le parece el espectáculo? -pregunto a una española que hablaba con ellos.
-¡Es maravilloso! –responde la señora Antonia, extasiada-. ¿Y a ti, te gusta?

-No soy creyente, pero estoy impresionado.
-¿Verdad que sí?

-Jerusalén significa tanto para tanta gente, que sólo por eso ya es importante.
-¡Aleluya! Con lo que dices ya hay bastante. ¡Demuestra la grandeza de Cristo Nuestro Señor! ¡Aleluya!

La señora Antonia lleva dieciocho años en Jerusalén, donde trabaja en un monasterio franciscano. El único idioma que habla es el castellano. ¿Hebreo o árabe? ¿Para qué? Vive en Jerusalén, el centro del mundo. ¡Aleluya!
Transcurrida una hora desde el inicio del sabbat, la plaza va quedando desierta. Ha comenzado la fiesta semanal judía, el día durante el cual los ultraortodoxos ni siquiera encenderán una bombilla.
Para mí también comienza a ser hora de retirarse.
En la recepción del albergue conozco a Günther, un forzudo alemán con el cuerpo lleno de tatuajes y la cabeza rapada al cero con aspecto de profesional de lucha libre o mercenario que asusta. Le acompaña un hombre de piel oscura con quien habla en ruso.

-¿A qué se dedica? -le pregunto al no identificarle ni como peregrino ni como turista.
-¿Yo? Soy asesino profesional, ¡jo, jo, jo! ¿Tú eres español? Pues yo conozco a miembros de ETA. Son muy buena gente.

-Los terroristas no suelen ir contando lo que hacen –replico sorprendido.
-Yo no soy una persona normal, ¡jo, jo, jo! También conozco a miembros del IRA, de Yihad Islámica, de Hamás y de las principales organizaciones terroristas internacionales.

Günther revela que, por motivos profesionales, ha vivido en Rusia, Chechenia, Kazajstán, Congo, Sudáfrica... Dice hablar nueve idiomas a la perfección, entre ellos el mongol, el kazajo, el inglés, el francés y el ruso. “Y sin acento alemán. Si la gente con la que tratas ignora de dónde eres, tienes menos problemas -afirma de forma enigmática-. Con el árabe es más difícil: lo entiendo muy bien, pero no lo hablo de forma gutural, como ellos”.

-Pero, ¿a qué te dedicas? -le insisto, un poco mosca por sus amistades y sus viajes a tantos y tan poco pacíficos países.
-Bueno, controlo para la ONU que las ayudas que se distribuyen en Palestina y en Egipto lleguen a sus destinatarios y no se queden en manos de las mafias. Es un trabajo aburrido, peligroso a veces –dice, omitiendo el motivo de sus viajes anteriores.

-¿Y quién controla al controlador?
-A mi no tienen que controlarme –responde con sequedad-. Tengo mi sueldo y basta. Yo no toco dinero... ¡Bah! El mundo está podrido. ¿Sabes? En América todo el mundo esnifa coca y China está haciendo su imperio traficando con drogas.

Günther va hacia la nevera y corta dos inmensos pedazos de queso que deglute a mordiscos mientras un muchacho bajito y con melena rubia se suma a la conversación. Es sueco y trabaja en un hospicio. Habla del fascinante atractivo de Jerusalén, capaz de atrapar a sus visitantes como una telaraña. El nórdico es un fervoroso creyente; el presunto exmercenario también, dice al regresar de la nevera.
Uno dice que la Biblia es un libro de historia que nos explica cosas del pasado; para el alemán, las sagradas escrituras nos avanzan cómo será el futuro. Para el más joven Jerusalén es tierra de santos; para el otro, la encarnación del mal.
En sólo unos minutos, en el hotel Tabasco se ha creado un ambiente místico.
Ahora es Lothar el recepcionista quien habla. Apaga la música new age que tenía puesta y, todo pesimismo, vaticina. “El mal vive en Jerusalén y no hay futuro”.
Jerusalén. Qué ciudad tan extraña. Tierra santa y de promisión, tierra de esperanza y de asilos, tierra de odios y de acogida. Tierra cambiante donde todo es provisional menos la fe de sus habitantes y la de quienes la visitan.
Voy a acostarme. He disfrutado de Jerusalén y me he emocionado siendo testigo de la devoción de judíos, cristianos y musulmanes en una ciudad que todos consideran santa. Contemplar cómo unos dan cabezazos contra un muro, otros se arrodillan cinco veces al día en dirección a una pequeña ciudad de Arabia y unos terceros recorren el camino que un hombre agonizante siguió, hace dos mil años, ha sido una de las experiencias más asombrosas que he vivido nunca. Pero renuncio a mis planes de visitar Belén mañana. Mi cuota de religiosidad está más que satisfecha.
Ahora tengo ganas de conocer lo que se esconde más allá de esta urbe tan excepcional.

-¿Y su familia no tiene miedo de que viaje usted solo por países como Argelia? -me ha preguntado, en el Muro de las Lamentaciones, un señor con un marcado acento alemán.
-Sí, -he reconocido-. Pero sobre todo están angustiados por que haya venido a Israel.



Soli no cree en Israel



JERUSALÉN-TEL AVIV, 73 km. (bici)
“¿Qué te ha parecido, Jerusalén? ¿No crees que todo el mundo está un poco loco?”.
Es Lothar, que ha venido a verme antes de que me vaya. Debía hacer rato que me esperaba. Ayer supo que soy periodista y, mientras desayuno en el comedor-cripta del hotel Tabasco, me cuenta una premonición fantástica, algo que tengo derecho a saber.
El alemán sabe cómo será el fin del mundo, el apocalipsis. Lo saben él y los centenares de médicos de una red, esparcida por todo el mundo, con quienes el alemán querría contactar. Y, por supuesto, un periodista como yo debe estar al corriente de tan extraordinaria profecía. Por eso me la cuenta: “Los videoclips musicales, con toda su carga de violencia, sexo y perversión, nos anticipan lo que va a suceder. Son señales. La Biblia es un libro tecnológico, y la producción y la industria gobiernan el mundo cuando la prioridad de los gobiernos tendría que ser ayudar a la gente. ¿Y el Vaticano qué hace, mientras? Amontona dinero gracias a las multinacionales del tabaco y del alcohol. De verdad, Gabriel: nos acercamos al fin. Habrá una gran explosión y ésta se producirá en Jerusalén”.

-¿Y eso cuándo sucederá? -le pregunto, muy serio.
-El fin de todo será en 2012.

En la cartulina que ha pegado en una pared, encima de su altar, el alemán ha dibujado Jerusalén en el centro del planeta, y en órbita alrededor de él giran como satélites las palabras drogas, dinero, industria... “¿Ves el mundo? –con las manos, el recepcionista dibuja un globo terráqueo perfecto en el aire- ¡Puf! Ya no existe; se ha esfumado. Eso es lo que pasará”.
El hombre se queda más tranquilo después de revelarme su secreto.
Me voy a ver a una persona con más contacto con la vida terrena. Es un periodista, Joan Cañete Bayle, corresponsal de El Periódico en Jerusalén  Es joven, y se siente a gusto en la ciudad. Por supuesto que hay momentos angustiosos, reconoce. Sufre durante los desplazamientos, cuando teme verse enmedio de una emboscada o en el punto de mira de un francotirador. Pero casi más insoportable és el asedio constante al que él y sus compañeros se ven sometidos desde el bando hebreo. En el clima de crispación extrema que se respira en el país, resulta casi imposible tener un criterio objetivo, dice. Periodistas, cooperantes y diplomáticos europeos son acusados de ser propalestinos, y a menudo tachados de antisemitas.
Joan se defiende: “La situación es de guerra civil. Pero cuando vives aquí y te das cuenta de la desproporción de fuerzas a favor de los israelíes, y de que, a pesar de los ataques suicidas, las víctimas son en su mayor parte musulmanes, reconoces quién es el agresor. Informamos de todo, de los que se inmolan en un autobús y de las represalias, pero el estado de Israel nos trata de forma injusta y recibimos multitud de presiones. Una vez, en la frontera me acusaron de espía y me dejaron en calzoncillos. Y a otro corresponsal español, muy crítico con el gobierno de Sharon, le montaron una página web en la que le acusaban de ocultar el Holocaustro y de hacer apología del terror. La primera imagen de la web era una muñeca con un cinturón de explosivos”.
Cañete me orienta sobre cómo moverme en esta minúscula y codiciada porción del planeta. Voy a topar con numerosas carreteras cortadas, controles militares y la imposibilidad de acceder a algunas zonas. Me recomienda visitar los territorios ocupados, para que entienda mejor de qué me habla. “De todas formas, –me tranquiliza-, ten en cuenta que un día cualquiera en Ciudad de Méjico mueren más personas asesinadas”.
Es un consuelo, me digo. Pensaré en ello cuando me estén apuntando.
Es mediodía. Sólo existe una vía directa hacia Tel Aviv, pero es una autopista, y por allí no puedo pasar en bicicleta. De modo que debo dejar Jerusalén en dirección a Ramala, adentrarme en Cisjordania y luego incorporarme a una carretera que me conducirá a la costa.
“Yo por allí no me metería; podrían dispararte”, me aconseja un veterano ciclista a quien encuentro pedaleando por las calles, desérticas a causa del sabbat. Sigo adelante, de todas formas. Por algún sitio tengo que abandonar esta ratonera.
A los pocos kilómetros encuentro un check point, lleno de soldados armados, alambradas y con bloques de hormigón atravesados sobre el asfalto. No hay las habituales colas de los días laborables y, sin detenerme, me encuentro circulando por tierra cisjordana, sobre una carretera plagada de socavones y, como que aquí no es fiesta, calles atestadas de mayores y niños que vuelven de clase. El paisaje tiene ese aire de campo de minas que transmiten las televisiones de todo el mundo con demasiada frecuencia. Por todos lados hay charcos y polvo, viviendas de cemento inacabadas, montañas de escombros. Los taxis, con matrículas de color verde, llevan a ocho o nueve personas en su interior.
Alguien me silba y, al girarme, veo a un chico que me amenaza con una piedra. No pasa nada, pero estoy intranquilo. La sensación de que en cualquier momento puede suceder algo es constante. Hay muchos cruces, además, y pocas señales. Pregunto por la carretera de Tel Aviv en una gasolinera, y al cabo de un cuarto de hora veo el acuartelamiento militar que me habían anunciado, una fortaleza presidida por una gran bandera israelí, plagada de antenas y cámaras de televisión.
Llego a la altura de la autopista y, sin importarme si puedo circular por ella, me meto dentro saltando un badén. Numerosos accesos a la vía rápida están cerrados por montículos de tierra, no fueran a tener los árabes la tentación de utilizarla.
Supero otro check point y dejo atrás los poco autónomos territorios palestinos, y de repente todo cambia. Aqui ya no hay torres de vigilancia, cuarteles y zanjas, sino caminos bucólicos en los que florece la genista, jóvenes jinetes con sombrero de cuero, reservas naturales a las que las familias acuden con relucientes todo terrenos y viveros de plantas de cuyo interior salen señoras cargadas de flores.
Los pinares me acompañan hacia el llano, mientras sobre el horizonte se recortan los rascacielos de Tel Aviv, inmensas torres de cristal que han proliferado en las últimas décadas gracias a las inversiones de multinacionales como Sheraton, Hilton, Carlton o Toyota.
Los barrios periféricos están bien urbanizados, con numerosas zonas verdes y avenidas generosas. La capital financiera de Israel tiene un aire californiano, con hombres rubios vestidos con shorts que podan setos, locales de comida rápida y casas con aire acondicionado rodeadas de césped.
De nuevo junto al Mediterráneo, después de diez días de separación forzosa, me siento a descansar en el paseo marítimo. Sopla viento de poniente, que aquí viene de mar, y que como el levante de nuestras costas, es húmedo y racheado. Unas docenas de tablas de windsurf se deslizan, paralelas a la costa, levantando estelas de espuma, mientras los tripulantes de un velero arrían la mayor en la bocana del puerto deportivo.
El contraste entre esta realidad y la de este mediodía es tan turbadora que me llego a preguntar si no he sido teletransportado a otro planeta. La visión de los jóvenes bronceados jugando con las olas podría ser la imagen de cualquier país próspero, pero no hay que ir muy lejos para descubrir que es casi una ficción. Al pasar por unas sombreadas terrazas frente al mar, un detector de metales se interpone en mi camino y me recuerda que estoy en Oriente Próximo. “Lo siento”, se disculpa el hombre al verme contrariado, “pero es mi obligación”.

-Las apariencias engañan -asegura Soli una vez me he instalado en el hotel en el que trabaja-. Tampoco para los judíos la vida es fácil. Setecientas mil personas viven muy bien, pero el resto, unos cinco millones de personas, tienen grandes dificultades para llegar a fin de mes. Muchos hoteles han cerrado a causa de la debacle del turismo, y todo está carísimo. Son necesarios tres mil shekels al mes para vivir (unos ochocientos euros). ¿Y quién da trabajo a alguien de más de cincuenta años como yo? Nadie, te lo aseguro, Gabriel. Si me dices que en Barcelona hay trabajo, me vengo contigo ahorita mismo.

Soli vivió en la abundancia la mayor parte de su vida, y ahora sufre para evitar el deshaucio. Aunque nacido en Egipto, vivió cuarenta y cinco años en Venezuela. Pertenecía a una de las dos mil familias judías del país, gente rica, dice. Salomón –éste es su verdadero nombre- fue a una universidad privada, se hizo ingeniero textil y se casó con una mujer riquísima. Su suegro, rumano, había levantado un imperio de la nada. Llegado a Sudamérica en los años diez, había comenzado vendiendo sostenes de puerta en puerta, y con los primeros ahorros compró su primer terreno, a los que siguieron otros muchos. Al cabo de los años, había amasado una verdadera fortuna.
A Soli todo le iba viento en popa, rodeado de propiedades, coches y servicio doméstico.
Pero las cosas se torcieron. Se divorció de su rica esposa y con la crisis de los años noventa se arruinó. No pudo hacer lo que muchos compatriotas suyos, que se refugiaron en Estados Unidos. Emigrar a Israel, la opción que los de su clase denostaban, fue su única salida.
Y aquí sigue desde hace cuatro años, cobrando una mísera pensión y limpiando habitaciones.

-¡Que si los judíos americanos quieren vivir en Israel? –repite, incrédulo, mi pregunta este israelí forzoso-. ¡No! Aquí vienen sólo de visita. ¿Por qué iban a venir? Están mucho mejor en Estados Unidos.

Soli no cree en Israel. Nunca creyó en la viabilidad del estado hebreo, pero menos ahora. “Muchos judíos nacidos aquí emigran. La gente tiene miedo, se siente insegura. A las seis de la tarde, se encierran en casa hasta el día siguiente. Date cuenta que estamos rodeados. El día que Irán, Iraq, Jordania, Siria, Libia y Egipto se pongan de acuerdo, nos aplastarán como a escarabajos. Y en Israel cada día hay más árabes. Para que no se nos coman, el gobierno deja entrar a los rusos sin asegurarse de que son judíos. Demuestran que lo son con un certificado falso, y ya son un millón. Pero tres cuartas partes de ellos son cristianos. De manera que si a los algo más de cinco millones de israelíes le restas musulmanes y cristianos, te quedas con sólo un millón de judíos”.
Seguramente exagera las cifras, este egipcio-venezolano-israelí, pero una parte de razón debe tener. Un vistazo a las librerías rusas de la calle Allenby corrobora la existencia de numerosos rusos que no son judíos. En todas venden tantos libros de cristianismo como de judaísmo, e idéntica situación se repite en ciudades como Haifa o Afulá.
La identidad nacional y social de Israel es compleja, con unos orígenes que se adentran en los túneles más profundos de la historia. En otra librería, un cartel colgado en la puerta anuncia que “se hablar (sic) castellano, yidish y cordobés”, lo que es una forma muy sui generis del propietario de reivindicar sus ancestros sefardíes. Lástima que esté cerrada. Los descendientes de los judíos expulsados de la Península constituyen el segundo colectivo en importancia del país. Son religiosos y radicales, muy celosos de sus costumbres. Paradójicamente, el ladino, el idioma judeoespañol que conservaron durante los cinco siglos que vivieron en el norte de Africa y en Estambul, se pierde a marchas forzadas. Un sefardí cincuentón a quien conocí en el Muro de las Lamentaciones me aseguró que, en su casa, sólo su abuelo, de 88 años, todavía lo habla.
El hebreo se impone como vehículo de comunicación único entre todos los habitantes. ¿De qué modo, si no, se entenderían gentes llegadas de Polonia, Hungría, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Venezuela, Marruecos, Túnez, Etiopía, Yemen o Turquía hace menos de una generación?
A la que se va el sol, el centro de Tel Aviv queda tan aburrido como los pueblos de Marruecos o de Túnez. Mientras en un cajero automático dos sin techo se aprestan a pasar la noche sobre un lecho de mantas y cartones, en un supermercado que abre las veinticuatro horas del día un vigilante recorre mis sobacos y mi entrepierna con un detector de metales. En el interior, unos rusos compran botellas de vodka y dos bellas etíopes hojean revistas del corazón.
Compro el Jerusalem Post y me siento en una solitaria terraza de una de las principales avenidas de Tel Aviv. Un joven camarero de aspecto asiático me sirve un plato picante mientras me dispongo a leer el periódico. Veamos qué dice: un anuncio insertado por una organización femenina avisa que “la civilización occidental, tal como la conocíamos, está en peligro de extinción si los musulmanes toman el poder”. Otro, éste de una entidad llamada Víctimas del Terrorismo Árabe, insta a la necesaria “separación de judíos y árabes basado en la ley de la Torá para garantizar la supervivencia del estado judío”. Una separación, añaden, que no se basa en el racismo, sino en el realismo.
Y en una entrevista al presidente portugués, Jorge Sampaio, el periodista pregunta sobre la posibilidad de que Portugal devuelva las propiedades requisadas a los judíos... ¡en 1497!
Madre mía; en qué país más extraño me encuentro.



Acre, capital de los cruzados



TEL AVIV-ACRE, 138 km(bici)
Tiene su gracia que consideren el hotel Galim uno de los edificios históricos de la capital. Tiene ochenta años, poco menos que la propia Tel Aviv.
La comenzaron a edificar los judíos de Jaffa en 1909, sobre unas dunas desérticas al norte de la histórica villa portuaria. Sobre unos terrenos que denominarían la Colina de la Primavera edificaron la primera ciudad judía moderna. En los años veinte y treinta, la ciudad de su futuro estado se desarrolló de forma extraordinaria, según un modelo de ciudad jardín, con miles de edificios racionalistas de la escuela Bauhaus.
A la luz del día, Tel Aviv me parece extraña, caótica, como si no formara parte del viaje. A diferencia de cualquier otra conurbación mediterránea, el centro urbano es indefinido, una sobreposición de edificios altos y solares que sirven de aparcamiento. Hay calles estrechas de casas bajas en el barrio yemení y junto a él, un mercado donde se vende fruta fresca, pescado, vinos israelíes y búlgaros.
La pasada noche, la ciudad más cosmopolita de Israel ha resultado también ser menos modosita de lo que aparentaba. Desde mi habitación, por las finísimas puertas y ventanas de la habitación me llegaban los cánticos y gritos de la gente que, a las tres de la madrugada, abandonaba, con unas copas de más, el Dance Bar Heineken que hay justo enfrente.
Ahora, me dirijo hacia el norte, por una autovía que atraviesa barrios residenciales con abundancia de paseos, tiendas bien aprovisionadas y señores con gabardina. Un primer chaparrón me anticipa lo que se avecina. Era de prever que lloviera, por el barómetro, que señala una súbita caída de la presión; por el viento, que no sopla de poniente, como ayer, sino del sur; y, sobre todo, por la ejecutiva que he visto por la calle con un paraguas.
Dejo atrás bosques de eucaliptus, las ruinas romanas de Cesárea y el río Alejandro, que baja de las montañas de Cisjordania, y, a veinte kilómetros de Haifa me detengo a hacer un pícnic sobre unas rocas. El cielo israelí está muy transitado, esta mañana. Sobre mi cabeza, en vuelo rasante, pasan un avión de caza, un par de helicópteros militares y tres pelícanos esforzados que luchan contra el viento. A continuación vienen varias formaciones de pájaros que dibujan una espléndida uve en el cielo, hasta cruzar la carretera e irse a posar en una laguna.
Oriente Próximo es tierra de paso obligado para las aves que abandonan la, a principios de noviembre, fría Europa. Por aquí transitan cada año una docena de especies de rapaces que no pueden acometer travesías marinas. Procedentes de Rusia, Escandinavia, los Balcanes o Asia Central, convergen todas en Anatolia, se dirigen hacia el sur por los valles de los ríos Orontes y Jordán y, tras cruzar el mar Rojo, siguen hacia las cálidas tierras africanas.
Menos claro tengo yo el camino a seguir. Mi idea inicial era llegar a Acre, ya cerca de la frontera de Líbano, aunque eso me obligaría a recorrer veinticinco kilómetros extra que mañana tendría que desandar. Trato de buscar un hotel en la portuaria e industrial Haifa, pero para ello tengo que dejar los barrios bajos, donde viven árabes y rusos, y subir a la parte alta por unas cuestas empinadísimas. Y encima, una vez arriba, un taxista me dice que tengo que retroceder varios kilómetros. Renuncio a visitar el Monte Carmelo y sigo hasta Acre.
De nuevo en la carretera, encuentro un gran atasco y un tramo en obras infame, plagado de agujeros y de enormes lodazales. Y se pone a llover. Primero caen cuatro gotas gordas, pero enseguida se desata un diluvio de dimensiones bíblicas, con rayos y truenos, que me cala hasta los huesos. Refugiado en una parada de autobús, espero un rato a que pase el aguacero.
Decido seguir, porque quedará una hora de sol a lo sumo. La calzada, construida entre altos bordillos y con escasos desagües, ha quedado convertida en un gran arroyo. Circulo con precaución, incapaz de distinguir las líneas de pintura o las irregularidades del pavimento. Al medio palmo de agua que se acumula sobre el asfalto se añaden los grandes rociones que levantan coches y camiones. Y cada vez que me tomo una ducha no deseada, me digo para mis adentros que este país se hizo demasiado deprisa.
Suerte que ya llegamos.
La Acre moderna está en el interior; la que a mí me interesa, en la costa. En una viven los judíos; en la otra los árabes.
Con la emigración masiva de los años treinta, los hebreos intentaron asentarse en la ciudad vieja, pero encontraron tal hostilidad que optaron por levantar sus barrios en las afueras. Al fin y al cabo, este territorio no formaba parte del Israel histórico. Por algo los que habían vivido aquí antes que ellos enterraban a sus muertos en el Monte Carmelo.
Acre fue poblada por griegos, egipcios y romanos, aunque su nombre es sinónimo de Cruzadas. Fue el principal puerto de los diversos reinos cristianos y llegó a ser capital del de Jerusalén.
Este estratégico enclave era uno de los pocos fondeaderos seguros para los veleros de la Edad Media, un sitio codiciado por cristianos y musulmanes. En 1189, los cruzados que guiaba Guido de Lusiñán sitiaron a los musulmanes de Acre, y Saladino, sitió a su vez, a los sitiadores.
El cerco fue dramático. Los europeos recibieron incontables refuerzos por mar, de hasta doscientos mil hombres según algunos historiadores. En el exiguo y variopinto campamento que se formó junto a la ciudad convivían genoveses, venecianos, pisanos, daneses, frisones, champañeses, alemanes, franceses del norte, roselloneses, escandinavos, tropas de la Borgoña, de Flandes y de Inglaterra. Entre ellos había caballeros e infantes, burgueses, artesanos, campesinos e incluso mujeres que, según apunta Oldenbourg, llevaban su piedad al punto de entregarse a los soldados para elevarles la moral.
El sitio se prolongó cerca de tres años, hasta que Acre, defendida sólo por tres mil soldados, cayó. Pero a un precio muy alto. El hambre y las epidemias mataron a más de cien mil hombres. En uno de los episodios más dramáticos del asedio, diez mil cristianos desesperados perdieron la vida al tratar de romper el sitio. Sus cadáveres, abandonados en el campo de batalla durante semanas, hicieron más insoportable la situación de los que resistían.
Los musulmanes defensores de Acre fueron presos y los cruzados pactaron el pago de un rescate de doscientos mil denares de oro por ellos. Pero viendo que el dinero se retrasaba, Ricardo Corazón de León mandó decapitar a los cautivos. La indignación de Saladino fue tal que se hizo atrás en su promesa de restituir a los cristianos la Vera Cruz, e hizo saber que, a partir de ese momento, no haría más prisioneros.
Acorralados en la costa, los cruzados jamás volverían a recuperar Jerusalén. En octubre de 1192, Ricardo Corazón de León y su ejército partieron hacia Europa, y, cinco meses más tarde, Saladino, murió.
Acre continuaría en manos cristianas durante casi un siglo más, pero con la conquista turca de Acre, Sidón y Beirut, en 1291 terminaba la aventura de la cristiandad en Tierra Santa tras dos siglos de ocupación. Occidente había perdido interés en unas posesiones lejanas, demasiado costosas. Los últimos cruzados, recién llegados de la ruda Europa, habían dejado de reconocerse en los descendientes de los que les habían precedido. Hablaban su mismo idioma, sí, pero se habían adaptado de tal forma a las costumbres orientales que les parecían extraños. No entendían que vivieran en suntuosos palacios rodeados de jardines, que se bañaran con frecuencia o que vistieran las mismas sedas que los árabes.
Mi llegada a Acre se produce justo tras la tormenta, cuando los nubarrones abren una pequeña brecha por la que se cuelan los últimos rayos de sol. El perfil de la ciudad amurallada se recorta sobre una atmósfera límpida, mientras las olas de un mar encabritado baten con furia las rocas y el almuédano llama a oración.
Allí está el verde minarete de la mezquita Al Jazzar, que lleva el mote del pachá a quien sus contemporáneos del siglo XVIII llamaban el carnicero. La mezquita es hermosa, aunque quizás exagere Alí Bey al considerarla “tan linda, que más bien se asemeja a un casino o casa de placer”.
La ciudad está vacía, como si todos sus habitantes la hubieran abandonado. Sólo se oye el agua de los tejados que gotea sobre las gruesas placas de piedra que cubren el suelo. Aquí hay un antiguo caravanserai, allí una pequeña iglesia sobre la que ondea la cruz roja de la orden de los hospitalarios, más allá una galería cubierta y el puerto, hoy capaz de acoger barcas de pesca y de recreo, pero que en el pasado, antes de que la arena lo anegara, podía dar refugio a sesenta mercantes. A él debió Acre su prosperidad. La ciudad llegó a tener cincuenta mil habitantes, poco menos que Jerusalén, hasta que, a partir del siglo XIX, Haifa, con un puerto más apto para los navíos a vapor, la eclipsó.
El hotel del faro está cerrado y tengo que conformarme con el mucho más anodino Akko Gate. “Es usted mi único inquilino”, me anuncia el propietario, a quien he sorprendido comiendo con su joven esposa.
Limpio la ropa, convierto la habitación en un tendedero y salgo a cenar. En lo que parece la calle más céntrica hay un restaurante abierto, con niños que lloran y mujeres que pelan cebollas. Desde una mesa, dos hombres se dirigen a mí.

-¿Es verdad que Induráin se ha retirado del ciclismo? -me pregunta uno de ellos en perfecto castellano.
-¡Perdón! -me atraganto al pegar el primer mordisco.

-El otro día, una amiga española me dijo que ya no corría.
-Sí, de hecho hace ya algún tiempo que lo dejó –concretamente, siete años.

Salim Abderramán vivió doce años en España. Fue la época más feliz de su vida, rememora. “Estudié Medicina en Granada. Allí era muy querido, nunca me sentí extranjero. Vivía en un piso de alquiler y dos días a la semana jugábamos al fútbol. Hice muy buenas amistades, y durante ocho años tuve una novia española. ¡Oh, sí...! Y a Luis Álvarez, ¿le conoces? Fue mi profesor de Anatomía Humana, y se convirtió en mi padre en España. Nos queremos mucho. Tiene una familia fantástica... Nos respetábamos mucho y, ¿sabes?, el respeto es la base para una buena relación. Iba a buscarle a su despacho cada día y salíamos a tomar café. Lo que más odiaba eran los domingos. La gente se iba con la familia, y me quedaba solo en casa, planchando camisas y viendo películas. Por la noche bajaba al bar a ver el fútbol en Canal Plus. ¿Y cuando había un Barça-Madrid? ¡Bueno! Aquello era espectacular”.
En 1992, ya casi convertido en médico, sólo pendiente del MIR, Salim regresó a su país. Quería ayudar a los suyos, pero las cosas no salieron como él esperaba. Tuvo un problema con su título español, y todo porque, según dice, “no quieren que haya médicos árabes; y, además, aunque aprobara el examen, dónde iba a trabajar yo, si sólo hay tres hospitales para millones de árabes”.
A sus 40 años, Salim está desengañado de la vida y de su país, de la familia, incluso. Rechazó a la mujer que le presentó su padre, y, cuando un tiempo después, fue él quien le presentó a su progenitor una novia española, fue éste quien no quiso saber nada de ella.
Hace ya once años que vive en Acre, soltero y sin trabajo. Se gastó los treinta y cinco mil euros que su padre le prestó y maldice a su hermano, que trabaja de abogado en Madrid: “El muy cabrón podría dejarme dinero, hacerme un contrato falso para conseguir mis papeles españoles, pero no quiere. Es como si fuera hijo de otra madre”.
Y aquí sigue este palestino de acento andaluz, con la vida quebrada, añorando Granada, recordando los mejores años, sintiéndose extraño en su propio país. Es una víctima más del conflicto civil que asuela Israel, me digo, aunque su nombre no figure en ninguna estadística. Vive atrapado entre sus propias contradicciones y las de su sociedad: “La gente se enfada conmigo porque me ven con shorts o porque, por el hecho de haber vivido en Europa, consideran que he renunciado a mi país. En Granada había señores de cincuenta años que jugaban al fútbol. ¿Aquí has visto algo igual? ¡Bah! Esta región está enferma. La gente está aburrida. No tienen nada que hacer. Por eso llegan a casa y, ¿qué hacen? Acostarse con su mujer y hacer más hijos. ¿Tú sabes lo chulo que era Acre hace veinte años? Mi padre tenía un restaurante junto a la mezquita, y estaba siempre lleno de turistas. Y... mira ahora. Todo eso acabó... Hace tiempo que dejé de escuchar las noticias”.
Salim cree que, más allá de las diferencias, “todos somos hijos del mismo dios”. ¿El conflicto de Israel? “Cusha: el paso más difícil ya está dado, y fue sentarse a hablar, traer a Arafat y ponerlo de presidente de los territorios. Hay que asumir que jamás habrá una solución que contente a todos. Tiene que haber dos estados, Israel y Palestina. Rezo cada día para que se solucione pronto. Sólo queremos vivir, ser felices”.
El restaurante va a cerrar. Me despido de este palestino que bebe alcohol y come jamón serrano, que considera a los suyos atrasados, que achaca su felicidad a la ignorancia, al hecho de no haber viajado. No se da cuenta de que puede que sean felices a su manera. Mientras, Salim sueña con volver a España, pero quizá si lo consigue se dé cuenta de lo mitificado que tiene su pasado, de lo irrecuperables que son los paraísos juveniles perdidos.
Además, ¿quiénes son los suyos? Cuando habla de “mi país”, ¿se refiere sólo a los palestinos o a todos los habitantes de Israel?
Lo más probable es que le importe poco el nombre del país donde vive. Quiere la paz, libertad para ir y venir, que dejen de negarle la entrada en las discotecas de Tel Aviv por el simple hecho de ser palestino.
Antes de acostarme, paseo por las húmedas callejuelas de Acre, me cuelo en los baños turcos antes de que cierren, subo a la muralla a contemplar el reflejo de la luna llena sobre las espumeantes crestas que recorren la bahía de Haifa.
En un bar, un niño canta una dulce melodía, mientras, junto a él, un centenar de hombres siguen, absortos, el encuentro Haifa-Tel Aviv que dan por televisión.



Carretera cortada a Cisjordania



ACRE-AFULÁ, 71 km(bici)
Cuando la Unesco declara un área urbana de cualquier país Patrimonio de la Humanidad, el gobierno local corre a restaurar edificios, a eliminar el tráfico rodado y a expulsar a vecinos y comerciantes de donde siempre han vivido y trabajado. En Acre no. La ciudad antigua hace su vida al margen de tan importante distinción. Los tenderos ocupan las calles, los coches permanecen aparcados en un caravanserai que también sirve de campo de fútbol y los añadidos de hormigón siguen adosados a las piedras de los edificios más nobles. La ciudad conserva la autenticidad de los sitios vivos. Los sobresaltos del presente impiden que, por ahora, se convierta en una postal turística.
Pero mejor no hacerse ilusiones. Este antiguo puerto en el que recalaban navíos procedentes de todo el Mediterráneo, punto de embarque de los productos de Damasco, con presencia europea durante ocho siglos, tiene todos los números para acabar lleno de tiendas de souvenirs. El día que vuelva la paz a esta tierra, sus escaleras, pasadizos subterráneos y galerías acabarán siendo pasto del turismo de masas. Los extranjeros vendrán a contemplar las cuarenta vueltas del khan erigido por Ahmed Pachá con piedras procedentes de Cesárea y Atalot, las tumbas de los ingleses que lucharon contra Napoleón, la parroquia maronita, el museo de la resistencia judía contra los británicos o la ciudadela de los cruzados.
Disfrutemos, pues, ahora de este museo de historia al aire libre... Los que tengan tiempo, que no es mi caso.
Tengo que marcharme ya, y el cielo sigue amenazador. Ha llovido de forma torrencial hasta las diez de la mañana y, la verdad, estoy preocupado. Pasado mañana debo abandonar Israel y antes quiero ir a Cisjordania. Pero, si las carreteras de la costa estaban ayer mal, ¡cómo estarán las del interior! No me apetece nada mojarme, pero tampoco puedo quedarme en Acre. Y el transporte público no es una alternativa. Los taxistas se niegan a llevarme a Nablús, en Cisjordania. Uno a quien he preguntado me ha propuesto que vaya a Haifa o, mejor aún, a Jerusalén, y que, una vez allí, tome un autobús.
Resignado a mojarme, a las once salgo de Acre con la intención de pasar por Tiberíades y al mar de Galilea, para mañana poder enfilar en dirección sur el valle del Jordán. Renuncio, pues, a las montañas de Cisjordania.
Pero en el último momento, al llegar al cruce que me habían señalado y ver que la tormenta ha amainado, vuelvo a mis planes iniciales y tuerzo a la derecha.
A la entrada de Haifa, no hay carteles que indiquen Cisjordania, Nablús o Jenín. Nada. Los territorios palestinos no existen, del mismo modo que Israel no existe para los países árabes vecinos. En Egipto vi alguna señal que decía “frontera internacional”; aquí, ni eso. Los palestinos son ignorados. Deben ser una ficción, unos seres vivos sin más derechos que los que pueda tener un animal o una planta.
Un indicativo con el número 75 me pone en el camino correcto. La carretera se dirige hacia el sudeste, directa hacia las montañas palestinas, a través de onduladas colinas de tonos dorados. A la izquierda se yerguen montañas cubiertas de pinos, con rutas señalizadas para excursionistas, el bosque de Armaguedón o un parque natural.
Las nubes corren deprisa. El chaparrón me pilla una, dos y tres veces, pero el cuarto descarga una cortina de agua en la lejanía. Al término de cada aguacero, el suelo se seca con una rapidez asombrosa, el aire queda impregnado de dulce humedad vegetal, y, como un recuerdo de las incontables apariciones y escenas milagrosas que esta tierra ha vivido, en el cielo se dibujan refulgentes arcos iris.
Me encuentro en el bellísimo valle de Jezrael, en lo que fue un importante eje de comunicaciones entre Egipto y Mesopotamia. Cerca de aquí estaba Megiddo, ciudad habitada durante más de cuatro mil años, destruida por lo menos veintiuna veces por las guerras, y que veintiuna veces fue reconstruida por sus laboriosos pobladores. Har Megiddo, su nombre hebreo, dio lugar a la profecía de Armaguedón sobre el fin del mundo. Sus habitantes, guerreros incansables, estaban convencidos de que sólo era posible hallar la paz en el paraíso, palabra hebrea que se refiere a huertos de granados, higueras y viñedos. Éste es, precisamente, el tipo de vegetación que crece en Jezrael. Y eso fue lo único que quedó después de la última y definitiva batalla.
Me he propuesto llegar a Nablús de un tirón. O puede que me quede en Jenín, dependerá del tiempo que pierda en la frontera. ¿He dicho frontera? De hecho no es tal. La frontera es el límite territorial entre dos países reconocido por la comunidad internacional. En Cisjordania hay línea, incluso muro, pero una parte vigila mientras la otra permanece encerrada.
Después de un cruce que conduce a Afulá y a la frontera jordana, el asfalto empeora una barbaridad. En los próximos cinco kilómetros, pasaré junto a un olivar protegido por una valla de dos metros de altura electrificada y cerca de un pueblo del que sobresalen dos esbeltos minaretes, pero sólo veré un coche, un Honda con un enorme adhesivo Nike en la luna trasera.
El check point aparece tras un ligero descenso, pero... no es como lo imaginaba. Grandes bloques de hormigón bloquean por completo la ruta, cubierta de barro, y un cuartel fortificado defiende la posición bajo una gran bandera israelí. Sólo hay una persona a la vista. En una garita, un soldado armado.monta guardia.
El joven militar está aún más sorprendido que yo. Con la mano hace un gesto como de enroscar una bombilla, la típica forma oriental de mostrar desconcierto. Le indico que quiero ir a Jenín, trato de explicarle, en inglés y hablando muy despacio, que estoy dando la vuelta a Israel en bicicleta, mientras dibujo un gran círculo en el aire. Pero el tío se asusta por momentos.

-Do you speak english? -le pregunto.
-¡No! –contesta, rotundo mientras observa las abultadas alforjas que llevo en el portapaquetes. Las señala titubeante, para saber qué llevo dentro.

¡Ay, madre! Ahora se piensa que soy un hombre-bomba. Con signos comienzo a explicarle que sólo hay ropa, comida, herramientas...

Go, go! -me ahuyenta, fuera de si.
-Pero si...

Go! –repite con el dedo en el gatillo, sin dejar que me acerque.

Y me voy, cagando leches, antes de que cometa una locura.
No tengo más remedio que volver atrás. Y como las desgracias nunca vienen solas, al volver a montar descubro una rueda pinchada. ¡En mal momento! Hincho el neumático hasta que mis brazos dicen basta con la confianza de que la presión que he metido sirva para llegar a Afulá.
La ciudad es moderna, y tiene tres o cuatro calles comerciales. Se encuentra entre Jenín y Nazaret, a menos de veinte kilómetros tanto de una como de la otra, pero a diferencia de éstas carece de piedras milenarias. Mejor para mí. Así podré ver cómo se vive en una anónima localidad israelí.
La hospitalidad no parece la virtud más visible de sus habitantes. A tres personas a quienes pregunto me dan la espalda como respuesta. Eso sí, al volante son unos santos. Sólo poner un pie sobre el paso cebra, los vehículos se detienen al instante.
¿Por qué la gente es tan antipática? ¿Por el turbulento medio siglo de historia de su país? ¿Por lo poco homogénea que es su sociedad? Es una hipótesis. Pongamos el caso de los rusos. En el centro de esta pequeña ciudad hay tres librerías que se dirigen a una clientela que, hace veinte o diez años, vivía en Moscú o Vladivostok. En ellas venden diarios, películas, discos, revistas de moda, de coches, de literatura o incluso el Penthouse, todo ello escrito, hablado o cantado en ruso. Rusos son también sus propietarios, que no hablan ni una palabra de algún idioma que yo sea capaz de entender, y en ruso están escritos los anuncios de los productos que se ofrecen y el rótulo que cuelga sobre la puerta. ¿Con quién se relacionan los rusos? Con los rusos. ¿Cuál es la tierra que añoran? La de su infancia. ¿Dónde tienen a muchos de sus familiares y amigos? En Rusia.
En Israel pueden vivir mucho mejor que en el país donde nacieron, pero no les debe resultar fácil relacionarse com un yemení, con un señor educado en Caracas o con una mujer que ha vivido toda su vida en un kibbutz, por más religión común que tengan. Las relaciones personales se tejen con relativa rapidez, pero las relaciones entre comunidades tardan mucho más en cimentarse.
Para cenar, escojo uno de los numerosos locales de comida rápida que ocupan una de las calles principales. El menú consiste en humus, aceitunas, ensalada, patatas fritas y shawarma, todo ello untado con salsa picante y metido en una baguette de cuarenta centímetros. Al establecimiento llegan numerosos automovilistas en busca de su cena, que aparcan en batería, esperan con el motor en marcha a que les preparen los bocadillos y se van, sin decir nada, con las bolsitas a sus casas.
A las ocho en punto de la noche, todas las tiendas han cerrado ya.

-He visto que hay muchas librerías rusas, en Afulá... –comento a la hija del hotel familiar donde duermo, en busca de conversación.
-En esta ciudad hay muchos rusos –responde con sequedad.

-¿Cuántos puede haber?
-No lo sé.

La chica ha pronunciado nueve palabras, ni una más. Y ha sido el díalogo más extenso de la jornada.
Un día glorioso.



El muro



AFULÁ-MONASTERIO DE YERÁSIMOS, 132 km. (bici)
Son las ocho de la mañana. Estoy llegando al check point que controla la entrada a Cisjordania por una carretera más cercana a la frontera jordana, a ver si hoy tengo más suerte.
Los soldados son caprichosos, me han advertido. Un día te dejan pasar y al siguiente te cierran el paso sin motivo aparente. Me han recomendado dar pocas explicaciones, llegar en plan resolutivo, muy seguro de mí mismo y tocar madera. Y esto es lo que hago, tras adelantar a una larga hilera de camiones que hacen cola.
Al soldado que me pide el pasaporte, le digo que voy camino de Cisjordania.

-La situación allí es insegura –me advierten él y su joven compañero.
-Como siempre, ¿no?

-Hay disparos. Ayer murieron dos soldados, y hoy los tanques patrullan por Jenín –cuentan con la naturalidad de quien está acostumbrado a vivir entre constantes amenazas.

Esto dificulta mis planes. Si murieron dos israelíes, las autoridades deben estar tomando represalias contra la población según una fórmula que se aplica con dramática exactitud: la vida de varios árabes por cada judío muerto.

-Ayer llegaron dos españoles y les dejamos pasar. Se fueron a pie hasta Jenín, pero, viendo como estaban las cosas, regresaron al cabo de unas horas –añade el más veterano de forma amigable.
-Yo creía que durante el Ramadán se calmaban los ánimos... –comento.

Los soldados niegan con la cabeza, como queriendo dejar claro que en Palestina la paz es algo desconocido.

-Mira; nosotros te dejamos pasar, pero te sugerimos de verdad que no lo hagas –me recomiendan.

Un tercer soldado se suma a la conversación. Se llama Robert.

-Mi padre es español; habla ladino.
-Bueno, más que español debe ser sefardí -puntualizo.

-Pues eso.

¿Y para qué quieres ir allí? –me pregunta el soldado que retiene mi pasaporte, que también se llama Gabriel-. En Israel hay sitios muy bonitos para montar en bicicleta. En Cisjordania sólo encontrarás pueblos árabes. Y mejor que tampoco pases por el valle del Jordán.

-Oye, lo que tendrías que hacer es poner un palo con una bandera blanca sobre la bicicleta –propone Robert.
-No me gustan demasiado las banderas.

-Pues te iría bien. Ellos no saben quién eres. Podrían dispararte. De verdad, pónte una bandera blanca.

Definitivamente, renuncio a mis planes. Si querían asustarme, lo han conseguido.
Un día más, regreso por donde he venido.
Serguei y Maxi son camioneros, gente bien informada, y coinciden con los militares: no debo ir a Jenín. ¿Y si me subiera a uno de sus camiones? Ni hablar. A ellos, los palestinos de los territorios les tratan bien puesto que les llevan comida y todo lo necesario para vivir. Pero los transportistas llegan a Jenín, descargan y de inmediato vuelven a salir. ¿Qué iba a hacer yo, solo, en medio de Cisjordania en bicicleta?

-Por la carretera del Jordán sí podés pasar, en cambio. Allí no hay problema –me tranquiliza Maxi, de origen argentino-. Pero no te iría mal chevar una bandera blanca. Y si querés un consejo, en cuanto llegás a una check point, abríte la campera para que los soldados vean que no cheváis explosivos.

Serguei, el amigo ruso de Maxi, permanece en silencio. Lleva una cruz colgada del cuello. Le digo que hay muchos rusos en Israel, y mi comentario no le gusta nada: “Hay muchos más árabes –replica-; cada mujer árabe tiene diez o quince hijos”.
A la izquierda del control militar, maquinaria pesada remueve tierra en una ancha franja de terreno. A un par de kilómetros se observa un muro de hormigón a medio construir que avanza hacia el oeste.

-Éste es el famoso muro –señala Maxi.
-Es altísimo. ¿Servirá de algo?

-Qué va. Más al sur, en las zonas donde está acabado, ya han encontrado la forma de pasarlo.

Lo sospechaba. En los tres últimos años han perdido la vida unas quinientas personas a causa de los atentados suicidas, y la solución para acabar con ellos ha sido encerrar a los palestinos dentro de una gran jaula y condenarlos a vivir en la miseria, sin contacto con el exterior. El muro, de seis metros de altura, medirá setecientos kilómetros, y su construcción cuesta al estado mil cuatrocientos millones de dólares. Se instalan cámaras de vigilancia, alambradas, fosos y una valla metálica con sensores para disuadir a todo aquel que tenga intención de saltarlo.
La Organización para la Liberación de Palestina ha denunciado repetidas veces el apartheid que se impone a su pueblo con esta obra, que recuerda demasiado a los guettos que los judíos padecieron en Europa. Pero la comunidad internacional apenas ha reaccionado. El Estado dispone y Estados Unidos bendice sus decisiones.
Retrocedo cinco kilómetros y tomo una carretera que baja hacia el Jordán por un ancho valle. Los bosques frondosos dejan paso a una sucesión de pequeños lagos rodeados de palmeras y, más adelante, al llegar al fondo de la depresión, a un árido páramo cubierto de hierbas quemadas por el sol. Se nota que hasta aquí no llegan las abundantes lluvias que riegan la costa.
En una solitaria parada de autobús, un soldado de una división acorazada corre a agarrar el fusil que había dejado junto a un banco al percatarse de que soy extranjero. A pesar de los atentados suicidas, al chico no le asusta usar el transporte público. “No se puede vivir siempre con el miedo en el cuerpo”, razona.

-¿Y tú, por qué no lo coges? –pregunta.
-A mí sí que me da bastante respeto. Además, he prometido que no volvería a hacerlo mientras estuviera en Israel.

-Claro. Pero esto que quieres hacer de pasar por pueblos árabes, mal asunto. Ve con cuidado.

A pocos kilómetros de Cisjordania encuentro un pueblo que es la imagen viva del paraíso terrenal que los judíos anhelan. Es un conjunto de casas blancas rodeadas de césped. En algunas venden antigüedades y hierbas del bosque, hay señoras que pasean a sus retoños y hombres con sombrero que limpian el coche. “Que tenga usted un buen día”, me desean, con una sonrisa, los soldados del último control militar del día.
Ahora sí, circulo por territorio palestino, aunque la carretera está bajo jurisdicción israelí. Paso por el asentamiento judío de Mehola, una especie de pueblo de los horrores, rodeado por un alto muro de hormigón con torretas de vigilancia. En su interior hay todo lo necesario para una vida autárquica: depósitos de agua, graneros, una pequeña central eléctrica, pistas de deporte, escuela y casas con aspecto de barracones. Cuesta imaginar lo que debe ser la vida aquí dentro, lo que deben pensar los chicos que se han criado en esa cerrazón el día que descubren que, más allá de los alambres de espino, existen otros mundos en los que es posible salir a la calle desarmado.
Pero Israel es el país de las vallas. La que ahora me acompaña, paralela a la carretera, está electrificada, dispone de detector de intrusos y mide tres metros de altura. Un par de kilómetros más allá está el Jordán, ya sobre suelo jordano.
Llego a uno de esos pueblos árabes de los que me han prevenido. Se supone que los árabes son temibles, que corro un peligro mortal, pero es una de las escasas ocasiones desde que llegué a Israel en que sonrío de forma abierta. Todas las personas con que me cruzo me saludan. “Welcome!”, me dice un niño mientras otro me lanza un beso y un hombre que vende fruta me llama para que me acerque.
El pueblo es tan mísero que carece de carteles que indiquen su nombre. Numerosas casas están a medio construir, las bolsas de basura se acumulan por todas partes y las mujeres trabajan el campo con herramientas manuales.
No oso detenerme, de todas formas. Tantas advertencias han hecho mella en mí.
Luego vienen otros pueblos anónimos y a lo lejos se vislumbra ya el mar Muerto. El primer desvío hacia Jericó, donde pretendo pasar la noche, está cerrado. Hacia él –es decir, hacia mí- apunta en este momento el nido de ametralladoras que descubro en un monte cercano, protegido por sacos terreros y cubierto por telas de camuflaje. Unos kilómetros más adelante, la segunda carretera también está bloqueada, en este caso por una guarnición militar. Aarón, el hermano de Moisés, derribó las murallas de la ciudad al son de las trmpetas israelitas. Para mí, en cambio, están férreamente cerradas.
Alguna forma debe haber para llegar a Jericó. Sí; ya lo tengo. Pero está lejos. Según el mapa faltan... aún quince kilómetros, distancia que mañana tendré que repetir para salir del país.
Se acabó. Estoy harto. Me voy de Israel. Hace sólo unos minutos he dejado atrás el desvío que conduce al puente Allenby. Si me doy prisa, en Jordania aún encontraré un taxi que me lleve a Damasco.
Recojo un puñado de arena para mi colección y desando los dos últimos kilómetros.

-La carretera está cerrada –me informan en el acceso al paso fronterizo.
-¿Cómo que cerrado? ¡Si son las tres y media! –protesto.

-¿Es usted diplomático? ¿Verdad que no? Pues vuelva mañana.

El hombre es áspero, habla con una molesta suficiencia. Suerte que su amigo, un soldado joven, és más afable. “Durante el Ramadán los jordanos cierran antes -aclara el chico con cara de disgusto-; mañana, a partir de las ocho, podrá pasar”.
Estoy cansado. Llevo ya ciento treinta kilómetros, muchos de ellos con viento de cara. ¿Y si preguntara en el monasterio de la cúpula plateada que vi el día de mi llegada a Israel?
Un palestino me hace de intérprete con Joseph, un monje griego, de treinta años, con barba canosa y vestido con una túnica azul llena de polvo. El hombre cuenta mi problema a otros monjes tan delgados y barbudos como él, y la comunidad resuelve que puedo pasar la noche con ellos.
Estoy en el monasterio de Yerásimos, en uno de esos recintos griegos en los que se inspiraron los cruzados al importar la vida monástica a Europa. El recinto data de 1885 aunque sus orígenes se remontan al año 455, cuando un eremita de Asia Menor, que había vagado durante dos años por el desierto, se estableció en el lugar en el que María pasó su última noche en Palestina antes de cruzar el Jordán. La leyenda cuenta que Yerásimos llevó una vida en extremo austera y en contacto con la naturaleza. Se dice que el hombre salvó la vida a un león, que éste le siguió siempre en señal de gratitud y que el día de su muerte, el animal se tumbó sobre su sepultura y expiró.
El monasterio devino un lugar de peregrinación para numerosos monjes griegos. Su vida se desarrollaba en la más absoluta austeridad. No podían beber vino ni tomar alimentos cocinados. A excepción de la comida semanal comunitaria, estos anacoretas se conformaban con pan, dátiles y agua. Se pasaban el día trabajando, elaborando productos artesanales, aceptando los donativos que los habitantes de Jericó les llevaban. Aquellos que llegaban a ser perfectos a los ojos de Dios eran autorizados a vivir en celdas. El objeto de su existencia era liberarse de toda pasión, cólera y cobardía.
Algunos nichos todavía se conservan, a medio kilómetro del monasterio. Son aberturas excavadas en la roca en las que apenas cabe una persona estirada.
A las siete en punto suena la campanilla que anuncia la hora de la cena. No me hago rogar; estoy hambriento. En el pequeño patio interior del monasterio me encuentro con las personas con las que voy a compartir mesa, y de uno en uno, como buenos hermanos, pasamos a una amplia sala de techo abovedado. Sobre un tapete floreado descansan dos fuentes con espaguetis, dos ollas llenas de pequeñas manzanas, latas de sardinas y un poco de queso. Es todo cuanto hay para las diez personas que nos hemos reunido, todos griegos menos yo: cinco monjes, dos mujeres que venden velas e iconos en la entrada y dos jóvenes seglares.
El religioso de más edad bendice la mesa y nos sentamos. En un escrupuloso silencio, una de las señoras sirve los platos de todos los comensales menos el del flaquísimo religioso que tengo a mi izquierda, que se conforma con una rebanada de pan con queso.
Devoro el plato en un santiamén.

-¿Quiere más? –me indica la señora con un gesto.
-Por favor.

Aún no he comenzado el segundo plato y todos han terminado ya de comer. Me doy prisa. Aún con los espaguetis en la boca, pelo una manzana, la corto, me pongo los trozos en la boca y cuando iba a por la segunda, todo el mundo se pone en pie para dar gracias por los alimentos recibidos. Termina la breve oración y mi mano derecha, que se abalanzaba sobre otra manzana, se queda a medio camino. Una de las señoras me reprende con la mirada. Por lo visto no puedo.
La cena ha durado diez minutos escasos.
En el patio hay un rato de asueto antes de que los monjes se encierren en sus celdas a leer y orar. Apostolos, uno de los jóvenes, es el único que habla inglés. Vino a Yerásimos a pasar unos días, pero lleva ya varios meses vagando por Israel. Ha visitado siete de los quince monasterios ortodoxos que hay en el país y pretende ir a todos. Este donde nos encontramos es el más rico, dice. Los situados en lugares remotos carecen de carreteras y son pobres en grado extremo.
A Apostolos le impresionó conocer al padre que se encarga de Yerásimos, que estos días está en Grecia: “Da trabajo a quince palestinos para que cuiden del monasterio, a pesar de que con cuatro sería suficiente. Y reparte comida a familias pobres de Jericó y a los otros monasterios griegos. Es un santo”.
Yerásimos se mantiene gracias a la venta de rosarios, iconos, velas y cirios. Toda la cera que arde en las iglesias ortodoxas de Jerusalén procede de este pequeño santuario. Antes de la Intifada, los ingresos se completaban con las mesas que, los fines de semana, alquilaban familias árabes y hebreas para comer en el jardín de palmeras y olivos que hay en el exterior. De ese modo, los niños se divertían con los camellos y los monjes rompían su monótona vida cotidiana.
Pero eso era antes. Ahora, se alquilan dos o tres mesas a lo sumo.
“La situación es desastrosa”, asegura Apostolos, que manifiesta su simpatía por los palestinos. “Los israelíes quieren ahogar su economía y obligarlos a refugiarse en las montañas, en el interior de Cisjordania. Por eso han cortado las carreteras que llevan a Jericó”.



Un palestino bromista



YERÁSIMOS-FRONTERA JORDANO-SIRIA, 25 km. (bici), 160 km. (taxi)
En el acceso al puesto fronterizo, taxis y autobuses forman una larga hilera de vehículos a la espera de que los guardias abran la frontera.

-¡A la cola! –protesta el taxista que ocupa el primer lugar en la fila de vehículos-. Algunos esperamos desde las cinco de la mañana.

Al resto de conductores les preocupa poco que se les cuele un ciclista. Incluso les hace gracia. Son extrovertidos y bromistas. Mientras hablo con un par de hombres, oigo un alarmante ¡psss! a mis espaldas, donde he dejado la bicicleta, y al girarme descubro a un hombre agachado ante uno de los neumáticos, simulando reventarme una rueda. El tipo estalla en una sonora carcajada al ver mi semblante estupefacto. Y yo, al percatarme de que se trata de una broma, me río yo y nos reímos todos.
A las ocho en punto, un soldado me llama para que pase en primer lugar. Me autoriza a llegar en bicicleta hasta el control israelí, que se encuentra dos kilómetros valle abajo, siguiendo unas gargantas de arena seca.
Esta vez los trámites son rápidos. Pago ciento treinta y cuatro shekels de impuestos -¡casi el presupuesto de un día!- en una ventanilla llena de adhesivos infantiles, y en media hora quedo libre.
Los que se dirigen a Ammán cargan el equipaje en un autobús mientras yo, que tengo pasaporte europeo, aguardo el llamado bus turístico. A mi lado está Salim, un palestino de 64 años que ha pasado la mayor parte de su vida en Alemania. Este “médico de árboles”, como él mismo se presenta, está jubilado, y vive la mayor parte del año en su casa de Peníscola. Eso sí, por Ramadán, visita a su familia en Ramala. Todo estoicismo, cuenta que allí la situación es crítica, que amplios sectores de la población carecen de trabajo y que la gente no se puede desplazar por el constante asedio que sufren, por el mal estado de las carreteras y por los controles. “Para llegar aquí a las ocho, me he tenido que levantar a las tres de la madrugada y tomar cuatro taxis”.
Salim explica sus desgracias sin estridencias. Quizá porque las víctimas no se quejan.
En pocos minutos pisamos suelo jordano, patria obligada de tres millones de palestinos. A Salim ha venido a recibirle su sobrino, que le llevará en coche a Ammán, y que se ofrece a buscarme un transporte para Siria. “El taxi será el medio más eficaz”, concluye tras unas rápidas pesquisas.

-Ya está todo. Hasta la vista, Gabriel. A lo mejor nos volvemos a ver –se despide el afable médico de árboles.

Y el flamante Mercedes blanco que he alquilado arranca, raudo, por la vertiente oriental de la cuenca del Jordán, con la bibicleta en el techo, adentrándose en un valle estrecho en el que me parece distinguir las ruinas de una iglesia bizantina.
Mientras mi taxi avanza hacia el norte en dirección a Siria, siento que me alejo de un país irreal, mezcla de sueño, experimento y paraíso artificial. Me vienen a la cabeza algunos de los dramáticos augurios que he escuchado las últimas semanas. Recuerdo las palabras del catedrático de Economía Política que conocí en Alejandría –“habrá otra gran guerra, y tendrá mucho que ver con la religión”-, o la alocada profecía del fin del mundo de Lothar en Jerusalén.
No hay duda de que Israel es un estado tecnológica y económicamente desarrollado, pero ¿se puede considerar también moderno un país que carece de constitución por la incapacidad de sus habitantes en ponerse de acuerdo en sobre si la palabra dios debe figurar en su carta magna?
En los últimos días, varias veces he tenido la sensación de encontrarme en un país medieval, en el que los ciudadanos de primera categoría viven donde les place, disfrutando de todas las comodidades de la vida moderna, mientras el resto tiene que conformarse con restricciones de derechos y libertades. El gobierno israelí no condena a los musulmanes a las cámaras de gas, pero les obliga a vivir al margen.
Y me repito una pregunta que desde hace unos días no puedo sacarme de la cabeza: ¿Qué viabilidad puede tener un país tan pequeño rodeado de regímenes que le son hostiles, con millones de personas dentro de sus límites fronterizos que piensan que lo mejor que podría hacer esta nación, creada después de la atrocidad del holocausto, sería desaparecer?
En su libro Laz Cruzadas, Zoé Oldenbourg señala los paralelismos entre los reinos cristianos de hace más de siete siglos y el Israel de hoy.
Cuatro décadas después de la publicación de esa obra, las semejanzas se han acentuado. Igual que los israelíes, los cruzados se quedaron en tierras que habían sido dominadas durante largo tiempo por el Islam, y que sólo se pudieron mantener por la fuerza de las armas. El empeño de los monarcas europeos por crear esos territorios cristianos tan lejos de sus tierras de procedencia resultó algo insólito, sólo comprensible por las circunstancias de la época. Pero a pesar de vivir siempre fortificados y sin dejar de luchar, acabaron sucumbiendo. ¿Les acabará sucediendo lo mismo a los habitantes de Israel? ¿O acaso su proyecto de país se irá diluyendo hasta perder su razón de ser?
Queda la opción de la paz, pero la reconciliación  sólo es posible cuando las partes enfrentadas de verdad están dispuestas a entenderse.

Aprovecho el viaje en taxi para desprenderme de todos los papeles que puedan advertir a los puntillosos policías sirios de mi estancia en Israel. Y antes de llegar al límite norte de Jordania, hacemos un breve alto en Ar Ramtha, una pequeña ciudad aletargada por el Ramadán, parea comprar un anillo jordano para Sandra.
Ya cerca de la frontera, casi nos estrellamos. El conductor iba enseñándome un cartel que había junto a la carretera, y, al ir a subirse a un terraplén, ha pegado un volantazo a la izquierda sin percatarse de que, justo en ese momento, nos adelantaba un siete plazas.
Ya en el puesto fronterizo, los policías deben tener pocas ganas de trabajar, porque no hay preguntas ni revisiones de equipaje. De las paredes de la vacía sala de aduanas cuelgan dos retratos con los rostros de dos hombres a los que veré centenares de veces los próximos días: el actual presidente de Siria, Bachar el Asad, y su padre Hafez, que gobernó el país con mano de hierro durante treinta años.
De nuevo sobre la bicicleta, un suave descenso me conduce a Dara, una ciudad bulliciosa que, con su concierto de claxons, sus vehículos viejos y las gentes despistadas que cruzan sin mirar, me recuerda una barbaridad a Egipto. Las personas son atentas, pero los taxistas exigen hasta mil doscientas libras sirias por un trayecto de ciento treinta kilómetros.
“No te preocupes”, me animan dos estudiantes que seguían atentos mi última negociación. “El autobús sólo cuesta cincuenta”. Los chicos me acompañan a la estación central, donde de nuevo soy obsequiado con atenciones por el señor que me vende el billete, que carga la bicicleta en el vehículo y me reserva uno de los asientos junto al conductor.
Emprendemos ruta por una carretera muy castellana, recta y sin la más mínima subida, con campos de secano que se extienden hasta el horizonte. Sobre el asfalto nos cruzamos con un festival de furgonetas pintadas de mil colores, con lucecitas y todo tipo de objetos colgantes, tapacubos dorados en las ruedas y cláxones de fantasía. Por la radio suena una música melodiosa y repetitiva hasta el infinito que se cuela en mi interior por los oídos, me cierra los párpados, distiende los músculos y relaja la mente. Los sones me atrapan dentro de su partitura y se me llevan..., se me llevan...
Ya no estoy.



DAMASCO
Minaretes bulbosos



FRONTERA SIRIA-DAMASCO, 133 km. (autobús)
Un escandaloso concierto de coches trunca mi dulce sueño.
Hemos llegado a Damasco. En la primera impresión, la ciudad es sucia y caótica, hostil, pero con la gente todo resulta fácil. Ya lo decía Ibn Battuta: “El extranjero está en Damasco a sus anchas, recibe un trato deferente, cuidándose de no herir su dignidad de hombre”.
Cualquier persona a quien pregunto por la calle se detiene para orientarme. Hablan despacio, intentan expresarse de forma correcta, e incluso los policías son simpáticos. En hospitalidad hacia el extranjero, pocos lugares la superan. Y no es extraño que así sea, puesto que es una de las cunas de la civilización, la ciudad más antigua del mundo, según se dice.
Sobre ella, los poetas árabes han vertido alabanzas de lo más barrocas: “El Edén de Oriente y el lugar donde asciende la luz” (Abu I Husayn ben Yubair); “tierra en que el guijarro es perla, el polvo ámbar y las brisas del norte como vino frío” (Ibn Yuzayy); “el lunar en la mejilla del mundo (...) un paraíso anticipado” (Arqala al Dimasqi al-Kalbi); “un paraíso en que el forastero olvida su patria” (Nur ad-Din); “el paraíso de Oriente, (...) la novia de las ciudades que hemos contemplado” (Ibn Yubair).
Pero, ¿cómo explicar Damasco? Demasiados factores condicionarán mi visión de sus minaretes de formas bulbosas y sus palacios, de sus casas señoriales y sus comercios. He llegado a la capital de Siria en pocas horas tras atravesar el norte de Jordania y el sur de Siria. Todo ha ido muy deprisa, e Israel sigue en mi cabeza. Me ha faltado un tiempo de tránsito. Y, además, la ciudad no palpita a su ritmo habitual, durante el Ramadán.
Del hotel, no tengo queja. He conseguido evitar el Al-Haramein, ese que anunciaban en Petra y que me propuse evitar por temor a encontrar a los mismos viajeros. Pero, a base de preguntar, acabo en el Al-Rabie, que está justo al lado...
El establecimiento es limpio y confortable. Se encuentra en un callejón que da a la calle Chukri Al-Quwalti y en su tiempo fue una señora mansión. Las numerosas habitaciones se reparten en dos pisos alrededor de un patio con una fuente en el centro. En este espacio que huele a azahar y en el que de noche se ven las estrellas recibían los hombres a las visitas, para luego tumbarse en los divanes que había en la estancia abierta que está al fondo.
Como en Petra, también aquí hay profusión de cartelitos en inglés. El del lavabo, junto a la cadena del váter, ha sido manipulado. Donde antes ponía Push Down (empujar hacia abajo), ahora puede leerse Bush Down.
Dedico mi primera mañana en Damasco a resolver algunos trámites, tras lo cual me acerco al Museo Nacional. Se accede por la monumental puerta de un palacio omeya de Palmira. En el vestíbulo central, un gran mapa puede servir de resumen de la riquísima historia del país. En él aparecen los principales yacimientos arqueológicos que hasta la fecha se han encontrado: treinta y dos de ellos son prehistóricos, sesenta pertenecen a las edades de bronce y de hierro, veintisiete a las civilizaciones griega y romana y quince al período musulmán.
El museo contiene cilindros procedentes de Ugarit con escritos en el alfabeto más antiguo que se conoce, tablillas con escritura cuneiforme, rocas esculpidas en arameo, estatuillas mesopotámicas y de Venus, cerámica de hace treinta y tres siglos, montañas de monedas acuñadas en Alepo, muebles de los tiempos de Saladino, astrolabios, libros de plantas medicinales o sedas chinas del siglo I, de las más antiguas que se conservan.
Fuera, sobre mesas de mármol bajas, un hombre lee el periódico, dos oficinistas juegan al ajedrez y unas señoras conversan animadamente mientras un jilguero pía desde una jaula. El ambiente es relajado. Cuando suena un móvil, quien recibe la llamada se levanta y se aleja unos pasos para no molestar.
A escasa distancia del museo está la mezquita Takiyé de Solimán el Magnífico, de piedras negras y blancas, erigida por el arquitecto que levantó la Mezquita Azul de Estambul. En la madrasa contigua, un grupo de estudiantes dibuja al carbón este coqueto espacio mientras un pintor de brocha gorda pinta una columna de madera en vivos colores. Los dormitorios donde antaño dormían los estudiantes están ocupados ahora por comercios de artesanía. En uno de ellos, regateo por dos cojines y un mantón de seda.

-¿Qué pasa, que no lo puedes pagar? –me inquiere el tendero, cansado de mi insistencia.

Su argumento me desarma. Le pago cincuenta libras más de lo que pretendía y desaparezco con mis bonitas piezas.
Las sedas son una maravilla, aunque mañana, en la Casa Nassan, una familia cristiana porpietaria de fábricas textiles centenarias, un vendedor matizará un poco mi alegría: “Las telas que ha comprado son de calidad mediocre –me anunciará, con orgullo profesional, mientras muestra su mercancía-; las nuestras tienen sesenta y cuatro hilos por centímetro. No hay nada igual".
El señor sabe de qué habla. Los damascenos y los habitantes de Palmira comenzaron de intermediarios de las telas que llegaban de China hasta que acabaron dominando el proceso de elaboración de la fibra y se hicieron dueños del mercado internacional. Con las sedas que producían sus centenares de talleres se vistieron los patricios romanos, los señores más ricos de Oriente Próximo, el Golfo Pérsico, el norte de África y Europa.
Recupero fuerzas en una frutería, con un dulcísimo zumo de granada. Tarek, el chico que me ha servido, se indigna al ver, en pleno Ramadán, a unos “cristianos” que fuman por la calle. “No piensan en los demás –se lamenta-. Tendremos que rezar por ellos”.
La ciudad moderna es enervante. Las amplias avenidas y los viaductos torturan al peatón, que se ve obligado a superar pasos elevados a cada instante. Los pasos cebra son un riesgo por la insistencia de los conductores en meter el morro del coche donde tú ibas a poner el pie. Como la fuerza bruta se impone, es mejor aguardar a que lleguen unos cuantos damascenos decididos, y entonces, cuando todo el mundo cruza, tú vas tras ellos.
Ya estamos en la parte vieja. Los límites del recinto amurallado coinciden de forma exacta con la ciudad romana. La vía principal es la calle Recta. Atraviesa el núcleo urbano de oeste a este a lo largo de dos kilómetros, y de su nombre ya se deduce que pocas más calles mantienen la rectitud.
Alí Bey se sorprendía de la ausencia de plazas. Olvidaba señalar que en las calzadas casi nunca da el sol, por la estrechez de las arterias y por las estructuras elevadas que guarecen a los caminantes del calor estival.
El espacio más diáfano es la mezquita Omeya, una de las más veneradas por el Islam. En el templo se guardaba el primer Corán manuscrito y, según un santo, “una plegaria rezada allí vale por treinta mil rezadas en cualquier otro lugar”.
Los orígenes de la construcción se remontan al siglo IX antes de Cristo, cuando los arameos dedicaron un templo a su dios Hadad, que más tarde los romanos consagraron a Júpiter y ampliaron hasta sus dimensiones actuales, y que después Constantino convirtió en iglesia. Tras de la primera invasión árabe, el ala este de la basílica se usó como mezquita y, a principios del siglo VIII, la construcción fue reformada sin reparar en gastos. Durante diez años, los muros romanos se cubrieron de dieciocho mil metros cuadrados de mosaicos, y techo y capiteles se bañaron de oro, el mismo metal precioso con que se realizaron las seiscientas lámparas colgantes que iluminaban el interior.
La mezquita costó al califa Walid un dineral equivalente a siete años de ingresos. Colin Thubron cuenta en su libro Semblanza de Damasco que, “cuando llegaron las cuentas, a lomos de dieciocho camellos, (el califa) se negó a revisarlas porque ‘en verdad hemos gastado todo esto por Dios’”.
Terremotos, incendios o saqueos, como el cometido por Tamerlán, han desposeído al templo de la suntuosidad de antaño. A pesar de ello, mantiene toda su estructura en pie y perfectamente restaurada. Se conservan columnas de diez metros del templo de Júpiter, el mausoleo dedicado a Saladino y un cráneo que se atribuye a Juan Bautista, uno de los numerosos santos que comparten cristianismo e Islam. Quizá fue por esa reliquia que Juan Pablo II visitó el lugar en 2001. Jamás, hasta entonces, un papa de Roma había pisado una mezquita. Acompañado del gran muftí sirio, el jeque Ahmed Kuftaro, el pontífice rezó en silencio dentro de la mezquita omeya, aunque, para no herir sensibilidades, evitó santiguarse.
También para mí, hoy será el primer día en este viaje en que ponga los pies en un templo musulmán. El clima bélico que vive el mundo a raíz de la invasión de Iraq y la prohibición, para los no creyentes, de visitar las mezquitas marroquíes me habían disuadido hasta ahora de hacerlo.
Descalzo, entro al enorme patio de mármol pulido por el que los no musulmanes accedemos al templo. En la parte cubierta, sobre centenares de alfombras rojas, algunos duermen, otros leen el Corán en un susurro y los más pequeños aprenden, con las piernas cruzadas, los textos sagrados. Las mujeres, escasas, se encuentran en la parte posterior.
“Alaáaaa.... Akbar!”, cantan, a las cinco y nueve minutos, cinco almuédanos vestidos de blanco ante un micrófono. “Alaáaaa.... Akbar!”, resuena el múltiple cántico, al unísono y con fuerza, dentro y fuera del templo, mientras unos hombres entran deprisa por la puerta reservada a los fieles. “Alaáaaa.... Akbar!”. Todo el mundo ha dejado ya lo que hacía, y ante el muro sur, unos sesenta hombres oran frente el mihrab, la hornacina que señala la dirección de La Meca.
La liturgia impresiona por su sencillez. No hay nada, sólo personas postradas ante su dios.
Tras el quinto “Alá es grande”, los hombres toman pedazos del pan que alguien ha dejado en una silla junto a la entrada, y tras charlar un rato, van desfilando hacia sus casas para reunirse con los suyos.
De nuevo en la calle, me siento a estudiar el mapa de la ciudad.
“¿Puedo ayudarle?”, me pregunta una dulce voz femenina en cuanto me pongo en pie. ¿He oído bien? ¿Es a mí? No oso levantar la mirada. “¿Puedo ayudarle en algo?”, insiste alguien en el idioma de Moliére. ¡Dios! ¡Una mujer me está hablando! Es una chica con una melena de color castaño, de ojos verdes y pecho generoso que asoma bajo un grueso jersey de lana.

-Ejem... Busco el hammam Nur ad-Din.
-¿Cómo dice? A ver –y la muchacha se pone a mi lado para ver mejor la guía, arrimándose a mi hombro.

La chica no es musulmana, desde luego, porque una musulmana jamás osaría abordar a un desconocido. Debe ser cristiana maronita.
Pero ella no sabe nada de hammams. Este suele ser un asunto de hombres.

-Abre a las seis y media -me informa un señor que también se ha acercado.

Ha oscurecido ya. En una de las calles desiertas del centro doy con otro hammam. “Entre, es bueno”, me anima un anciano al verme dudar ante la pequeña puerta del establecimiento.
Una escalera estrecha me conduce a una gran sala de cuya cúpula pende una lámpara que baja hasta encima de la fuente central. En los bancos que hay dispuestos alrededor, un hombre se desviste y otro yace estirado entre toallas mientras saborea un té.

-¿Baño y masaje?
Bueno.

Un empleado me trae una sábana blanca, unas zapatillas de plástico, una pastilla de jabón y un cajón de madera para los objetos de valor y, con la tela blanca anudada en la cintura y sin gafas, me voy para adentro, medio ciego y lleno de aprensión. ¿Por dónde será?
Un hombre grueso y pechopelo me indica que le siga por un pasadizo. Pasamos por una sala caliente y llegamos a una estancia rectangular donde un hombre se enjabona la cabeza en una fuente y otro yace adormilado sobre un banco.
En cada extremo de la sala hay una pequeña habitación oscura. Sigo a mi guía hasta una de ellas, y, acuclillado ante una pequeña fuente, le imito: lleno un cuenco de hojalata de agua caliente y me la echo por encima.
El calor es asfixiante. “Entrar y salir”, me indica pechopelo con el dedo.
La sauna alivia los músculos y relaja el espíritu. Comienzo a encontrarle el gusto. Me voy a otra de las habitaciones, tan oscura como la primera, y a punto estoy de pisar a alguien que está sentado en el encharcado suelo. Me agacho yo también; así se respira mejor.
El hombre del bigote dice algo. ¿Que me enjabone? Me enjabono. ¿Que si quiero que me eches agua por encima? Ah, vale. ¿Ves qué simpatica es, aquí, la gente? Ahora se ofrece a enjabonarme la espalda, y pese a mi pudor, acepto. El compañero de hammam se sitúa detrás mío y, con manos delicadas, recorre con la pastilla de jabón mi espalda, los hombros, las axilas, el pecho...
La situación comienza a ser embarazosa, y encima, al terminar, quiere que yo le haga lo mismo. Ay madre... Le enjabono deprisa -¡chof, chof!- la espalda, y, hala, ya está.

-¿Y aquí abajo no te lavas? -me pregunta mientras señala mi entrepierna.
-Je, je –sonrisa de compromiso; aquí abajo me lo lavo yo cuando estoy solito.

Salgo del cuarto oscuro y de la sala de vapores antes de que vuelva el del bigote, y de nuevo en la sala de la cúpula, me cubren con una sábana seca y dos toallas para que no me enfríe.
¿Qué estaba pasando allí dentro?, me pregunto mientras me someto a mi sesión de masaje. Juraría que me estaban tirando los tejos, aunque también es posible que no fuera nada más que el intento de un damasceno generoso de ayudar al extranjero extraviado. Al fin y al cabo, los árabes hacen cosas a las que los europeos no estamos acostumbrados. Se hacen, por ejemplo, mimos que en occidente sólo vemos entre mujeres, y no por ello pensamos que sean lesbianas. Mañana, sin ir más lejos, el señor que me hará de guía en una casa se despedirá, al acabar la visita, regalándome una rosa y dos flores de azahar.
Siempre me quedará la duda, de todas formas. Si descubrir lo que ese hombre quizá pretendía implicaba tener según qué experiencia, prefiero seguir con mis estúpidos prejuicios de europeo.
El masaje finaliza con la especialidad de la casa, con un servidor boca abajo, la rodilla del masajista clavada en mi espalda y un sonoro y doloroso crujir de vértebras.

-¡Agh!

Y ahora, al barbero. Násser me corta el pelo a navaja, me invita a sentarme en un sofá, a tomar un té y a fumar, y aun dice que le pague la voluntad.

-¿En Barcelona lo hacen igual? -pregunta con curiosa humildad.
-No exactamente, trato de explicarle. Allí no hay bebidas ni cigarrillos para los clientes, sino un pase de máquina rápido y a la calle.

-¡Ja, ja, ja! -ríe satisfecho mientras su hijo de 3 años juega desinhibido con los mechones que han quedado esparcidos por el suelo.



A la mañana siguiente, salgo del hotel y descubro que no hay nada abierto. Lo había olvidado: es viernes.
Desayuno en una pastelería en la que todo lo que tienen sin exceso de azúcar se vende por kilos. Compro trescientos gramos de empalagosos churros de miel con una cantidad de calorías suficiente como para volver a atravesar el Sinaí de un tirón. Mientras me los zampo, algo me llama la atención.

-Veo que ustedes no tienen el retrato del presidente Bachar... –le digo al propietario.
-No tenemos la foto, pero lo llevamos aquí –responde, respetuoso, con la mano sobre el corazón- Es nuestro presidente. Todos le queremos, como queremos a Hezbollah y al presidente de Líbano. Bush, en cambio, es malo, porque ayuda a Israel y mata a árabes.

Similares argumentos usará esta noche el joven recepcionista del hotel cuando le encuentre mirando al desaparecido Hafez el Asad pronunciando un viejo discurso por televisión.

-Pero si está muerto... –le diré a Rashid.
-Sí, pero en Siria queremos mucho a nuestro presidente. Sólo el diez por ciento de la gente le odia.

-¿Y no existe un término medio entre amar y odiar?
-Sí, hay gente disconforme, pero están dentro del noventa por ciento que le votaron. Hafez hizo muchas cosas buenas, sobre todo en política exterior.

-¿Y a tí te gusta como van las cosas?
-Bueno, hay mucha burocracia y me gustaría tener más libertad, aunque con Bachar los estudiantes pueden escoger qué estudian y hablar de política. Pero los cambios tienen que ser lentos. De lo contrario, podríamos tener una indigestión. Ten en cuenta que Siria es un país muy diverso. Damasco no es como las otras ciudades, y las ciudades son muy distintas de los pueblos de las montañas. La democracia no existe en ningún lado, además. Mira lo que sucede en América.

-Soy europeo. Allí tenemos bastante margen para escoger a quien más nos gusta.
-Sí; lo sé. En Siria somos muy nacionalistas. Tomamos lo mejor de cada sistema y lo adaptamos a nuestra forma de ser –razonará el muchacho.

Por encima de vivir en una dictadura, en Rashid prevalece el hecho de ser sirio, un orgullo que le lleva a repetir, casi palabra por palabra, los discursos oficiales. Me viene a la cabeza la expresión de Alí Bey al conocer lo ricos que eran los labradores damascenos a pesar de la cantidad de tributos que pagaban: “¡Cuánto (más) lo serían bajo un gobierno justo y liberal!”.
Cerca de la puerta occidental de la ciudad vieja hay un animado mercado de pájaros. En jaulas de madera amontonadas se exhiben jilgueros, canarios, perdices, gallos de crestas espectaculares o una bonita especie de plumas rojas. El producto estrella son las palomas, sin embargo, que se ofrecen por parejas. Hay hasta quince tipos distintos del ave símbolo de la paz, y no precisamente para comer, como yo suponía, según me ha dejado claro, con disgusto, un vendedor. Los pájaros dan vida a una casa y alegran las mañanas con su canto. Son un bien de dios, escaso en países calurosos como Siria.
Con los zocos del casco antiguo cerrados, en las calles hay poca animación, Damasco pierde el que según todos los viajeros es su principal atractivo. Esta aglomeración urbana rodeada de desierto era el mercado de un territorio que abarcaba de Arabia a las orillas del Eufrates. Fue importante durante miles de años porque tenía comercio, y tenía comercio porque el milagro del río Barada alimentaba un fértil oasis donde de otro modo sólo hubiera existido arena.
Alí Bey señala la “excesiva abundancia de víveres” que se encontraban en estos anchos valles situados a espaldas del anti-Líbano, las importantes caravanas de mercaderes que de aquí partían. La más multitudinaria era la de La Meca, que en 1807, el año de su visita, se suspendió a causa de la revuelta de los fanáticos y violentos wahabis, los inspiradores del islamismo radical actual. Pero testigos anteriores hablan de otras compuestas por veinte mil personas y diez mil animales. El séquito que se dirigía a Bagdad, el segundo destino en importancia, contaba con dos mil quinientos hombres armados, con lo que cabe suponer que el número de comerciantes y camellos a los que protegían era muy superior.
Como en las ciudades medievales, como en Jerusalén, la población de Damasco se distribuye por la ciudad según sus creencias. Al hablar de fe no nos estamos refiriendo sólo a las convicciones religiosas del individuo. La fe es mucho más: condiciona todos los aspectos de la vida de una persona, desde la clase a la que perteneces, el trabajo o las amistades que tienes, la forma de vestir o el lugar donde vives.
En el barrio cristiano las tiendas están abiertas y existen comercios en los que es ostensible la voluntad del propietario por gustar al occidental. En sus calles ves a hombres que fuman, una forma de vestir europea y mujeres con la melena al aire que bromean sacándose la lengua. “Joyeux Noël 1995”, “Merry Christmas”, desean dos pintadas desde un muro en el que también hay pegadas varias esquelas de difuntos.
Damasco es una fabulosa mezcla de gentes. En ella viven sunnitas, el colectivo más numeroso, aunque también chiítas, a los que hace un rato he visto en la fantasiosa mezquita Sayyida Ruqayya, alauíes, drusos e ismaelíes, cristianos ortodoxos, católicos y protestantes, judíos, kurdos, armenios y turcomanos. En esta ciudad con siete mil años de historia la gente no pregunta a cada momento si crees en Jesucristo o en Mahoma. Está acostumbrada a la variedad y la respeta.
Hasta aquí la visión positiva de la realidad. La negativa es bastante menos idílica. Como en la mayoría de ciudades árabes, el tú y el yo son conceptos muy definidos, cajas cerradas con poca interrelación entre ellas. Hay tolerancia y convivencia en el sentido más estricto de las palabras. Unos y otros viven juntos, luego, conviven y se toleran. Poco más.
En la iglesia ortodoxa de Santa María, una veintena de curas rusos con sotanas fotografían las blancas paredes de la nave central. Y fuera, en la calle Recta, una ruidosa chiquillada del colegio franciscano se apresta a subir a unos desvencijados autobuses Scania, auténticas chatarrerías ambulantes de cuyo techo cuelgan flores y racimos de uva de plástico.
En el barrio musulmán, busco la casa as-Siba’i. Pero nada hace suponer que en este callejón de muros desnudos, desprovistos de aperturas, haya una mansión señorial.

-¿Beit as-Siba’i? -pregunto en el momento en el que una puerta se abre.
-Es aquí. Pase, por favor.

Ya lo advertía Alí Bey: la belleza hay que buscarla en el interior.
El mayordomo del palacete me enseña los patios interiores, el del harén y el de los hombres, las fuentes y un salón con decoración recargada. La luz penetra en las estancias a través de pequeños cristales verdes y rojos, y tanto las cuatro paredes de madera como el artesonado del techo están pintados de colores y plagados de incrustaciones de nácar. Se exhiben cabezas disecadas de leones, de guepardos y de jirafas, trofeos de caza obtenidos por un embajador alemán, uno de los últimos propietarios del edificio, en Africa y la India.
Al caer la tarde, las calles adquieren un aspecto fantasmal. Han quedado desiertas, como si las autoridades hubieran decretado su evacuación por una alarma nuclear. Es un espectáculo ver cómo hasta catorce personas, más el conductor, se apretujan en el interior de una furgoneta y desaparecen, en dirección a los suburbios, con las puertas entreabiertas.
Ahora mismo, la ciudad es casi para mi uso exclusivo. Sólo el Centro Cultural Francés sigue abierto. Es un edificio vanguardista, de radiantes paredes blancas y fachada acristalada, en el que incómodos sillones de cuero se combinan con obras de artistas galos contemporáneos. La chica de la mediateca calza unos zapatos de tacón de aguja que le deben haver costado su dinero, y tiene unos ojos luminosos en los que te podrías zambullir.

-Monsieur: malheureusenent, Internet no acaba de funcionar –me anuncia con pesar.
-Desgraciadamente.

Una vez más, Alí Bey, tengo que darte la razón cuando señalabas que “las mujeres de Damasco son lindas por lo general y las hay realmente hermosas: la mayor parte tienen el cutis blanco, fino y hermosos colores”.



Hacia la costa



DAMASCO-FRONTERA DE LÍBANO, 61 km. (bici)
-¡Rashid! ¡Rashid!

No hay forma de que se despierte. Hace un cuarto de hora que llamo, y no consigo que me oiga. La puerta del hotel está cerrada y el joven recepcionista, que duerme como un lirón enrollado en una manta, a cuatro metros de donde estoy, permanece inmóvil. Lo intento todo, le doy al picaporte y al cristal con la llave, llamo por teléfono... Pero el chico sigue durmiendo.
“¡Rashid!”, grito, temiendo despertar a todo el mundo.
A las siete en punto se dispara la alarma de su despertador, y él sigue quieto en el suelo. Después suena el teléfono, y por fin, con tanto alboroto, se levanta.

-Teníamos sueño, ¿eh?

Pero no está para bromas. Apenas se tiene en pie. Sin levantar la vista, me abre la puerta para que pase, rechaza cobrarme el té que le debía y se vuelve a acostar.
A los dos nos aguarda un largo día. Mientras él deje pasar las horas a la espera de que den las cinco de la tarde, yo estaré franqueando dos barreras montañosas considerables, el anti-Líbano y el Monte Líbano. Ignoro lo altas que son y cuál es mi estado físico. He pasado tres días sin subirme a la bicicleta, y no puedo decir que haya descansado.
Hoy vuelvo a cambiar de país. Me dirijo a Beirut, la capital de Líbano. “Por la carretera no”, me aconseja un hombre al salir de Damasco. Curvas, subidas, me indica con la mano. “Autopista good”.
Dejo el palacio presidencial y un gran complejo de las Naciones Unidas a mi derecha, y a los pocos minutos el tráfico se vuelve escaso. Remonto unas montañas sin apenas vegetación mientras a lo lejos saca la nariz el nevado ash-Sheikh, la cima de 2.814 metros donde nace el río Barada. El aire es limpio y vitalizante, y la temperatura se resiste a subir más allá de los diez grados. Un ocre manto otoñal va cayendo sobre Oriente Próximo.
Junto a la calzada hay numerosos acuartelamientos militares. Hafez y Bachar el Asad aparecen retratados por todas partes, en vallas publicitarias, pintados en un muro o reproducidos en una loma con piedras blancas y negras. Decido hacer un juego: contaré cuántas veces veo sus caras de aquí hasta la frontera. Pronto me canso, sin embargo. Hay demasiados Asad. En un cuarto de hora, he contado sesenta y dos.
La carretera baja a un ancho valle y, siempre en sentido nordeste, vuelve a ganar altura. Aparecen algunos árboles, pinos y encinas, y multicolores tenderetes donde, en perfecto orden, se ofrecen centenares de envases de cristal que contienen verduras y frutas en conserva.
A mil trescientos metros de altura, encuentro el puesto fronterizo sirio, y, unos kilómetros ladera abajo, el control libanés.
Los policías, jóvenes y extrovertidos, me reciben de forma amigable. Llevan la gorra echada hacia atrás, el cinturón holgado, la camisa por fuera. Como si fuéramos viejos compañeros, me preguntan adónde voy, cómo me llamo, por qué viajo en bicicleta... Miran a los ojos con curiosidad y franqueza, se gastan bromas y parecen no tener prisa.
“¿De qué trabajas? ¿Piensas quedarte muchos días en Líbano?”, me pregunta uno de ellos.
Entre ellos me siento como en casa, y así se lo digo a uno de ellos. “Gracias por este bonito pensamiento”, responde.
Hay una bella vista, desde la frontera. A nuestros pies está el anchísimo valle del Bekáa, y ante nosotros, en la vertiente opuesta, los imponentes montes Líbano, tras los cuales se esconde la franja costera.

-¿La carretera pasa por allí? –digo al comprobar lo que me espera.
-Por allí mismo; te costará remontar aquellas subidas en bicicleta.

Diría que sí.



LÍBANO
Un balcón sobre el mar



FRONTERA DE LÍBANO-BEIRUT, 55 km (bici)
Con un nuevo visado en el pasaporte, me lanzo cuesta abajo por unas largas rectas, y en un periquete llego al fondo del fértil valle de Bekáa. Los árboles de ribera son altos y frondosos, y cultivos de cereales, legumbres y frutales ocupan todo el suelo existente en una franja de terreno, prolongación natural de la gran brecha del Jordán y del Mar Muerto, que atraviesa el país de sur a norte.
Líbano es uno de los países con más densidad de población del planeta. En una superficie equivalente a Navarra viven, según los últimos y desfasados censos, más de tres millones y medio de personas, de modo que por todas partes ves pueblos, negocios y coches, a menudo conducidos por verdaderos energúmenos.
La sociedad es, con diferencia, la más laica de todo el viaje, y su diversidad religiosa, incluso mayor que en Siria. Aunque la convivencia es a menudo dificultosa, ningún colectivo ha conseguido, hasta ahora, imponerse sobre los demás.
En Barr Ilyas, todos los restaurantes están abiertos. Como ensalada con abundante cebolla, una picante sopa de judías negras y garbanzos y un bocadillo de pollo hecho con finísimo pan, junto a una joven pareja musulmana a quien el Ramadán parece traer sin cuidado.
Sin tiempo para hacer la digestión, comienza la prueba más dura del día. La subida al Monte Líbano es en tensión, por una ruta estrecha por la que los vehículos me pasan rozando. Los camiones van tan lentos que, al adelantarme uno, alargo el brazo y me agarro a la cadena que cuelga del volquete trasero de uno de ellos. El acompañante me da ánimos desde la ventanilla, hasta que el vehículo me cierra el paso en una curva y me tengo que soltar. Me duele la espalda, además, justo en el sitio donde el masajista de Damasco me clavó la rodilla.
Y la subida se alarga. El puerto no se encuentra a mil trescientos metros, como preveía, sino bastante más arriba. Llego arriba sin forzar, y el único espacio que encuentro para detenerme es el camino a un campamento militar por el que suben dos soldados cargados con un gran depósito de agua.
A partir de aquí, comienza un descenso de locura, lo nunca visto, algo excepcional. La carretera se precipita literalmente sobre el Mediterráneo. En veinticinco kilómetros pasaré de mil quinientos metros de altura al nivel del mar. La carretera se desploma por laderas con un desnivel vertiginoso, se retuerce como una serpiente en cerradas paellas de pavimento granulado antes de volver a caer en el abismo. Bajo aferrado al manillar, frenando sin cesar, adelantando a camiones y a convoyes militares que, para no quemar los frenos, circulan en primera velocidad.
La costa es visible ya. No aparece en el horizonte sino abajo, sólo levantando un poco la vista; tan pronunciada es la pendiente. La aridez de esta mañana no es ya más que un recuerdo lejano. Adiós a los yermos y a las montañas onduladas. Bienvenidas las crestas cortadas a cuchillo y los frondosos bosques de pinos. El cambio del paisaje es tan radical que, en lugar de los cien kilómetros que llevo recorridos desde que salí de Damasco, parece que haya hecho mil.
Los pueblos se suceden uno detrás del otro, en este empinado y verde balcón litoral. Aquí hay un templo con cúpulas plateadas que resulta ser una iglesia; allá un templo ultramoderno que acaba siendo una mezquita. Un aire húmedo impregna el ambiente. Pequeños cúmulos de algodón certifican la cercanía del mar.
Y aquí está, Beirut, la que en un tiempo fue llamada el París de Oriente Próximo, la ciudad en la que, en la primera mitad del siglo XX, abundaban los buenos hoteles y los cabarets, la vida fácil y despreocupada.
Però todo eso fue mucho antes que yo naciera. Para los que rondamos los cuarenta, Beirut era un sitio peligroso al que por nada del mundo había que ir. Durante quince años, su nombre se asoció a guerra y a bombas, a destrucción y barbarie. Los diarios e informativos de nuestra infancia y juventud no hablaban de otra cosa que de la guerra civil de Líbano. Se referían al conflicto que protagonizaban los drusos, la milicia cristiana, Hezbollah y los falangistas, algo muy complejo que jamás llegamos a comprender.
Todavía hoy, los hechos que desencadenaron el conflicto resultan de lo más enmarañado. Contado de forma simple, se podría decir que la accidentada orografía del país favoreció el asentamiento, a lo largo de los siglos, de minorías cristianas y grupos musulmanes disidentes; que en 1975 se declararon unas hostilidades que se prolongaron hasta 1990, cuando, sin previo aviso, estalló una paz precaria.
En la actualidad, Líbano es un satélite de Siria. El gobierno de Damasco nunca ha aceptado la pérdida del territorio que fue su salida natural al mar. Sucedió a mediados del siglo XIX, cuando el enfrentamiento entre drusos y maronitas, las comunidades históricas, propició la intervención de Francia y la creación de una región autónoma. Con la llamada Wilaya del Monte Líbano se pretendía salvaguardar la subsistencia de los cristianos, en parte descendientes de los cruzados francos.
El aislamiento de Damasco se incrementó en 1920, cuando, desaparecido el imperio otomano, el gobierno de París se hizo cargo también de las ciudades costeras.
Líbano se desarrolló de forma extraordinaria, en ese periodo. Gracias a un sistema liberal desconocido en la zona, los libaneses pudieron explotar el espíritu emprendedor que habían heredado de sus antepasados, los fenicios de Tiro, Sidón, Berytos, Byblos y Trípoli. Para evitar disputas interreligiosas, en 1943, se firmó un pacto nacional que establecía el reparto del poder político entre todos los grupos. Acuerdo que se sostuvo hasta 1971, año de la llegada de los guerrilleros palestinos expulsados de Jordania.
Esperaba reconocer Beirut en cuanto llegara. Creí que encontraría sus calles plagadas de cascotes, recuerdos de aquellas imágenes televisivas en blanco y negro, pero todo lo que queda de la guerra son algunas casas hundidas y fachadas con impactos de bala.
Después de más de una década de paz, la ciudad rebosa de un optimismo multicolor. En su empeño por volver a ser, se ha vestido con rascacielos de cristal, edificios restaurados y puertos deportivos, joyas de lujo y clubes nocturnos, Ermenegildo Zegna y BMW, tiendas chic y McDonald’s.
El modesto Hotel Glayeul ya no existe. Este establecimiento económico situado en primera línea de mar, junto a la mismísima Corniche, hace ya tiempo que cerró. Me lo dice el dueño de una frutería que pronto seguirá el mismo camino. El progreso no admite excepciones. El edificio robaba un trozo de vista al rutilante hotel Palm Beach que han construido justo enfrente.
Jamal, en cambio, sigue adelante con su negocio. La Pension Hotel Valerie ocupa la tercera planta en un bloque de pisos donde hay cinco locales parecidos.
“Bienvenido, señor  Gabriel. Siéntese, por favor. ¿Quiere usted un té?”, me pregunta en un castellano aprendido en los ratos libres con la ayuda de un manual editado hace treinta años.
Hombre expansivo y afectuoso, Jamal ríe sin cesar. “¿Diga, señor?”, responde en español cuando suena el teléfono. “¡Ja, ja, ja!”.
El ambiente es distendido, en la salita del hotel Valerie. Los inquilinos salen de la habitación en camiseta y se tumban en los sofás, comparten cigarrillos y comida. Todo el mundo se conoce, y los que acabamos de llegar pronto nos contagiamos de tanta calidez.
Una chica rellenita y que mide metro ochenta, con el pelo rubio teñido, se interesa por el recién llegado. Sólo habla árabe. “Dice que quiere ser amiga tuya –comenta un hombre-; bueno, de hecho es amiga de todo el mundo. ¡Ja, ja, ja, ja!”.
Hay cristianos y musulmanes, en la habitación, y todos comen a pesar de que no son más que las cuatro y media de la tarde. ¿El Ramadán? “Es una opción personal. Aquí todo el mundo tiene su religión, y la practica o no según le viene en gana”, razona Jamal, que se siente orgulloso de ser libanés y del aire de libertad que se respira en su país. “¡Pues claro que somos distintos de los sirios! –se exclama-, pero siempre sufrimos injerencias externas, de Siria, de Israel o de Hezbollah. Nuestro país es pequeño, y tenemos que ser diplomáticos, hacer mucha política para evitar problemas”.
Su amigo Ahmed es sirio, uno de los setecientos mil que hay en el país. Vino para ganar más dinero, algo que por ahora consigue vigilando un aparcamiento, pero también para sentirse libre. “Aquí puedo hacer lo que quiero, sin presión”, asegura.
Líbano es distinto a todos los países árabes que he conocido. Existe libertad de prensa e incluso bares de homosexuales, cosas inauditas en su entorno, pero también prostitutas rusas y empleadas domésticas filipinas y tailandesas que sirven a familias burguesas en régimen de semi-esclavitud.
A escasos metros del hotel, familias enteras entran en el hall de un edificio moderno, y yo me voy tras ellos. Esperaba encontrar un complejo multicines o un centro comercial, pero de golpe me veo rodeado de libros. Se dice que, en el mundo árabe, se escribe en El Cairo, se edita en Beirut y se lee en Bagdad. Sin saberlo, estoy en la Feria del Libro de la capital libanesa.
Decenas de editoriales presentan estos días su producción. La mayoría de títulos están escritos en la lengua de Mahoma. Hay libros divulgativos e infantiles, los viajes de Alí Bey editados en inglés, obras de Paulo Coelho –el único autor occidental representado- y numerosas cubiertas con imágenes de Sadam Hussein, Bin Laden, George W. Bush y las torres gemelas de Nueva York.
La feria difiere poco de las que se celebran en cualquier país occidental. Centenares de lectores pasean entre los estands mientras escritores de éxito firman ejemplares y una cincuentena de personas asisten a una conferencia.
Junto a la salida, un atril sostiene un ejemplar de Mémoire de Beyrouth, en el que grandes fotografías ilustran la espectacular transformación que ha experimentado la ciudad. Las páginas pares muestran la desolación de la guerra, fachadas derrumbadas, balcones hundidos, gente deprimida, polvo, alambradas y jardines devorados por las malas hierbas; en las impares, lucen edificios llenos de flores y niños sanos, las caras del nuevo Beirut que levanta la cabeza.
A las diez de la noche, la Corniche, el inevitable y resplandeciente paseo marítimo, está en ebullición. Hay niños que lanzan estruendosos petardos, chicos engominados que salen del Hard Rock Cafe, muchachos al volante de deslumbrantes automóviles con la música a todo volumen, parejas que pasean cogidas de la mano, ciclistas que van pegando tumbos entre la multitud y familias recién salidas de la patisserie. A las puertas de la selecta pizzería Splendido, hombres vestidos de etiqueta besan la mano, a pie de limusina, a elegantes damas vestidas de noche.
Beirut. Quién te ha visto –aunque sea por televisión- y quién te ve. Sin apenas conocerte, me pareces abierta y diversa. Tus ciudadanos son amnésicos voluntarios que olvidan en aras de un presente mejor. Podrías ser un ejemplo de convivencia para todos los beiruts cercanos que siguen abrasados por las llamas.
No te tuerzas.



Memoria de un corresponsal



BEIRUT
Los beiruteses son hedonistas y nascisos. Ahí van un ciclista, dos señoras que hacen footing, tres patinadores o un hombre en chándal que, sin dejar de caminar, habla por el móvil con un manos libres. Algún valiente incluso se atreve a bañarse en unas aguas azules y ricas en nutrientes de las que los pescadores más avezados sacan los peces a pares.
Beirut se levanta en uno de los escasos llanos que ofrece la fachada litoral libanesa. Se diría que las montañas empujan a la gente hacia ese mismo mar que se lanzaron a descubrir los fenicios hace tres mil años, del mismo que llegaron italianos y franceses. Los hombres fuman Gitanes o Gauloises, numerosas familias tienen como primer idioma el francés o el inglés y las ventanas de muchas casas son venecianas. Es como si la gente buscaran en el horizonte los referentes de la sociedad que desean.
Pero tras la apariencia se ocultan otras realidades.
A media mañana me encuentro con Tomás Alcoverro, el corresponsal de La Vanguardia en Oriente Próximo. Es el periodista español que más tiempo ha estado destacado en el mismo país, y desde su campo base de Beirut, ha informado de siete guerras.
Conoce Líbano al dedillo. “Este país es una excepción en la zona –cuenta frente a un té en los cómodos sofás de su casa-. Para los libaneses, Fenicia sigue siendo una referencia, en especial entre los maronitas, que son muy patriotas. Esta es una tierra de refugio y de intercambio, de cultura y de inmigración. Cuando había un golpe de estado en Siria, los políticos, militares e intelectuales perdedores se refugiaban aquí, y lo mismo hacían los de Egipto, Iraq, Kuwait o Arabia. Líbano era un centro de conspiración y de espionaje (el batería del grupo musical The Police, Stewart Copeland, era hijo de un agente de la CIA destacado en Beirut). Los cristianos han conformado la sociedad que existió hasta 1975. Y no olvides que los libaneses fueron cristianos antes que musulmanes”.

-¿Cómo empezó la guerra?
-Por un problema que sigue siendo fundamental, los palestinos. Líbano acoge a medio millón de refugiados procedentes de Israel, una cantidad que ningún país es capaz de asimilar. Los cristianos más nacionalistas querían expulsarlos, puesto que aquí estaban la sede de la OLP y Arafat. Un día hubo un intento de matar a cristianos a la salida de una iglesia, y esa misma tarde murieron más de treinta palestinos en un ataque contra un autobús. Entre 1975 y 1982 la guerra estuvo muy centrada en Beirut. Después, Israel invadió el sur del país y bombardeó la parte occidental de la ciudad, entraron en escena los proiraníes de Hezbollah, Siria cambió de bando, los cristianos se dividieron, los chiís luchaban contra los palestinos...

-Y de improviso, todo terminó.
-Coincidiendo con el inicio de la primera guerra del Golfo, y por sorpresa de todos. Los cristianos renunciaron al apoyo de Francia y los musulmanes al de Siria, se convino que, para volar, el país necesitaba dos alas, y la ciudad se reunificó. Fue una carambola. Ahora lo ves todo muy bonito, pero podría haber acabado fatal.

-Debió ser dura la vida en Beirut durante la guerra...
-Las milicias querían una separación total de los habitantes según su religión y cada día estallaban bombas. El primer atentado suicida con un coche bomba de la historia fue en la Corniche en 1983, ante la embajada estadounidense.

-Te gustaba, esa vida.
-Bueno... ¡Ja, ja, ja! En este mismo edificio secuestraron a dos periodistas, pero también nos divertíamos. De hecho, la época peor es ahora.

-¿Ah sí? ¿Por qué?
-Antes había muchos sueños, utopía. Algunos querían convertir Beirut en un Montecarlo oriental y ahora otros pretenden que esto sea Palestina. Todo el mundo se va cerrando, se vuelve más reaccionario, y es por culpa de la política de Estados Unidos en la zona, que interviene sin entender nunca lo que pasa.

-Parece que estás a disgusto en el Líbano actual.
-En 1993 había mucha euforia por el fin de la guerra, pero esto se ha convertido en una república bananera. El PIB de un año del país no alcanza a todo el dinero que tienen. El estado está arruinado y la especulación es enorme. Se ha expropiado a cinco mil propietarios que lo único que han recibido a cambio son acciones de una sociedad que no vale nada. Mucha gente esperaba el fin de la guerra para volver a sus casas, pero se las quedó una empresa. Se devastó gran parte del centro urbano, edificios otomanos incluidos, en pos de una escenografía de cartón piedra y de la ostentación. Se han hecho hoteles de lujo y apartamentos de quinientos metros cuadrados que, sólo en algunos casos, se alquilan a jeques saudíes, que desde el 11-S tienen miedo de ir a Europa y vienen a Beirut, a follar.

-Pero el país se ha modernizado.
-Se ha hecho un aeropuerto, carreteras y una autopista a Tiro, pero los barrios no se han tocado. Beirut ha perdido la ternura y su cara amable. Es la ciudad de los espejismos y el capitalismo salvaje. Parece bonito, pero enseguida descubres lo inconsistente que es.

-Pintas la situación muy negra...
-El medio millón de palestinos están discriminados y son un foco de rebeldía. Viven en barrios y campos de refugiados. Arafat se olvidó de ellos y se les niega la nacionalidad libanesa para que no aumente el desequilibrio entre musulmanes y cristianos. ¿Sabes desde cuando no se hace un censo, en este país? ¡Desde 1943! De esta forma no se evidencia la realidad, que los musulmanes son claramente mayoritarios. Se cultiva el olvido de una guerra en la que murieron ciento cincuenta mil personas, pero, al mismo tiempo, permanece vivo un espíritu de venganza.

-¿Y a todo esto qué dicen los cristianos?
-Sienten amargura cuando piensan que ellos fueron la vanguardia, que introdujeron la imprenta, y que ahora quedan relegados. Porque Libano será, cada vez más, un país musulmán. Y ellos creían que Europa y el Papa les ayudarían, ¡ja, ja, ja!

-Oye, y para tí los cristianos son árabes o no, porque en todo Oriente Próximo, tanto ellos mismos como los musulmanes los consideran algo distinto. Pero ellos también fueron arabizados.
-Ah... ¡La gran pregunta! Mira, yo me quedo con la respuesta que me dio un profesor de El Cairo: es árabe todo aquel que habla árabe. Me parece la definición más acertada.

Tomás vive en un cuarto piso de un céntrico bloque de viviendas con vigilante privado y ascensor de cristal. “¡Bah! Eso es cosa de la compañía de tarjetas de crédito que se ha instalado abajo”, protesta.
El apartamento está decorado con alfombras orientales, cojines de seda, una fuente de la que continuamente brota el agua y algunas antigüedades. En su despacho, Tomás guarda, en perfecto orden, centenares de libros sobre el mundo árabe y fotografías de un joven y sonriente Sadam Hussein que consiguió en una de sus últimas visitas a Bagdad.
Pero, como él mismo decía, no todo es tan bonito como aparenta.
“¿Oyes?”, pregunta señalando hacia la calle, de donde llega el ruido de un generador que se pone en marcha-. Esto significa que se acaba de ir la luz. Dentro de un rato se oirán otros. Los servicios públicos no acaban de funcionar. Hasta hace siete años, no había ni autobuses, los teléfonos no funcionaban y las calles eran un caos de cables eléctricos a los que los vecinos se conectaban a voluntad.
Comemos en La Spaghetteria, un espléndido restaurante italiano con vistas al mar donde una clientela en su mayoría cristiana bebe vinos libaneses e italianos mientras conversa en francés o inglés. “Como en el pasado, Beirut es una ciudad-estado, y eso fue lo que me atrajo, la suavidad en el vivir, la permisividad en las costumbres, el no ser un lugar implacable. Es una metrópolis árabe y mediterránea occidentalizada”.
El veterano periodista no se puede sacar de encima un aire de pesimismo y nostalgia por los tiempos pasados. Reconoce que añora los años tumultuosos y trepidantes que pasó aquí, que ahora todo le ve demasiado empalagoso y convencional.
Alcoverro es un culo de mal asiento. Hace un momento se ha sacado un pequeño transistor del bolsillo y, en medio del griterío del restaurante, se ha puesto a escuchar las noticias de las dos.
“Venga”, se levanta de la silla, de nuevo animoso- vamos. A las cuatro y media me han invitado a una comida por el Ramadán, y aunque no creo que coma mucho, tengo que ir. Antes quiero enseñarte algo.
Nos subimos a su renqueante BMW de quinta mano y nos dirigimos hacia el sur, mientras, a través de la ventanilla, Alcoverro señala los sitios por los que pasamos. la Universidad Americana, la embajada de Estados Unidos, la esquina donde soltaban a los secuestrados, una playa privada, la calle por donde entraron los israelíes, la avenida que dividía la ciudad...
Superamos unos solares y, de repente, el entorno cambia de forma radical. La hermosa avenida, los McDonald’s y los vehículos de lujo dejan paso a una carretera bacheada junto a la que se agolpan edificios grises de autoconstrucción, comercios cerrados, farolas con crespones negros, carteles islamistas e imágenes de mártires chiís. Aquí viven los palestinos.
Los terrenos donde se levantó este otro Beirut tenían unos dueños, pero nadie se atreve a reclamar su propiedad. Aquí no mandan Siria ni el gobierno ni la policía, sino Hezbollah. Nada se hace sin su consentimiento. Hezbollah lleva a cabo obras sociales y por ello la gente la ama. Han creado un pseudoestado dentro de un estado tan poco convencional como Líbano.
No hay tiempo para más. Parados en una esquina, Tomás habla con un taxista que me devolverá al centro mientras los últimos rayos de un sol esplendoroso iluminan las fachadas del Beirut opulento.
“¿De dónde es tu amigo?”, preguntará el conductor nada más arrancar-. Habla árabe.

-¿Y lo habla bien?
-Un poco extraño, pero por su forma de hablar, se nota que vive aquí.

No sólo vive aquí, pienso. Se siente de aquí; Beirut es su ciudad.



Jamal aprende castellano



BEIRUT-TRÍPOLI, 90 km. (bici)
Oriente Próximo maravilla al viajero con la misma intensidad que lo aterroriza. Mayorías que oprimen a minorías, desplazamientos de población masivos, agrupamiento de la gente según su fe, muros que dividen territorios y colectivos, derechos basados en quién fue el primero en pisar estas tierras... Y el terror que no cesa. Hace pocas horas he sabido que anteayer dos suicidas mataron a veinticuatro personas en sinagogas de Estambul.
Tomás Alcoverro decía que los occidentales, cuando llegan a Líbano, hacen algo parecido: se acercan a los cristianos, con quienes más o menos comparten gustos gastronómicos, aspecto físico, forma de vestir o aficiones. “No es un tema de religión –decía-, sino de idioma, de experiencia común, de conexión. A mí también me pasó al principio, aunque ahora trato de evitarlo”.
Esta seguramente sea la clave, no conformarse con los vínculos más evidentes e ir a descubrir los que permanecen ocultos. Aunque a veces resulta tan difícil...

-¡Gabriel, Gabriel! Escucha –me llama Jamal, ilusionado, con su manual de castellano en la mano-: mi tío Joaquín lava la camisa de mi abuela Ramona en el fregadero. ¿Lo he dicho bien?
-Muy bien -le digo-, aunque tendrías que poner más atención en los acentos.

-Cuando vaya a ver a mi hija a Caracas, hablaré perfecto –promete al despedirse.

La salida de Beirut es un tormento. La carretera está en mal estado y hay muchísimo tráfico. Sigo la costa en dirección norte, aunque el mar queda escondido tras una barrera de grandes comercios donde venden coches de segunda mano, muebles o zapatos. “Produits de Noël”, se anuncia en uno de ellos junto a un Santa Klaus hinchable. Hoy es 17 de noviembre. Ha comenzado la campaña de Navidad, en Líbano e imagino que en casa, donde todo el mundo debe estar ya poseído de la fiebre consumista.
¡Cómo pasa el tiempo! Dentro de diez días tengo que estar en Estambul. El 27 de noviembre Sandra llegará en avión a la capital turca.
A las dos horas de pedaleo llego a Jubail, la Byblos que los fenicios convirtieron en el puerto más importante del Mediterráneo oriental. De aquí salía la madera de cedro que los egipcios intercambiaban por metales.
Pero si Byblos merece ser recordada es por una razón que se explica con su propio nombre. A su puerto acudían los griegos en busca de papiros elaborados en Egipto. Varios papiros (bublos) formaban un biblion y con muchos biblion se llenaban bibliotecas, a las que siglos más tarde se incorporaría la Biblia, el libro de libros.
A los fenicios debemos el abandono de la escritura cuneiforme y la invención de un alfabeto de veintidós letras que luego adaptaría medio mundo. Se escribía de derecha a izquierda, como el árabe, hasta que llegaron los griegos y decidieron hacerlo al revés.
El joven vigilante del museo escribe mi nombre en fenicio sobre un papelito para que le dé una propina. Soy el primer visitante del día, y el chico me acompaña luego por salas donde se exponen estatuillas egipcias, sarcófagos e inscripciones.
Desde el mirador de la fortaleza medieval se domina un mar azul que los fenicios fueron los primeros en surcar, y a través del cual, a decir de algunos, alcanzaron las islas británicas, América y el cabo de Buena Esperanza. A mis pies descansa un yacimiento arqueológico con restos de las diecisiete civilizaciones que, desde el Neolítico hasta el imperio otomano, han pasado por esta fértil franja costera.
A escasa distancia están la pequeña iglesia de San Juan Bautista y.un puerto de pescadores recoleto y bien resguardado, lleno de barcas de popa ancha con delfines de la suerte u ojos para ahuyentar a los malos espíritus pintados en sus proas.
Sigo hacia el norte, ahora ya junto al mar, con la constante compañía, a mi derecha, de cimas de tres mil metros y estrechos valles a través de los que los fenicios comerciaban con Mesopotamia y Anatolia.
En Al Batrún, la ruta se desvía hacia el interior para esquivar unos acantilados, y al girar una curva nos encontramos ante un decorado que podría ser la obra de un dibujante de historias fantásticas o de un niño cargado de imaginación. En un claro entre montañas boscosas, se alza un pétreo risco sobre el que todavía luce un inaccesible castillo cruzado, y a sus pies, atravesando uno de los veinticinco ríos de Líbano, un pequeño puente románico.
Jamal decía anoche que Líbano es el país más bonito del mundo, y no le faltaban razones. El hombre proponía que fuera al bosque de cedros o a las ruinas romanas de Baalbek, pero me basta con lo que encuentro por el camino. ¡Sin desviarte de la ruta principal ves tanto!
A las dos de la tarde llego a Trípoli, la ciudad que Ibn Battuta encontró “rodeada de huertos y árboles, abrazada por los abundosos dones del mar y por los duraderos bienes de la tierra”. Yo tengo que conformarme con edificios de doce plantas y toques de claxon para que me quite de enmedio.
Un chaval montado en un ciclomotor me conduce al centro de la segunda ciudad de Líbano zigzagueando entre los coches. El hotel que me recomendó Jamal se encuentra en un bloque de los años treinta. Cargo la bicicleta al hombro, y mientras subo los sesenta escalones que me separan del que será mi aposento, tengo la sensación de encontrarme en Palermo. Las viviendas se distribuyen alrededor de una galeria central amplia y cubierta, con dos escaleras, y en los rellanos hay mujeres que chillan y ropa tendida.

-¿Es usted francés? –me recibe una señora mayor vestida de negro, expectante.
-No –respondo.

-Ah... –suspira decepcionada al conocer mi nacionalidad.

Parece que se conforma con el hecho de que sea europeo, que tampoco está tan mal, aunque luego añade: “Pareces un poco árabe, como todos los españoles que han pasado por aquí”.
Lo dice tan seria que no parece un cumplido.
Laudy vive con su madre, su cuñada y los cuatro hijos de ésta. El hermano de la señora murió hace seis meses de un infarto mientras conducía, y las mujeres de la casa visten de riguroso luto por él.
El hotel es la vivienda familiar. En él, los huéspedes parecemos invitados. Los techos son altos y sillones y mesillas están cubiertas por telas de encaje. En las paredes hay retratos familiares y las habitaciones no se cierran por dentro. Pasamos con nuestras alforjas por el comedor, donde mujeres y niños comen albóndigas con arroz a una hora tan mediterránea como las tres de la tarde.
Al poco rato vuelvo a estar en la calle. Quiero visitar la ciudadela que levantaron los cruzados sobre una fortificación erigida por uno de los comandantes de Mahoma. “Es demasiado tardeee... -me dice el afeminadísimo encargado de la taquilla- pero si quiere hacer unas fotooos...”.
Tengo el tiempo justo de contemplar una espléndida vista, desde el castillo de Qul’at Sinjil, que es la forma árabe de referirse al cruzado Raimundo de Saint Gilles. Desde arriba se domina el abigarrado centro urbano, devastado en tiempos bizantinos por un terremoto.
Pero no hay tiempo para más. Ahora sí, van a cerrar.
Falta poco más de media hora para la oración que anuncia el fin del ayuno y a los tripolitanos, los habitantes de las tres ciudades, les entra el pánico. En las terrazas, las mujeres cocinan potajes en grandes ollas mientras los hombres corren a comprar lo que les falta, zumos de naranja, de mandarina o de zanahoria, pastelitos o pescado fresco. El espectáculo es colosal, superior incluso al de Alejandría o al de Damasco. Todo el mundo parece haberse vuelto loco. En una parada de taxis, los vehículos salen cargados mientras hombres y mujeres aguardan su turno con impaciencia. Hay frenazos y toques de claxon, conductores que se abren paso entre el tumulto, se meten contra dirección por una calle cuesta arriba y, al topar con otro vehículo que bajaba, se suben a la acera sin frenar y continúan.
Diez minutos más tarde, las calles secundarias han quedado desiertas, y en las principales los comerciantes echan el cerrojo a toda prisa. Los cláxones se oyen cada vez más lejanos y los rezagados marchan a paso ligero con un cigarrillo aún apagado entre los labios. Desde un minarete se llama a oración, y al momento el canto se extiende como un eco por toda la ciudad. Al primer “Alá Akbar”, ya todo el mundo debe estar en su casa. Me imagino a las familias enteras sentadas alrededor de una olla, con los niños picando con los cubiertos sobre la mesa mientras el padre les riñe y la mujer aguarda el momento más esperado del día de pie, con la mano sobre la cacerola, presta a levantar la tapa.
Yo también tengo hambre. Pero no queda nada abierto. En el interior de bares y restaurantes vacíos resuenan radios y televisores que los encargados se han olvidado de apagar. Los tenderetes ambulantes humean, solitarios, sobre la calzada, alguno con un emparedado asándose sobre el incandescente metal.
En un local queda todavía alguien. Me venden dos bocadillos vegetales, aunque me los tengo que comer fuera. La mujer imita, con un explícito gesto de manos, el movimiento de dos puertas que se cierran. Van a cerrar.
En una plaza encuentro cinco o seis cafés que hacen horario ininterrumpido. En las terrazas que hay frente a ellos, dos centenares de sillas aguardan la inminente llegada de la clientela masculina. A partir de las cinco se dejan caer los primeros.
La comida del fin del ayuno ha durado un suspiro, para ellos. El tiempo del café, en cambio, sí que requiere su tiempo. “Salam aleikuuum...”, se saludan entre ellos. Lo hacen con amplias sonrisas, mezcla de satisfacción por haber superado la dura penitencia que Alá les impone y por el deseo cumplido de reencontrarse con los amigos en fechas tan señaladas.
Un camarero sirve café con las dos enormes cafeteras que sostiene por unos mangos laterales, una en cada mano. Los cacharros son de hojalata y de forma cónica. En la parte superior, un pequeño brasero mantiene el líquido caliente. ¿Quieres el café muy dulce?; pues te sirven de la cafetera de la izquierda. ¿Sin azúcar? De la otra.
Los bares se llenan de hombres de cierta edad mientras por la calle desfila un grupo de chicos con tambores y farolillos. Los tés corren a mansalva, y las pipas de agua burbujean junto a las mesas.
Dan las siete. Comienza a ser hora de que yo también ponga algo serio entre barriga y espalda.

-Pruebe esto –me tienta el camarero al que le he pedido un kebab mientras señala una salsa amarillenta-. Es delicioso.
-Este sabor... ¡Es alioli! ¡En Líbano!

“Se come en todo el mundo”, me dirá Laudy esta noche sin dar importancia a mi pequeño descubrimiento.
Y yo que creía que era un invento catalán...
Al salir del restaurante, las calles están atestadas de familias que pasean y las tiendas han vuelto a abrir. Para los musulmanes y durante el Ramadán, este es el mejor momento del día, el tiempo en el que, satisfechas las necesidades carnales, todo es relajación y la vida fluye sin sobresaltos. Ahora sí, da gusto tanta normalidad.

-Y usted, ¿no sale a pasear? –le diré a Laudy al llegar al hotel.
-Van los musulmanes –responde indiferente.

-¿Y los cristianos no salen, durante el Ramadán?
-Sólo cuando tenemos nuestras fiestas.



SIRIA
Pescando como antaño



TRÍPOLI-BANIYÁS, 101 km. (bici)
Ha costado poco llegar hasta la frontera. He salido de Trípoli por una autopista con bastante tráfico, pero después de quince kilómetros la ruta principal ha continuado hacia el interior, y me he encontrado rodando solo junto al mar, por tierras llanas y con pocos pueblos. Había cuarteles militares en los que jóvenes soldados hacían instrucción con el pecho al aire, como si mañana mismo tuvieran que entrar en combate. Y también campos de refugiados, míseros poblados con centenares de chabolas con techo de plástico y neumáticos encima para que no salga volando. Numerosos niños correteaban descalzos sobre las piedras, desatendidos y sin escuela. Está claro que no se hicieron para ellos los selectos internados que vi al norte de Beirut.
Eran palestinos, ancianos y ancianas, mujeres y hombres, niños y niñas condenados a vivir como apátridas en una cárcel a cielo abierto. Los refugiados de más edad abandonaron su tierra hace más de medio siglo, cuando la proclamación del estado de Israel; el resto, es decir, la mayoría, nació aquí, en una tierra que suponían de acogida pero que en realidad les niega la ciudadanía y el derecho a la propiedad.
Los medios de subsistencia son escasos, para estas gentes. Desde la playa, diez hombres practicaban una primitiva forma de pesca. Repartidos en hileras de cinco, con los cuerpos inclinados, arrastraban los cabos de una pesada red mientras otra persona dirigía las operaciones desde un bote con remos. El trabajo era arduo. Los pescadores se ataban a una cuerda tensa con el extremo de un arnés colocado en la cintura. Todo fuerza, hacían uno, dos, tres, cuatro y cinco pasos marcha atrás hasta que llegaban a la carretera, momento en el que el último de la fila se soltaba y corría a ponerse en primera posición. Si el hombre no se daba prisa, si sus compañeros no resistían la tensión que les empujaba hacia el mar, caían por el suelo, la red se escapaba y había que volver a empezar.
Ya en la frontera, tengo que rellenar un impreso de color verde. Son muchas las preguntas a las que el viajero tiene que responder. La primera, su nacionalidad actual, pero también el país de nacimiento, porque uno puede ser libanés pero haber nacido en Jordania. Hay que declarar el país de residencia, porque se puede ser jordano de nacimiento y de nacionalidad libanesa, pero estar viviendo en Suiza. Y, cuarto, hay que decir cuál es la nacionalidad de origen, porque, a pesar de haber nacido en Jordania, de tener en el presente la nacionalidad libanesa y de residir en Suiza, es posible que uno estuviera nacionalizado en un país distinto el día que aterrizó sobre el planeta Tierra, en Siria o Egipto, pongamos por caso. Y, claro, las autoridades sirias lo quieren saber, todo esto.
Nada más ponerme en marcha, los elegantes ocupantes de un Toyota con matrícula libanesa se ofrecen a llevarme hasta Turquía. Dentro va una pareja, de unos cuarenta años. Él viste corbata y camisa a cuadros, ella lleva gafas de sol y va muy repeinada.
Rechazo agradecido la invitación. Quedan pocos días de viaje y quiero saborearlos sin prisa.
Luce un sol espléndido, además. Por doquier hay naranjos y limoneros y bajo los invernaderos crecen altas tomateras. El paisaje recuerda la huerta valenciana con una salvedad: es como si lo hubieran puesto al revés, con el mar a poniente y la tierra a levante.
Mientras descanso a la sombra de unos frutales, un anciano con sombrero de paja se acerca caminando por la carretera, asegurando cada paso con un bastón.

-Salaaam...
-Buenos días.

-Je, je, je –me contempla sonriente y desdentado.
-¿Queda muy lejos Baniyás? –aprovecho para preguntarle.

El hombre se lo piensa, hasta que acierta a decir: “Cuarenta más doce”. Eso son cincuenta y dos kilómetros.

-Je, je, je –vuelve a sonreír. Se pone la mano en el bolsillo, se saca dos mandarinas y me las da-. Mucha suerte –me desea en francés al marcharse -¡je, je, je!-, a tientas, por el arcén.

Doce kilómetros más y llego a Tartús, la Tortosa de los cruzados, el último bastión de los templarios antes de su expulsión de Tierra Santa. En una amplia y céntrica plaza, rodeada de altos cipreses, está la antigua catedral, reconvertida en mezquita en el siglo XIX y que hoy oficia de centro cultural. Es una construcción imponente y de gruesos muros, más ancha que alta.
En una esquina, junto a una parada de taxis, veo un local abierto donde venden bocadillos elaborados con una fina capa de crêpe enrollada. El dueño y los clientes, cristianos todos, comen de pie en el angosto espacio interior. Mejor no salir a la calle, me aconsejan. ¿Fumar? Tampoco; alguien se podría ofender.
¿Y no hay ningún sitio abierto donde uno se pueda sentar? Tampoco; hace dos días fue la fiesta nacional siria, y por lo visto aún  colea.
Necesito descansar un poco antes de afrontar los próximos cuarenta kilómetros.

-¿Habla usted inglés?, le pregunto a un taxista.
-No. Español.

-¿Y eso?
-Estuve unos años trabajando en Venezuela, donde vive mi hermano. Ahora no puedo entretenerme, pero si venís dentro de un rato, charlamos, ¿ok?

Como unos bocadillos más, y, a la vista de que el taxista no ha vuelto, sigo por una carretera secundaria paralela a la costa. Desde las montañas, el terreno cae en una suave pendiente hasta el mar. Es un suelo fértil, de tierra casi negra, que los numerosos habitantes de la zona aprovechan al centímetro. Todo son huertos, pequeños campos de cítricos e invernaderos. Los agricultores viven diseminados en pequeñas casas con emparrados, de los que a mediados de noviembre aún cuelgan racimos de uva. La población cristiana es numerosa, como revelan las cruces que hay pintadas junto a las puertas.. Si en Tartús eran un tercio de la población, aquí deben ser por lo menos la mitad, porque se cuentan tantos minaretes como campanarios.
Al atardecer llego a Baniyás, localidad de mayoría musulmana que aguarda, ansiosa, el fin del ayuno. Sólo hay un hotel, básico, junto a la carretera. Su guardián, que dormía sobre unos sillones, se levanta de malas pulgas. A regañadientes, me enseña la única habitación que hoy alquilará y me anuncia que sólo hay agua fría. “¿Quiere marcharse?”, pregunta sin disimular su deseo.
¿Y adónde quiere que vaya, a estas horas? Me quedo, claro.
Cuando regreso a la calle, la ciudad está sin vida, y me voy caminando hacia el puerto, la bocana del cual ha sido anegada por la arena. Camino solitario hacia allí, en dirección a un sol rojo que se oculta tras el horizonte. Todo es quietud, el agua casi no se mueve.
Cada día, al ponerse el sol, se repite la misma situación: Gabriel paseando por una ciudad vacía. Son ya más de tres semanas de horarios de locura, de hábitos a los que no me logro adaptar. Al principio del Ramadán la cosa tenía su gracia, podía presenciar escenas que sólo se dan en estas fechas. Pero comienzo a estar cansado de desayunar cada día solo en la habitación, de comer de forma furtiva y de tener que cenar a solas después de que lo haya hecho el resto de población. Sí, claro: podría levantarme a las tres de la madrugada y comer con los musulmanes, y volver a hacerlo a las cinco de la tarde, pero, entonces, ¿quién sería el guapo que se subiría a la bicicleta.
Los árabes fraguan las amistades a lo largo de toda una vida. Hacen amigos para siempre, y sus hijos se hacen amigos de los hijos de sus amigos. Y yo, que voy cada día corriendo de una ciudad a otra, no tengo tiempo para más.
Comienzo a plantearme si no fue un error escoger estas fechas.
Supongo que siento tristeza por el ya próximo fin del viaje, que se apaga como el sol sobre el horizonte de Baniyás. Quería visitar Alepo, pero renuncio. Queda apartada de mi ruta.
Hoy he hablado con Sandra. Estaba un poco asustada por los atentados de Estambul y me digo para mis adentros que desde Europa todo se ve dramático y peligroso. He intentado tranquilizarla. En cualquier ciudad del mundo mueren a diario hombres y mujeres por asesinatos y accidentes y no por eso pensamos que nos vaya a tocar a nosotros el día que lleguemos. Además, cuando lleguemos seguro que la situación se habrá normalizado.
Como era de prever, a la hora de la cena no hay sitios abiertos. Una vez más, tengo que conformarme con bocadillos. Compraré unos dulces y un zumo de zanahoria y naranja, antes de volver al hotel. A ver si de esta forma equilibro un poco la rácana dieta del día.



"El Ramadán es bueno"



BANIYÁS-QASTL MAAF, 96 km. (bici)
He tenido un buen susto, esta madrugada. Las llamadas del almuédano a oración desde una mezquita cercana han retumbado en las paredes de mi habitación con tal intensidad que, por un momento, he temido que fuera a caerme de la cama.
Abandono Baniyás temprano, con el asfalto todavía húmedo a causa de un chaparrón nocturno. Los campos huelen a hierba fresca y a fruta. Los árboles rebosan naranjas, mandarinas y pomelos y las carreteras están plagadas de triciclos de fabricación soviética a los que sus propietarios han montado exagerados radiadores Mercedes. En los cruces, vehículos y agricultores esperan los camiones que llevarán la mercancía a la ciudad.
Los pueblos se suceden uno detrás de otro y numerosas carreteras –hasta nueve cuento en cincuenta kilómetros- conducen a los pies de la cordillera as-Nusariya. Tras ella están la ciudad de Hama, la Epifanía bizantina, y el río Orontes, cuyas aguas todavía mueven norias de hasta veinte metros construidas hace más de mil años.
Más cosas que no veremos.
Sin separarme de la costa, la ruta pasa bajo la autopista, y allí a la sombra, bajo el incesante cloc-cloc de los automóviles, un chico ha montado una barraca donde vende café y té a los conductores.
Massa es extrovertido y jovial. Vestido con un chándal descolorido y zuecos, me invita a sentarme en el interior de la humilde cabaña donde vive, me pone una bebida caliente en las manos y me enseña con orgullo su hogar. Es un espacio de seis metros cuadrados medio ocupado por un camastro. De una pared cuelga una bolsa de lona con algo de ropa; de un clavo, una camisa y un pantalón. Una batería de coche alimenta una bombilla que pende del techo, y junto a ella, una flor y unas hojas de plástico para dar vida a la estancia. Es todo cuanto tiene.
Pero no; hay más. De debajo de la cama saca un cuaderno grande de espiral lleno de dibujos, de trágicas ilustraciones de amor. En una de ellas, una flor sangra, en pequeñas gotas coloradas, sobre la llama de una vela; en otra, una paloma llora sobre la cara de una muchacha.
Es bonito, le digo.
Massa sonríe. Está dedicado a una chica que vive en las montañas, me cuenta con gestos. A él no le gustaba el campo. Vida dura. Por eso vino a la costa, a buscar su oportunidad.
El chico es todo nervio. Pone una tetera a calentar y, a la que me descuido, ya me ha servido otro taza. Cada vez que pasa un coche, sale disparado de la cabaña, y, en cuanto llega un camión, sirve té a sus ocupantes y les pide permiso para llenar un pequeño bidón con los depósitos de agua del vehículo. ¡Gracias! ¡Hasta la vista!, les saluda, efusivo, al terminar.

-¿Y no tienes frío, aquí dentro? -le pregunto.
-La, la -niega. Señala el horno de carbón que está en la calle. Por las noches lo mete dentro, cierra la puerta y duerme calentito.

Se las sabe todas, este Massa. Es un luchador nato, y a pesar de los insignificantes medios de que dispone, tiene una confianza ciega en que todo le saldrá bien. Sus planes de futuro pasan por comprarse una moto a la que le tiene puesto el ojo, y entonces, cuando tenga vehículo propio, seguro, no habrá quien lo pare.
Le dejo dinero encima de la cama, por si se niega a cobrarme, y él me regala un limón y un palosanto.

-¿Y esto? -pregunta al descubrir los billetes.
-Es para tu moto.

Latakia es una población insulsa, de calles rectas y, toda una novedad, con escasos edificios religiosos. Es la última ciudad siria antes de las montañas y de la frontera turca. Unos kilómetros al norte están las ruinas de Ugarit, el que fuera el puerto más importante del Mediterráneo entre los siglos XVI y XIII antes de Cristo, y retirado hacia el interior, a poco más de una hora de bicicleta, el castillo de Saladino.
Dos cosas más que me perderé. El viaje ha entrado en una paranoia por llegar a Estambul el 27 de noviembre.
Y la espalda vuelve a molestarme. El dolor se repite en forma de agudos pinchazos cada vez que viene una subida o que me pongo de pie sobre los pedales. Y las montañas hacia las que me dirijo son más altas de lo que suponía...
Descanso sobre el asfalto, cerca de un olivar, cuando un hombre que llega andando por la carretera se pone de cuclillas a mi lado y me tiende la mano. Me mira con curiosidad, y cuando se entera que quiero ir a Al-Basit, el pequeño pueblo de pescadores rodeado de montañas, me lo desaconseja. En Kassab, en cambio, hay un buen hotel, dice, a treinta kilómetros en línea recta.

-¡Pum, pum! ¿Y tú no vas a pegar tiros a Bagdad? –pregunta con mirada pícara.
-¿Yo? –le respondo con exagerado gesto de sorpresa para que le quede claro que soy hombre de paz.

La carretera se empina y entra en unos preciosos bosques de pinos con merenderos y restaurantes. Numerosos carteles aparecen escritos en armenio. Y es que las tierras que recorro pertenecieron a Armenia, un reino sucesivamente hostigado por bizantinos, seleúcidas, mongoles y turcomanos.
En Siria viven unos doscientos mil armenios, la mayor parte de ellos supervivientes del genocidio perpetrado por los turcos durante la primera Guerra Mundial. Esta minoría cristiana cometió una temeridad, en 1915. Rusia, Inglaterra y Francia habían declarado la guerra al debilitado imperio otomano, y los armenios, animados por la creación de la Grecia moderna, vieron la oportunidad de librarse del yugo turco. No valoraron con precisión sus fuerzas –escasas- ni las del enemigo ancestral –aún considerables.
Estambul decretó la persecución de un pueblo que según había dicho Ibn Battuta seiscientos años antes, “busca la destrucción del país musulmán”. Se incendiaron sus poblados, sus propiedades fueron confiscadas y buena parte de la población, aniquilada. Las cifras de muertos son espeluznantes. Murieron entre un millón y un millón y medio de personas, y las mujeres supervivientes fueron obligadas a aceptar un esposo turco en aras de lo que se llamó “otomanización”.
Fue el primer genocidio del siglo XX. Turquía niega que se prudujera, mientras que numerosos países del mundo, Estados Unidos incluido, temerosos de enemistarse con un aliado estratégico, han aprobado sólo tibias censuras sobre esos hechos.
Los armenios desaparecieron de la actual Anatolia oriental, donde habían vivido durante tres mil años. En 1920, se pactó un intercambio de territorio y población. Turquía reconoció el estado de Armenia, y éste hizo lo propio con los territorios arrebatados por el poderoso vecino occidental. En lo que fue una limpieza étnica pactada, la minoría armenia tuvo que abandonar la república nacionalista surgida bajo el gobierno de Ataturk.
La comunidad vive hoy disgregada por el mundo a causa de una inmensa diáspora que les llevó a lugares tan apartados como las repúblicas de la Unión Soviética, Asia Central, Irán, Siria y Líbano, Chipre, Egipto, Kuwait, Etiopía y Arabia Saudí, Europa oriental y occidental, América del norte y del sur, India, Extremo Oriente o Australia.
A pequeña escala, los armenios se vengaron de la persecución sufrida. De forma metódica e infalible, en los años siguientes, murieron asesinados algunos de los responsables directos de las matanzas. Y según Turquía, toda la población musulmana de la actual Armenia fue también masacrada.
Sigo, a ritmo lento, pendiente arriba, distrayéndome con el paisaje para olvidar el dolor, intentando moverme lo justo.
Me detengo en un bar junto a un pantano a hacer unos estiramientos. Me tomo una Cheers Up, la copia siria de Seven Up, y avanzo unos kilómetros más. El siguiente pueblecito tiene una quincena de casas. Desde los soportales, dos hombres me contemplan mientras resoplo. No hay ningún rótulo, pero tengo una intuición. ¿Funduk?, pregunto.
Uno de ellos asiente con la cabeza.
Respiro de alivio. No hará falta que llegue a Kassab.
Me atiende un anciano que, en los bajos del establecimiento, se encarga de la única tienda del pueblo. Vende comida fresca o enlatada, camisas y pantalones, juguetes de plástico y faroles de queroseno. “Es usted mi salvación”, le digo, y él sonríe sin entenderme desde debajo de un gorrito blanco de lana. Luego le pregunto si sigue el Ramadán, para saber si cerrará enseguida. Y sí, está a punto de marcharse hacia casa. Antes de que lo haga, le compro plátanos, una lata de judías, mortadela, dulces, pan y unos quesos de color naranja, pequeños y pesados, que han fermentado en bolsas de plástico dentro de un frigorífico.
El señor me acompaña a la habitación y en el momento de entregarme la llave y dos toallas me mira fijamente y pronuncia, de forma clara, las pocas palabras en inglés que parece saber: “Ramadan is good”. El Ramadán es bueno, sí, pero ¿por qué lo dice?, me pregunto desconcertado.
Después comprendo: con mi cara de decepción al saber que cerraba la tienda he cuestionado uno de los pilares básicos de su fe. Él es una buena persona, cumple con su deber de buen musulmán. El Ramadán es bueno. Quién soy yo para ponerlo en duda.



TURQUÍA
Noticias de Estambul



QASTL MAAF-ANTAKYA-ADANA, 74 km. (bici), 200 km. (autobús)
En apenas una hora llego al fondo de un amplio valle con prados, casas de veraneo y los primeros bosques de hoja caduca que veo en muchas semanas. El suelo está empapado, la carretera, tranquila.
El camino hasta la frontera ha sido más fácil de lo que suponía. Tras ella está la provincia turca de Hatay, que hasta los años veinte perteneció a Siria.
Las relaciones entre ambos países nunca fueron buenas. Los árabes, tanto los sirios como el resto, no han perdonado a los turcos que rechazaran la arabización. Se convirtieron al Islam, pero a diferencia de lo que pasó en la práctica totalidad de tierras conquistadas en nombre de Alá, este pueblo procedente de las llanuras de Asia Central rechazó el idioma de Mahoma y las formas de vida surgidas de los desiertos arábigos. Sus miras estaban puestas en Occidente, hacia donde aún miran en la actualidad.
Siria y Turquía siguen enemistadas, y los viajeros que se desplazan en transporte público tenían, hasta hace poco, dificultades para encontrar un autobús que les pasara de un país al otro. La situación parece haber mejorado, por lo menos para alguien que viaja en bicicleta. En media hora puedo continuar la marcha.
Una pequeña carretera en mal estado me conduce por frondosos bosques hasta Yayladagi, un pueblo con casas de piedra y cubiertas de tejas inclinadas a los cuatro vientos. Los hombres visten botas negras altas y bombachos de gasa tan holgados que, entre las piernas, se les forma una bolsa exagerada.
La solitaria ruta por la que circulo está señalizada como E-90, esto es, como uno de los grandes ejes que en el futuro conectarán los confines de la Unión Europea. Y es que los turcos parecen tener prisa por ser europeos. No en vano su país fue de los primeros en adoptar la matrícula comunitaria.
Los carteles han llegado antes que las obras, sin embargo. Los trabajos están abandonados. Paso por tramos sin asfaltar, cubiertos de grava o de barro, pegando botes y patinando al pedalear.
Luego la calzada serpentea hacia las alturas, en pos de unas tierras de cultivo altas, con matojos y pedruscos, perfumadas por hierbas aromáticas.

-¿Sprechen die Deutsch? -me pregunta un hombre al pasar.

Por una vez, tengo la sensación de que mi atuendo es del todo inapropiado. Pero, ¡qué alivio poder leer los rótulos e indicaciones que uno encuentra en la vía pública! De esta forma uno puede llegar a entender palabras tales como taksi, polis, stasyon, koifur (peluquería), çizburger (hamburguesa con queso), otel, garaj, konfeksyon, ecol, jandarma, telefon o lavabo. Hay que agradecerlo a Ataturk, el padre de los turcos, quien poco después de la creación de la república, decretó el abandono del alfabeto árabe y la adopción del latino.
Algo más maravilloso aún me acaba de alegrar el día: ¡los restaurantes están abiertos! Y no sólo eso: tienen toda la comida expuesta en frigoríficos alargados con cristales transparentes. Sólo tienes que entrar, saludar y señalar lo que te apetece comer. Arroz con verduras, ternera, un vaso de yogurt... ¡Lo que quieras!
Más complicado resulta cambiar dinero. Visito cuatro bancos hasta dar con uno, tomado por una multitud, donde acepten mis cheques de viaje. El empleado que me atiende insiste en cobrarme el trece por ciento de comisión. De nada me sirve protestar. El señor se encoge de hombros y, con muy buenas maneras, me dice que es lo que hay.
Me sale más a cuenta recurrir a un cajero, de modo que cambio sólo las mil doscientas libras sirias que me quedaban. Y ahora, a ver lo que me han dado: el primer billete es de quinientas mil liras... Los otros son de... ¡un, diez y veinte millones! Por el equivalente a veinte euros, soy treinta y tres veces millonario. No habrá quien se aclare con las paridades. ¿O sí? Espera: eliminando cuatro ceros, obtengo más o menos el valor en antiguas pesetas.
Con mis treinta y tres millones de liras en el bolsillo, me voy a la estación. Turquía es demasiado grande para atravesarla en siete días, de modo que entre esta tarde y mañana quiero recorrer un largo trecho en autobús.

-Salam aleikum -saludo en árabe, por error, a mi compañero de asiento.
¿Hablas árabe? –pregunta sorprendido.

-Shuei, shuei –digo balanceando la mano, que es una forma de decir un poquito, aunque sería más exacto responder que casi nada, pero no sé cómo se dice.

El vehículo se pone en marcha con casi tantos teléfonos móviles como cabezas, sólo dos de ellas cubiertas por un pañuelo.
El país parece haber cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí, hace siete años. Ahora todo está limpio y bien puesto. El conductor maneja el vehículo con una dulzura y un respeto al código de circulación que me resultan desconocidos. Recuerda poco al lugar que conocí cuando iba camino de China, cuando por las carreteras de Anatolia se efectuaban adelantamientos triples, un coche por la izquierda, como corresponde, y otro por el arcén, por donde circulaba yo.

-¿Agua? –pregunta el hombre que se sienta a mi lado mientras abre un vaso de plástico precintado.
¿No sigues el Ramadán?

De forma discreta, da a entender que no, igual que muchos en Turquía.
Avanzamos por un terreno llano y modelado por la mano del hombre, con cultivos de secano, campos de olivos e hileras de cipreses alineados. A nuestra izquierda se levantan, como setas, unas montañas que ocultan la costa. Son las cimas del Musa Dag y Kizil Dag. En estas alturas se refugiaron miles de cristianos, durante el genocidio armenio. Se resistieron a ser expulsados al desierto, donde, si no morían de hambre, eran abatidos por los soldados. Una vez aquí, fueron rodeados por los turcos, cinco veces más numerosos. Los asediados no tenían escapatoria. La única salida posible eran los acantilados que daban al mar. Y hacia allí fueron, de forma casi suicida, y después de repetidas llamadas de socorro, Francia fue en su ayuda. Mandó a dos barcos de su flota, y por medio de botes unos pocos lograron salvar sus vidas.
Superamos las montañas por un paso llamado Belen y en un momento volvemos junto al Mediterráneo. En Iskenderun muchos pasajeros se apean, entre ellos mi compañero de asiento, que intenta despedirse.
-Good...
¡Güle, güle! -le digo en turco, deseándole buen viaje.

-Güle, güle –responde él con una sonrisa.

Sin separarnos del mar ni de la vía férrea, desde detrás de la ventanilla contemplo a unos niños que juegan en una playa de piedra blanca, y la localidad de Yakacik
La ciudad se halla en una grandiosa bahía que se adentra sesenta kilómetros tierra adentro. Tan ancha es que resulta imposible vislumbrar la otra orilla, como si un titán hubiera pegado un fenomenal mordisco a la costa antes de volver a sumergirse en las profundidades marinas. La realidad, sin embargo, es menos prosaica: la isla de Chipre, al desgajarse de la placa continental, dejó este enorme boquete.
El autocar no para en Yakacik, y es una lástima. Aunque sólo fuera para recoger un poco de arena para mi colección, hubiera estado bien detenerse un momento. Nos encontramos en el confín oriental del Mediterráneo, a unos tres mil quinientos kilómetros en línea recta de donde comencé el viaje. No existe ningún otro punto más alejado del estrecho de Gibraltar que éste.
En lugar de eso, nos incorporamos a una autopista que avanza hacia el oeste. El vehículo apunta directo hacia un sol de tonos anaranjados mientras sobre un llano liso, perfecto, se dibujan los contornos redondeados de algunas colinas aisladas. De los rastrojos que arden en los campos se elevan columnas de humo, que al llegar a cierta altura se diluyen en el cielo formando una nube fina y horizontal de tonos grisáceos.
A las cinco menos cuarto, algunos hombres piden agua para romper el ayuno y tres campesinas vestidas con pañuelos floreados, falda a cuadros y zapatillas de plástico reparten fruta y galletas entre los pasajeros. Tras este gesto de hermandad, el vehículo se llena de ruido de bolsas de comida y de olor a mandarina.
Nos detenemos cinco minutos para que aquellos que lo deseen puedan hacer sus oraciones, lapso que las señoras de las galletas aprovechan para liar unos cigarrillos y los más para orinar.
Media hora más tarde llegamos a Adana.
Me alojo en un hotel cercano a la estación, uno de los muchos que hay frente al museo arqueológico y a los seis rutilantes minaretes blancos de la gran mezquita.

-Se parece a la de Estambul –le comento al señor que me ha traído hasta aquí.
Sí, pero ésta es mayor –responde orgulloso Hussein-. Caben veintiocho mil personas. La financiaron los ricos de la ciudad, que han montado una gran carpa de lona para dar de comer a dos mil personas cada día.

A media tarde, ya de noche, Hussein me recibe en su tienda de alfombras, que está en la esquina. Interrumpe por un momento su juego de cartas solitario para ofrecerme un té.
Por televisión la cadena de noticias CNN ofrece imágenes de Estambul. Algo ha sucedido: se ve a gente ensangrentada, coches destrozados, ambulancias... “Han estallado dos bombas, y hay muchos muertos, centenares de heridos. Es un problema”, explica, lacónico, el vendedor, antes de concentrarse de nuevo en las cartas.
Pues sí que es un problema, cuatro bombas en una semana. La situación comienza a ser alarmante. Los islamistas han atentado hoy contra el consulado británico y un banco londinense. En pocos días, han matado a sesenta y dos personas, y a Hussein sólo se le ocurre decir que es un problema.
Él tiene claro por qué atacan a Turquía: “Política –susurra sin dejar de tirar cartas-. Nuestro país hace su política, que es distinta de la de los países árabes. Nosotros no queremos estar con ellos, sino con Europa y América. Política... Es un problema... Los terroristas están por todas partes”.
No es ésta la única mala noticia que recibo en la tienda de alfombras de Hussein. Mañana viernes es casi un día festivo, después del fin de semana vienen cuatro días de fiesta para celebrar el fin del Ramadán, y el viernes de la semana próxima casi nadie trabajará porque el gobierno concede un día extra de vacaciones. De puente en puente, los turcos harán un acueducto de diez días que aprovecharán para viajar y visitar a sus familiares. Y no sólo eso. En un país con cerca de setenta millones de habitantes y en el que la renta per capita duplica a la de Marruecos o Egipto, eso significa que las carreteras quedarán colapsadas, y que los billetes de autobús, tren o avión hacia los principales destinos están vendidos con semanas de antelación.
“¿Quieres ir a Antalya? Seguro que no quedan billetes -me desanima Hussein, que llama a un amigo para cerciorarse-. Dice que le queda una plaza para mañana por la noche. ¿Te interesa? Pero piensa que la costa sur está muy lejos de Estambul”.
Respondo que sí, que compro lo que sea, aunque Antalya esté a setecientos kilómetros de Estambul tomando el camino directo y a bastantes más dando el rodeo por la costa que tenía previsto. Más vale pájaro en mano, aunque eso me obligue a pasar veinticuatro horas en Adana y a viajar de noche. Desconozco por completo cómo seguiré luego mi camino hacia el norte.



Çaril se siente europeo



ADANA-IZMIR, 896 km. (autobús)
Los diarios de la mañana publican fotos aterradoras de los atentados de ayer. “Turquía, bajo el terror extremista”, titula uno de ellos. Las portadas reproducen imágenes impactantes de las víctimas, que los viandantes, ávidos de información, miran con expresión horrorizada en cafeterías, parques, tiendas y paradas de autobús. La gente está preocupada.
Los terroristas han escogido bien las fechas para perpetrar sus masacres. Sabían que, con el país paralizado, les resultaría fácil huir. Al atentar en Estambul, además, no debieron sentir que atacaran territorio propio. Turquía es el país musulmán más occidentalizado. Aquí hay bases norteamericanas y existe un sistema democrático que para si quisieran los defensores de las libertades civiles en numerosos estados de América Latina y de la mayor parte de Asia y Africa. Los turcos tienen temas graves por resolver, como el respeto a los derechos humanos, el continuo hostigamiento contra la minoría kurda, Chipre o el reconocimiento del genocidio armenio. Pero existe igualdad jurídica entre ambos sexos desde 1934 –diez años antes que en Francia-, han tenido como presidenta a una mujer y el actual gobierno islámico nunca ha cuestionado el sistema que tanto ha costado obtener.
Para los radicales, Turquía es un tumor a extirpar, un mal ejemplo que podría propagarse, arrastrando tras de si a los países gobernados por tiranías, que prometen un camino propio hacia el progreso que nunca llegan a hacer realidad.
A menudo el occidental que se acerca a los países musulmanes percibe sólo sumisión y una resignada espera de un mundo mejor. Pero existe también un sector de la población, mucho más amplio de lo que se tiende a suponer, que desea cambios. Pero no cambios que los lleven a Europa o Estados Unidos, sino al bienestar del que nosotros disfrutamos. En cambio, todo lo que reciben de occidente es más opresión, la reiterada negación de su ser. Entonces, si los países más desarrollados decepcionan, ¿quién promete cambios, la revolución incluso, como forma de poner fin a regímenes corruptos que sólo persiguen su perpetuación en el poder? Los islamistas radicales, aquellos que incitan al retorno al pasado, a la esencia, al tantas veces reiterado glorioso pasado del Islam.
Ali Bey conoció La Meca cinco años después de que los wahabitas ocuparan la ciudad y consiguieran dominar buena parte de Arabia. Esta secta radical surgió en los desiertos de la península a mediados del siglo XVIII, y sus principios son dogma para Bin Laden, Al Qaeda y grupos afines. El inspirador del movimiento fue Mohamed Ibn Abd al-Wahab, que intentaba eliminar las innovaciones introducidas en el Islam, por impuras y peligrosas. Rechazó toda mediación entre dios y el creyente, incluidas las prácticas sufíes, las tumbas de los santos o la veneración a Mahoma, a quien consideraban el único profeta, pero nada más que una persona. Según el rígido proceder que propugnaban, el Corán debía regir el sistema de gobierno y de justicia, controlando todos los aspectos de la vida humana.
Abd al-Wahab trató de restituir el culto a la sencillez primitiva de la religión. Su mensaje caló poco en las ciudades, mercantiles, y mucho en las tribus beduinas y en Abdelaziz, el gran jeque de los árabes. A sus órdenes, los combatientes de dios conquistaron la península arábiga, Bagdad, las inmediaciones de Damasco y Basora.
En las tierras ocupadas, cuenta Alí Bey, los wahabitas prohibieron fumar, e incluso el sultán lo hacía a escondidas, con un “cañón de cuero (que) iba a parar a su boca por medio de un agujero practicado en la pared”. Tampoco se podía escuchar música, afeitarse los hombres la barba, vestir sedas o usar utensilios, y la peregrinación a los lugares santos debía realizarse “sin tropas, armas, estantartes ni otros trofeos u ornatos, sin música ni mujeres”. Se restringió la muy extendida costumbre entre los hombres de dejarse un mechón de pelo en medio de la cabeza, se clausuraron o destruyeron las capillas de santos adonde la gente acudía a rezar y los comerciantes de La Meca casi se arruinaron al no poder vender sus rosarios.
Puesto que ellos, según decían, eran los únicos que seguían la palabra de dios, los wahabitas se consideraban a si mismos los únicos musulmanes sobre la capa de la tierra. No tuvieron, pues, ningún inconveniente en devastar Bagdad en 1801 mientras desde lo alto de una torre se les arengaba: “Matad, degollad a todos los infieles (musulmanes) que dan compañeros a Dios”.
La disciplina de los wahabitas, sigue Alí Bey, era “espartana: su obediencia suma; la menor señal de sus jefes basta para imponerles respetuoso silencio o para sujetarlos a los más duros trabajos”.
El cronista, excepcional testimonio de los inicios de un movimiento que está de dramática actualidad, relata que, a la llegada de cinco mil soldados wahabís ante la Kaaba, vestidos con una faja alrededor de la cintura, armados con fusiles de mecha y cuchillos curvos, “todo el mundo echó a correr para dejar expedita la calle”, el sultán se escondió y muchos habitantes tapiaron las puertas de sus casas. “Represéntese cualquiera una multitud de hombres desnudos y armados, sin casi idea alguna de civilización, y hablando una lengua bárbara: semejante cuadro a primera vista espanta la imaginación y parece horroroso. Mas si uno se sobrepone a esta primera impresión, halla en ellos cualidades recomendables: jamás roban ni con fuerza, ni con engaño, excepto cuando creen que el objeto pertenece a un enemigo o a un infiel. (...) Ciegamente sumisos a sus jefes, sufren en silencio toda clase de fatigas y se dejarían conducir al cabo del mundo. En fin, se ve en ellos los hombres más dispuestos a la civilización, si se les supiese dar la dirección conveniente”.
Alí Bey dedica muchas páginas a un movimiento que, en ese momento, combatía sólo las desviaciones del Islam, no a occidente. Habló con algunos luchadores de la guerra santa, en quienes encontró, dice, “mucha racionalidad y moderación”.
Pero no tenía claro cómo acabaría todo aquello. Apuntaba que si relajaran “algo la austeridad de sus principios para adoptar otro sistema más liberal”, podían llegar a tener mucha influencia en los estados vecinos. “Mas si se obstinan en sostener el rigorismo prescrito por su reformador, es casi imposible hagan adoptar su doctrina a las naciones que tienen algún principio de civilización y extiendan su dominio más allá de los límites de sus desiertos; su historia –sentenciaba- sería entonces insignificante para el resto del mundo”:
El viajero dieciochesco concluye mostrando su convencimiento en que la racionalidad y el pragmatismo finalmente se impondrían, y que el movimiento acabaría por abrirse. “El tiempo les enseñará que Arabia no puede existir sin las relaciones comerciales de las caravanas y de la peregrinación. Entonces la necesidad les obligará a aflojar algo su intolerancia respecto de las otras naciones y el comercio con los extranjeros les hará conocer el vicio de la austeridad casi contra la naturaleza: poco a poco se irá enfriando el celo; recobrarán su imperio las prácticas supersticiosas, que son siempre de apoyo, consuelo y esperanza del hombre débil, ignorante o desgraciado, y entonces la reforma del wahabismo desaparecerá antes de haber consolidado su influencia y después de haber derramado la sangre de millares de víctimas del fanatismo religioso”.
Dos siglos más tarde, sin embargo, la apertura anunciada no se ha producido. Ni la intolerancia wahabita ha aflojado ni sus dominios han quedado restringidos a los desiertos. Ali Bey no pudo prever que en el siglo XXI existirían aviones y que, en pocas horas, cualquiera podría trasladarse de un extremo al otro del planeta.

La estación de autobuses de Adana es inmensa, como corresponde a la cuarta ciudad de un país con una red ferroviaria escasa y donde la mayoría se desplaza en transporte público. En las taquillas de numerosas compañías privadas se anuncian en letras de colores los distantes destinos del vasto universo turco adonde uno puede ir: Estambul, Ankara, Balikesir, Aydin, Çanakkale, Bursa, Trabzon o Diyarbakir. En una oficina me dan buenas noticias: les quedan billetes para Izmir. El servicio sale a las nueve de la noche, y tras once horas de viaje, llega al mar Egeo por la mañana. Me perderé toda la costa sur, pero por lo menos me quedaré a unos seiscientos kilómetros de Estambul.
Me quedan sólo seis días para llegar a la antigua Bizancio y Constantinopla, y eso apurando el tiempo al máximo, lo que supone incluir la jornada de mañana y la del miércoles de la semana que viene, que es cuando llega Sandra. Así pues, habrá que correr.
Hoy, de momento, dispongo de todo el día para visitar Adana. El bazar carece del jolgorio y colorido de las ciudades árabes, pero si que tiene la diversidad de gente propia de los países de todo el arco mediterráneo. Anoche conocí a un marinero eritreo, que decía que los árabes eran unos egoístas y a un tendero kurdo que se molestó cuando lo tomé por turco. Y dentro de unas horas conoceré a un kazajo, pueblo con el que los turcos comparten idioma y cultura.
Por supuesto, abundan los señores con las narizotas y poblados mostachos que, según el estereotipo, distinguen a los turcos.
El tema de las narices es tomado a broma por la población local, que incluso organiza concursos de a ver quién la tiene más grande. En cuanto al bigote, por lo visto se cotiza a la baja. “Es cosa del pasado”, me comentarán esta noche.
En lo que el país no parece haber mejorado mucho es en conocimiento de idiomas. Al mediodía, frente a la gran mezquita, pregunto a un hombre si habla inglés.

-Yes.
¿Puede decirme qué cuenta el imán en su plegaria?
-Es la oración.

Ya, ¿pero qué dice?
-Sorry.

No sabe más.
Y dentro de una hora, en un restaurante me desesperaré para que me digan qué más tienen, además de çorba (sopa) y ensalada. El señor dice hablar inglés, pero nada; cocineros y clientes me escuchan como si uno fuera un extraterrestre.
Al final indico con señas que me pongan lo que quieran, y me sirven pollo y una sabrosa ensalada de perejil y cebolla salpimentada con albahaca.
Los árabes no esperan que hables su idioma, pero se esfuerzan en comunicarse con el extranjero. Los turcos, en cambio, tienen la suficiencia de los pueblos que fueron imperio y que siguen conservando un territorio extenso. Si a sus antepasados no les hizo falta tener don de lenguas, si les bastó con imponer la suya, ¿por qué razón iban ellos a hacer otra cosa?
Debe ser por esta misma razón que en el museo arqueológico se exponen sarcófagos bizantinos, capiteles y esculturas de soldados romanos, leones de piedra y pequeños carros hititas sin más carteles que los que hay en turco.
A las cuatro en punto el museo cierra, y cinco minutos más tarde he tomado asiento en el interior de la carpa donde los ricos de la ciudad dan de comer a la muchedumbre. Bajo una gran estructura de lona, una docena de camareros con mascarillas y guantes de plástico llenan bandejas de aluminio que camareros uniformados reparten por ocho larguísimas mesas.
Los comensales son variopintos. Hay familias modestas, con ancianos y mujeres con pañuelo, pero también mucha gente con recursos que se ha apuntado al convite. Eso me tranquiliza. No querría que, por mi curiosidad, algún necesitado se quedara en la calle.
Hay un silencio expectante, una vez las dos mil bandejas han sido servidas. A mi alrededor, el arroz con salsa, la ternera con tomate y el pequeño dulce que tenemos delante despiertan aletargados jugos gástricos y papilas gustativas. Para los que no han comido en todo el día, la espera es una tortura.
El niño que se sienta a mi derecha está impaciente. Tiene unos ocho años, y ha venido solo. Mantiene la vista fija en la carne humeante. La tentación es grande, casi insoportable. Agarra el tenedor, pincha un pedazo y, al verse sorprendido, suelta el cubierto, cruza los brazos y mira el techo en un forzado disimulo. Me pregunta algo, imagino que si ya se puede empezar. “Yok”, le digo; todavía no.
Hasta que no puede más. Creyendo que nadie le ve, un trozo de carne desaparece del plato. Nadie le dice nada, y, sintiéndose amparado, un segundo bocado va a parar a su boca menuda. A partir de aquí ya no hay quien le pare. El niño pierde toda inhibición y se pone a comer.
A las cuatro y treinta y siete minutos, lo hacemos los mayores. Algunos rompen el ayuno con un pedazo de pan; otros con un vaso de agua tras abrir las manos hacia el cielo en señal de agradecimiento. En el inmenso comedor comunitario, el tintineo de cubiertos contra el aluminio apaga el relajante concierto de flautas que sonaba desde una tarima. No hay discursos de nuestros benefactores ni oraciones; sólo ganas de saciar el hambre.
Ocho minutos más tarde, hay movimiento de sillas. Los más rápidos han terminado y en un momento en las puertas se forman colas para salir a la calle.
Fuera, algunos pedigüeños piden limosna a los supuestos pobres. Murat y Burac, dos hermanos, me piden un pitillo justo en el momento en que una mujer suplica dinero. Los adolescentes le dan la espalda y su hijo les escupe en la cara.
“Oh... Turquía problem. Niños, problem. Mujeres, problem... –dicen apesadumbrados por la escena que acaba de contemplar el extranjero. Pero de repente sus caras se transforman- España good. ¡Madrid! ¡Barcelona!”, pronuncian, con ilusión. Les gustaría ir allí, dicen animados, para trabajar de camareros.
El señor que tengo al lado, en cambio, protesta. Parece sirio. Por lo visto en Estambul le ha ocurrido algo desagradable que tiene que ver con miles de millones de liras. Le deben de haber robado, y ahora quiere que yo le diga qué tiene que hacer para regresar a su país. Le doy muestras elocuentes de no comprender, pero él sigue con su perorata, descargando su ira contra los turcos.
Es tarde. Recojo mis cosas en el hotel y me voy a la estación. Allí conozco a un treintañero tímido que va a Konya, su ciudad, a pasar las vacaciones. Çaril es ingeniero industrial y trabaja en el departamento de investigación y desarrollo de la fábrica de autocares Saphir, que exporta su producción a numerosos países. Está contento. Afirma que su país pronto formará parte de la Unión Europea. La incorporación se demorará más o menos, asegura, pero lo que tiene que suceder, pasará.

-¿Quieres ser europeo? –le pregunto.
Soy europeo –replica contrariado, como extrañado de que lo ponga en duda.

Me sorprende su convicción. Çaril parece desconocer la aprensión que sienten los sectores más conservadores del viejo continente, y también parte de los progresistas, ante la posible entrada en la Unión Europea de su país. Ignora la aversión que provoca en mucha gente la posibilidad de compartir presupuestos con un estado musulmán, el miedo de Alemania ante la posible llegada de un territorio que, si no lo ha hecho ya, pronto igualará su población. No sabe que la historia de Turquía aparece en numerosas enciclopedias troceada, que en el tomo de la letra be tienes que buscar el legado de Bizancio, en el de la o el del imperio otomano y en el de la te todo lo que sucedió desde 1923 hasta la actualidad.
Para él, este desconocimiento no es nada. Los temas pendientes se resolverán, como se resolverán el conflicto del Kurdistán o los litigios con Grecia, país con el que Turquía comparte una larga y desavenida trayectoria común. “Pronto estaremos en la Unión Europea”, repite convencido.
El autobús va a ponerse en marcha. Nos aguarda un larguísimo y pesado viaje hacia Izmir. Dormiré sólo cuatro horas, porque cada vez que consiga conciliar el sueño, el súbito frescor del aire acondicionado, la música a todo volumen y las luces del interior encendidas nos indicarán que nos volvemos a detener.
Eso sí: el servicio es impecable. El autocar cuenta con dos conductores que se turnan al volante y con azafata, una señorita con camisa blanca y un pañuelo verde anudado al cuello que, arrastrando un carrito parecido al del avión, reparte bebidas calientes sobre la marcha, mientras avanzamos, a toda velocidad, hacia el Egeo.



Puro Mediterráneo



IZMIR-DIKILI, 135 km. (bici)
Cansado y con sueño. Así llego a la monumental estación de autobuses de Izmir. Tengo el cuerpo roto, y el recinto es... para perderse. Hay ciento cincuenta muelles para que los vehículos descarguen pasaje y equipajes, unos cuantos bares y un incesante hormigueo de gente.
No hay tiempo que perder. Mi autobús ha llegado a las nueve de la mañana, más tarde de lo que preveía, con lo que ya he perdido tres horas de sol. Y los días son desesperadamente cortos, a finales de noviembre.
Desayuno en una cafetería, me visto de ciclista en un lavabo y arranco. El camino a seguir es fácil, pero me pierdo en un cruce de pasos elevados. Salto un terraplén arrastrando la bicicleta, y ya estoy en la carretera.
Izmir se encuentra al fondo de una profundísima bahía con forma de ele. Aquí se dice que nació Homero, aunque el mismo honor se lo disputan otras seis ciudades. Lo que con toda certeza hay en la antigua Esmirna son soldados de la OTAN, como atestiguan los numerosos vehículos militares que se ven.
Los próximos días tendremos la compañía constante del mar, del Egeo primero, y del de Mármara antes de llegar a Estambul. Pero los primeros veinticinco kilómetros, por una autovía de tres carriles atestada de camiones, son un suplicio urbanizado difícil de soportar. El tema es tan decepcionante que estoy tentado de esperar a que llegue el día 27 tumbado en una playa.
Por suerte, la cosa mejora. Sólo quedan cinco horas de luz solar, pero a pesar de ello, en el kilómetro cuarenta me detengo en un bonito merendero. El dueño es de Trabzon, una ciudad del Mar Negro cercana a Georgia, y le hace mucha gracia saber que estuve allí en 1996. Devoro en un santiamén la carne picada que ha colocado y prensado en un pincho con los dedos, hasta dejarla convertida en una especie de cirio con formas geométricas, y salgo volando.
El señor del restaurante me ha dicho que hay treinta kilómetros hasta Bérgama, pero llevo ya veinticinco y aún estoy lejos.
La costa es una sucesión de pequeñas bahías. Las desembocaduras de los ríos, llenas de cañaverales, se confunden con las aguas marinas, increíblemente quietas y en cuyo fondo picotean unos flamencos.
El litoral ofrece un refugio seguro cada pocos kilómetros. Junto a la carretera mismo se amarran barcazas y cargueros de cincuenta metros sin necesidad de diques de protección. Con razón los griegos poblaron estas costas, tan favorables para la navegación y para fondear sus naves cuando el meltem, el furioso viento del norte, arreciaba sin compasión.
El paisaje es puro Mediterráneo. Por mi derecha desfilan un cementerio rodeado de cipreses y olivos milenarios que rebosan aceitunas. Saco la cámara para hacer una foto, pero... la pila se ha terminado. En mala hora.
El pueblo de Çandarli aparece ante mí como una imagen congelada. Se levanta junto a una bahía sin movimiento, con una playa de piedra gris, callejuelas de piedra, una pequeña fortificación, casitas pequeñas y blancas y lo que parece un campanario emergiendo sobre ellas. Las gentes, muy tranquilas, hablan en voz baja, y por un momento me siento transportado a la muy cercana Grecia.
Yo no me marcho sin hacer unas fotos. Quiero capturar esta imagen, llevarme su luz y color por dondequiera que vaya, como diría Serrat. De esta forma, cuando esté en casa, con sólo mirarla podré regresar a Çandarli cuando quiera.
Un señor me acompaña, servicial, por varias tiendas del pueblo, pero no tenemos suerte. No hay pila. Me conformo con sentarme en un banco junto al mar, embobado por tanta quietud, tratando de retener esta belleza en mi memoria.
Sigo hasta el pueblo siguiente, convencido de que será todavía más bonito. Recorro los últimos quince kilómetros del día por una carreterita deliciosa que sortea olivos y modestas casas de campo mientras los perros ladran a mi paso.
Cuando de repente, al doblar una curva, una aparición espantosa anuncia el tipo de sitio que me espera. Horrendos bloques de apartamentos me reciben a mi llegada a Dikili, que no es el pueblecito de pescadores que esperaba sino una localidad turística. Maldigo mi mala suerte mientras salgo de la carretera para regar un árbol. Y, encima, al volver a la bicicleta, un neumático bajo indica que acabo de pinchar. ¡Mierda! ¿Por qué no me habré quedado en Çandarli!
Sustituyo la cámara con la última luz del día mientras en el pueblo estallan petardos y fuegos artificiales.
Entro en Dikili a oscuras, y Tom, un hombre de 27 años, me ofrece una buena habitación. El recepcionista se alegra de tener un huésped europeo. El año pasado visitaron el pueblo cincuenta mil turistas, de los que sólo cincuenta eran extranjeros, asegura.
Ceno en un restaurante cercano que me aconseja, el único, dice, donde tienen pescado fresco. “Es donde van los políticos”, añade para avalar su recomendación.
De regreso al hotel, me aclara que Tom es su “nombre inglés”. El turco soy incapaz de retenerlo. “No te preocupes; a todo el mundo le pasa”, me disculpa.
Sentados ante un té de manzana, cuenta que es de un pueblo de Anatolia. Estuvo allí hace unos días, con motivo del Ramadán, y tuvo una experiencia “mágica”: le pidió a su padre que le hiciera una lista con las seis personas más pobres, y él compró una bolsa con alimentos para cada una de ellas. Fue casa por casa a entregarlas y las familias le prometieron que si algún día él necesitaba algo, ellas serían las primeras en ayudarle. Tom se sintió muy feliz. “Estaba más cerca de dios”, afirma golpeándose el pecho.
Por ahora se conforma con llevar el hotel, pero Tom ambiciona algún día poder trabajar de guía turístico, que para eso estudió. “Ve a Lesbos -me recomienda-; es precioso”. Los turcos tienen muy limitado el acceso a la isla pese a que se encuentra a una quincena de kilómetros de la costa. Y tampoco a los griegos se les permite pisar el continente. Sólo un mes al año se autoriza a unos y otros a cruzar esta exigua frontera marina. Durante ese tiempo, los helenos vienen a Turquía de compras y los turcos de origen griego aprovechan para conocer la tercera isla más grande de Grecia, probar el que se considera el mejor aceite del país y visitar a los familiares que aún conservan.
Lesbos y la práctica totalidad de islas del Egeo pertenecen a Grecia desde 1920, cuando se firmó el tratado de Sèvres. Dicho pacto suponía la desaparición del imperio otomano y concedía a Atenas la soberanía de, entre otras, Lesbos, Chíos, Icaria, Samos, Kos y Rodas, pero también de la franja litoral de la península anatólica. En Turquía, el expansionismo griego despertó un movimiento nacional que, bajo la batuta del joven general Mustafá Kemal, el futuro Ataturk, reintegró a la nueva república todos los territorios continentales y masacró a parte de la población griega. En 1923, el Tratado de Lausana estableció el intercambio de población en aras de evitar conflictos futuros. Un millón y medio de griegos abandonaron Turquía y cuatrocientos mil turcos renunciaron a seguir viviendo en Grecia.
Pero por lo visto el intercambio no fue total. En pueblos como Çandarli o Dikili, numerosas familias siguen siendo griegas a pesar de que hablan turco. Y, para asegurarse de que no olvidarán sus raíces, los repetidores de televisión de Lesbos apuntan hacia esta disputada costa.
“¿Europa? Pues claro que estaremos en la Unión Europea, en cuatro o cinco años –afirma Çaril, desbordando optimismo-. ¿El conflicto de Chipre? Está a punto de resolverse. El problema es que los griegos quieren toda la isla, y nosotros creemos que puede seguir dividida. Pero las relaciones entre los dos países han mejorado mucho. Los griegos nos ayudaron cuando Estambul sufrió un terremoto, y nosotros les ayudamos después cuando otro seísmo afectó a Grecia”.



Olivos del Egeo



DIKILI-ALTINOLUK, 116 km(bici)
Tunjai, Tunjai, Tunjai. Este es el verdadero nombre de Tom. A ver si a fuerza de repetirlo no se me olvida.

--Buenos días, Tunjai”, le saludo al bajar a desayunar. “¿Has pasado buena noche, Tunjai?”.
--Sí, responde afable.

Son las siete de la mañana, y Tunjai hace un buen rato que está despierto. En Turquía parece no existir la limitación de horarios. El trabajo de quienes están en el sector privado consiste en hacer acto de presencia. Si hay faena, se trabaja, y si no, el empleado tiene que aguardar en la tienda, el bar o el hotel a que llegue la clientela mientras echa cuentas o saca el polvo. Y lo mismo debe pasar en Siria. El anciano de Qastl Maaf abría a las siete de la mañana, cerraba una hora al anochecer para ir a comer y no echaba la persiana hasta las diez de la noche. No le hacía ninguna falta, puesto que la suya era la única tienda del pueblo. Pero a pesar de ello permanecía al pie del cañón, por si algún paisano necesitaba patatas, cuscús o almizcle.
En los países musulmanes, lo laboral se mezcla con el ocio, las relaciones sociales y las necesidades que uno tiene. Además de ser un sitio donde se compra y se vende, una tienda es también un centro de reunión donde se departe con los clientes, se discute de política internacional, se ve un partido de fútbol o se juega una partida de cartas con los amigos. Si el comerciante tiene sueño, duerme; si tiene que ir a hacer un encargo, avisa al tendero de al lado para que eche un vistazo a su tienda de vez en cuando. Y si no hay nada que hacer, pues pocas cosas hay más placenteras que sentarse en una silla de mimbre en la calle, a ver la gente que pasa, y permanecer allí horas y horas, hasta que alguien reclame su atención.
A mí tampoco me apetece hacer nada, hoy. Estoy todavía cansado del larguísimo viaje en autobús, con pocas ganas de pedalear. Demoro la salida cuanto puedo. Me bajo hasta el mar para ver el puerto y trato de distinguir qué montañas pertenecen a Lesbos enmedio de una costa irregular y accidentada. Pero pocas cosas hay que retengan mi atención. Siento un estraño vacío en mi interior.
Y, como ayer, el pavimento vuelve a ser una tortura insufrible, un conglomerado de piedras y poco asfalto sobre el que yo y mi bicicleta vamos pegando botes, castigando espalda y posaderas.
De brinco en brinco llego a Ayvalik, un coqueto pueblo pesquero de casas bajas por el que, hoy domingo, pasean acomodadas familias venidas de Estambul. Hay gente que va en bicicleta, un puerto deportivo y puestos ambulantes donde venden pescado.
Debería estar circulando por una carretera panorámica, pero no se ve ni rastro de la plaj, la playa. Todo lo que está a la vista son enormes extensiones de olivos que tiñen de tonos plateados las colinas hasta donde intuyo que debe estar el mar.
Ha comenzado la temporada de la aceituna. En los arcenes están aparcadas las furgonetas que han traído hasta aquí a hombres y mujeres que baten las ramas con estacas largas. En otros campos, la recolección se efectúa a mano, con los temporeros encaramados en primitivas escaleras triangulares mientras el patrón, siempre presente, supervisa el trabajo con el cigarrillo en los labios y una moderna chaqueta de cuero sobre el hombro.
¿Cuántos olivos habré visto en cerca de dos meses? Bastantes miles, sin duda. Los había en Marruecos, Argelia, Túnez, Jordania, Israel, Siria y ahora en Turquía. No existe otro árbol que resuma mejor la quintaesencia de este mar. Haz la prueba: fotografía cualquier paisaje ribereño en el que aparezcan unos olivares, y con certeza tus amigos situarán al momento la zona del mundo donde has pasado las vacaciones.
Esta especie, de tronco retorcido y copa redondeada, puebla las costas mediterráneas desde hace miles de años. Los fenicios exportaron el nuevo árbol a los confines del Mediterráneo, donde sustituyeron a los hasta entonces endémicos olivos salvajes. Gracias a este pueblo de navegantes, se comenzó a plantar en el delta del Nilo, Creta, el archipiélago helénico y la península ibérica, luego los griegos clásicos lo llevaron a Sicilia, la península itálica, Túnez y al resto de occidente mediterráneo y los romanos completaron el trabajo.
El árbol poseía numerosas bondades, pero la más apreciable era el aceite que se extraía de su fruto. Con él se aliñaban comidas, se alimentaban lámparas que alumbraban las noches sin luna, se preparaban brebajes curatorios para sanar a enfermos o ungüentos para aliviar heridas. También se usaba para embellecer el cutis o el pelo, con finalidades higienistas e incluso bélicas. Servía para untar el cuerpo de los gladiadores antes de saltar al coliseo, para conjurar malos espíritus, para ofrecer sacrificios a los dioses o para conservar alimentos. En Babilonia, el médico era conocido como asu, o aquel que conocía las virtudes de los aceites.
Tantas eran sus utilidades en la vida cotidiana, que ese líquido espeso y dorado, que se transportaba por vía marítima en ánforas de cerámica y odres de piel, se convirtió en un símbolo de las sociedades a las que beneficiaba. El árbol que prodigaba ese regalo de dioses quedó para siempre asociado a la inteligencia y a la paz, a la purificación y a la fuerza, a la magia y a la virtud, a la fortaleza y a la unidad mediterránea. Por esta razón aparece citado en numerosos pasajes de la Biblia y del Corán, y por ello mismo a los vencedores olímpicos de los juegos clásicos recibían como premio una rama de olivo.
Claro que el rentable producto también tuvo épocas malas. En la Europa medieval, muchos olivares fueron abandonados. El producto, imprescindible para las ceremonias litúrgicas, escaseó tanto que se llegó a considerar dinero en efectivo. Sólo las clases nobles y el estamento religioso lo podían adquirir.
De nuevo fueron los árabes quienes conservaron la tradición heredada de los clásicos. De modo que los campos del sur de Europa volvieron a quedar cubiertos del vegetal más mediterráneo.
Sea porque es domingo, sea por el Ramadán, Turquía parece hoy paralizada. En un restaurante de carretera que encuentro abierto, la señora de la casa me sirve sopa y pollo cortado a dados con salsa de tomate, pimiento y aceite, de oliva, claro. Permanece a mi lado mientras como, mirándome a los ojos en busca de un gesto de aprobación, que le concedo gustoso. Estaba todo buenísimo.
Y sigo, pedaleando como un autómata, con las piernas endurecidas tras más de tres mil quinientos kilómetros de bicicleta, mientras bordeo la bahía de Edremit. El mar vuelve a ser visible, y, tras él, las cimas del parque natural de Kazdagi, verdes bajo un cielo azul.
A la salida de Edrenit, hay familias que limpian el coche y otras que practican la también muy arraigada costumbre occidental de pasar los fines de semana en centros comerciales: “Ya es Ramadán en el bazar Omar”; “grandes descuentos por Ramadán”; “disfrute del Ramadán con nosotros”, parecen incitar al consumo los carteles publicitarios.
Llego a Altinoluk con el último sol, en el momento en el que una barca se retira sobre un mar de cristal. El pueblo es turístico, pero todo sosiego. Hay algunos hoteles y restaurantes abiertos, y tiendas donde venden aceite de oliva en bonitas botellas de vidrio.
La gente es apacible y triste como la música que escuché en la estación de autobuses de Izmir. Son mediterráneos, pero no de ese tipo extrovertido y gritón que encuentras en Valencia, Nápoles o Orán. Pertenecen a esa otra clase de ribereños meláncolicos que proliferan en Grecia, Marruecos o Sicilia.
Tranquilidad, tristeza y melancolía; extroversión, escándalo... Resulta difícil trazar un mapa de los distintos caracteres humanos que habitan junto a este mar. Es casi imposible delimitar dónde termina una forma de ser y dónde comienza la otra. Todo está tan mezclado como la larga y compleja historia de idas y venidas que han alimentado a todos estos pueblos, tan parecidos como distintos, tan cercanos y al mismo tiempo tan lejanos.
Iré a dormir temprano, hoy. El hotel donde me hospedo tiene calefacción y quiero recuperar horas de sueño perdidas. Me apetece poco hablar con nadie o ir de visita. Ayer renuncié sin dificultad a ir a Bérgama, donde hubo una biblioteca que rivalizó con la de Alejandría, y mañana no tengo ninguna intención de ir a Assos, donde se conserva un templo a la diosa Atenea. Sólo por curiosidad, contemplo un mapa de la zona que reseña la presencia, a pocos kilómetros del pueblo, de un monasterio, un teatro griegos o de un templo consagrado a Afrodita.
Estoy ya en tiempo de descuento. Siento que el viaje se apaga con la misma rapidez con la que corren los días. Es la desesperanza del viajero que querría que el trayecto continuara y continuara como una cinta sin fin.



La llamada de Troya



ALTINOLUK-TEVFIKIYE (TROYA), 86 km(bici)
Hoy es el último día del Ramadán, ahora ya lo sé seguro. Ayer, el joven dependiente de una pastanessi me sorprendió cuando le pregunté cuándo finalizaba el mes de ayuno. ¡Tuvo que consultar un calendario para responderme! Si era un creyente practicante, tenía que saber de sobra que sólo le quedaba un madrugón para poder comer. Y si no lo era, también, puesto que, trabajando en una pastelería, se encontraba en la vigilia de uno de los días de más trabajo del año.
Quizá la reacción del chico tuviera que ver con el modo en que los turcos tratan al extranjero. Son prudentes, vigilan lo que dicen, procuran complacerte y, ante cualquier pregunta que les planteas, optan por dar cualquier respuesta, sea o no correcta. Lo importante es no quedarse callado e intentar ayudar. El voluntarismo es tan grande que, si viajas en bicicleta, mejor que no preguntes cuánto te queda para llegar al pueblo siguiente, porque, antes que decir que lo ignoran, te dirán cualquier distancia que se les pase por la cabeza.

-¿Ya se va? –me pregunta, a las siete de la mañana, el amable cocinero del hotel, que habla el francés que aprendió cuando trabajaba en Ginebra.
Sí, me queda un largo trecho hasta Estambul, y hoy quiero visitar Troya.

-Vigile la carretera; es peligrosa.

No el primer tramo, que discurre paralelo a una estrecha playa de piedra gris llena de pasarelas que se adentran en el mar.
Pero a partir de Kuçukkuyu la carretera se va hacia el interior y, entre bosques de pino espesos, se empina de forma endiablada por las laderas del parque natural de Kazdagi. El asfalto, húmedo por el rocío nocturno, es una pista de patinaje sobre la que incluso desliza mi rueda trasera. Y, como era de prever, doscientos metros más allá, un coche se ha ido recto en una curva y ha chocado contra un talud sin más consecuencias que un bollo en la carrocería.
La vertiente norte es más tendida pero igual de peligrosa. Bajo a poca velocidad y haciendo equilibrios, frenando con dulzura y tratando de inclinar lo mínimo en las curvas.
El entorno cambia de forma radical. Desaparecen pinos y olivos y el clima templado del mar Egeo, y en su lugar aparecen árboles de hoja caduca y campos vestidos de ocre. El otoño ha llegado sin avisar. El termómetro marca trece grados, pero la humedad es altísima. Una espesa capa de niebla cubre el llano de este a oeste. Estoy a las puertas de los Dardanelos y del mar de Mármara, el mar de mármol. Aquí mandan los tempestuosos y siempre cambiantes vientos que se desencadenan en esta encrucijada de mares y continentes.
Tiritando de frío, pregunto a unos policías por un sitio donde desayunar. “No hay nada abierto hasta Ezine”, advierten.
Pero lo hay. Dos kilómetros más allá, encuentro un restaurante junto a una estación de servicio. En el interior del rústico local, de piedra cubierta con tablones, un anciano con camisa a cuadros alimenta a un pequeño búho. El animal levanta sólo un palmo, y se deja querer por su padre adoptivo, que le abre el pico con amor fraternal mientras le da de comer trocitos de carne.
El pequeño búho parece plenamente adaptado a la vida doméstica. Lo encontraron detrás de la casa, cuenta el anciano mientras el animal nos mira sin pestañear con sus inmensos ojos negros, gira la cabeza ciento ochenta grados en busca de no sé qué o contempla las vigas del techo.
Ya no podrá vivir más en libertad, lamenta el señor con el ave sobre el hombro. Sin saber cazar, dependerá de los humanos hasta el fin de sus días.
Apuro el plum cake y la tableta de chocolate que he comprado en la gasolinera, todo de la omnipresente marca Ülker, verdadera turquinacional cuyos productos encuentras en los sitios más insospechados.
Llego a Ezine adelantando a familias enteras que acuden a pie, arrastrando carritos de la compra, a su céntrico mercado callejero. Las lokanta son locales de comida rápida tradicional donde uno se sienta, come uno de los platos preparados que se ofertan y, sin sobremesa, paga y se va. Eso hago yo: una sopita caliente para recuperar la temperatura junto a unos chicos que lucen camisetas de Michael Schumacher y, ya de un tirón, llegamos a Troya.
“Los vientos trajeron salud a Troya”, cuentan los clásicos. Los frecuentes vientos del norte facilitaron la entrada a puerto de sus naves y la abundancia de islas del mar Egeo hizo posible la navegación y el comercio, el intercambio y el enriquecimiento, la cultura, mucho antes que en casi cualquier otro lugar en el mundo.
La histórica ciudad, sucesivamente hitita, helénica, romana y bizantina, se encuentra al sur de la salida mediterránea del estrecho de los Dardanelos, sobre unas onduladas colinas que se deslizan hacia el mar. A tan estratégica ubicación debió Troya su riqueza. Desde su puerto se controlaba el litoral y a las naves enemigas. Constantino, emperador de Bizancio, se planteó erigir sobre sus restos la rutilante capital que llevaría su nombre, aunque al final se decantó por el Bósforo, en el otro extremo del mar de Mármara, que era más fácil de defender.
Finalmente ha salido el sol, y el viento barre las nubes de levante a poniente. Desde las colinas de Troya se domina el antaño temido paso que comunica el Mediterráneo con el mar Negro. El aspecto del lugar no es exactamente el mismo que hace tres mil años. Las aguas se han retirado cinco o seis kilómetros y el lugar donde estuvo el puerto es hoy tierra firme.
“El tiempo cambia muy deprisa, en estas tierras”, revela un croata políglota y cincuentón, que curiosea entre las ruinas llevando de la mano a su mujer. La alegre pareja salta de piedra en piedra con paso decidido y aire enamorado. Él dirige un astillero naval en Estambul y aprovecha estas vacaciones forzadas para hacer turismo cultural.
Pocos extranjeros más visitan estos días Turquía a causa del Ramadán. Además, en aeropuertos, legaciones europeas y centros oficiales se han extremado las medidas de seguridad en previsión de nuevos atentados, revela el croata. En el país no se habla de la posible caída del turismo que sin duda acarreará el terrorismo. Así se evita dañar una de las principales fuentes de ingresos.
Sólo pequeños grupos pasean por el recinto arqueológico. Grupos como el que conduce el guía alemán que se apoya, sin ningún recato, en el cartel que estaba leyendo, y en un segundo me veo rodeado por diez fornidos teutones que escuchan, atentos, las explicaciones en voz alta que da el experto.
La mayor parte de turistas acudimos a Troya atraídos por la leyenda recopilada por Homero en el siglo VIII antes de Cristo del caballo gigante que, quinientos años antes, penetró en la ciudad con soldados y armas escondidos en su interior. Así lo prueba el équido de madera de doce metros que decora el acceso principal. Hacia él apuntan todos los objetivos fotográficos, más que a las piedras, sin compasión.
Y es que para el neófito, visitar una ciudad de la Antigüedad es un motivo de confusión. Resulta difícil cuadrar la historia del lugar con los montículos de piedras que te rodean, las casas de las que sólo queda un muro de medio metro, una galería subterránea, la empinada rampa por la que entraban los caballos o gradas en forma de semicírculo que un día fueron un odeón. La cosa se complica cuando lo que visitas son los restos arruinados de ocho ciudades superpuestas, una encima de la otra.
A veces vale más quedarse con la fábula, por mitológica que sea.
La Ilíada y La Odisea se inspiraron en las leyendas troyanas, que de Grecia pasaron a Roma, de allí saltaron al mundo medieval y han sobrevivido hasta nuestros días como una de las más bellas crónicas bélicas y de amor. Atraído por la romántica llamada de los clásicos, dispuesto a encontrar la civilización perdida, el arqueólogo Heinrich Schliemann excavó, en la segunda mitad del siglo XIX, los promontorios que sobresalían de forma anómala un kilómetro al oeste del pueblecito de Tevfikiye. El alemán, que se sabía La Ilíada de memoria, esperaba dar con la ciudad y con pruebas de la guerra que durante una década sus habitantes sostuvieron con los griegos.
Schliemann, un tendero autodidacta enriquecido en Estados Unidos y Rusia, invirtió toda su fortuna en su sueño, y a los 51 años de edad, lo hizo realidad. En 1873, en su cuarta expedición, creyó encontrar algo importante. Dio fiesta a todos sus trabajadores y llamó a Sofía, su joven esposa griega: Con ella desenterró una caja de cobre que contenía diez mil objetos de oro. Se dijo que era el tesoro del rey Príamo, el hallazgo arqueológico más importante del siglo XIX. Y Schliemann el soñador puso una de las diademas encontradas sobre Sofía mientras pronunciaba unas palabras para la posteridad: “El adorno usado por Helena de Troya engalana ahora a mi propia esposa”.
El tesoro se trasladó a Grecia, ante la indignación de las autoridades otomanas, para con posterioridad ser donado a un museo de Berlín, de donde desapareció durante la Segunda Guerra Mundial.
En cuanto al testarudo arqueólogo sobrevenido, cayó fulminado en las calles de Nápoles de un ataque al corazón y, tomándole por vagabundo, en los hospitales se negaron a atenderle. Poco tiempo después moría, a los 68 años de edad.
Sus méritos fueron cuestionados por algunos círculos académicos, que pese a reconocer sus hallazgos, niegan que el alemán consiguiera demostrar que las historias de Homero hubieran sucedido. Y las propias autoridades turcas relativizan, todavía hoy, la importancia del tesoro de Príamo al recordar que en las décadas siguientes aparecieron veinte de parecidos.
En Tevfikiye deben vivir los descendientes de los valientes y cultos troyanos. Es una aldea pequeña, de casas con establos que han formado cuatro calles casi por azar.

-¿Otel? -pregunto a tres hombres que están sentados de cuclillas junto a la mezquita.

Me responden sonrientes mientras señalan a mi espalda, apuntando hacia un explícito cartel que anuncia pansyon.
El chico que atiende el bar abandona el local donde una cincuentena de personas juega al backgammon o ve la televisión, y me acompaña al piso de arriba.
En el interior de la casa, una estufa de leña que arde a todo trapo mantiene la temperatura elevada mientras un matrimonio de edad avanzada fríe buñuelos. El alojamiento que me ofrecen es excesivo. Medirá unos cuarenta metros cuadrados, contando una salita con cocina, la habitación y el baño, y dispone de un mobiliario humilde pero por estrenar. Todo indica que este será el hogar del hijo el día que se case. El dormitorio ha sido pintado de azul claro, y en un rincón aparecen unas estrellas y una media luna, en lo que parece el sitio señalado para acoger la cuna de, si Alá quiere, el primer hijo de la pareja.
El precio es caro, pero el padre no transige. Si no me gusta, ya me puedo marchar, parece decir, molesto.

-Yok, yok, me quedo –le digo-. Pero, ¿por veinte euros, me incluye también la cena, el yemek?

El señor se pone de mal humor. Dice algo del Ramadán y que a las cinco comen, suspira de modo ostensible, brazos en alto, como si dijera ¡estos europeos! Pero al fin accede: “Sí; también puede cenar aquí”.
Me enseña lo que tienen para comer: ¿çorba?, evet (sí, me gusta la sopa); ¿ensalada?, evet; ¿y el guiso? Huelo el humeante contenido de la olla sin reconocer qué hay dentro. El señor respira hondo y resopla mientras con las manos se golpea los... ¡pulmones!

-Yok; eso no me gusta.
¡Restaurant! –brama el hombre, ya harto de mí.

Cinco minutos más tarde, mientras me acomodo en la habitación, alguien llama a la puerta. Es él, de nuevo, con un plato con cuatro enormes buñuelos y dos tomates maduros. Ahora sí, sonríe.
Cenaré en la habitación, con las provisiones que el señor me ha traído y con el poco de cuscús y muesli que me queda.
Me siento un poco intruso, sin embargo, cenando entre estas cuatro paredes, adornadas con un retrato coloreado del matrimonio el día de su boda y de otro de la abuela paterna. Todo en este hogar es nuevo, incluso las botellas de Rémy Martin y de vino espumoso, aún con el precinto, que reposan sobre una estantería.
Observando detalles es posible reconstruir, de forma somera, el viaje de ida y vuelta que la familia hizo a Alemania, los años de emigración lejos de la tierra de sus antepasados para ahorrar un poco y volver a Turquía como uno de los hombres ricos del pueblo. Debieron ser años difíciles, los que pasaron en Europa, aunque también felices. En una foto que debe tener quince años, aparece un equipo de baloncesto junto a un trofeo. En ella aparece el padre, moreno y sonriente, junto a chicos altos y rubios. Me pregunto por las circunstancias que rodearon la emigración, si el hombre que me acoge fue el único valiente de la pequeña comunidad que se atrevió a dejarlo todo persiguiendo la quimera de un futuro mejor o si es que nadie más tuvo el apoyo económico y el valor para hacerlo.
Sobre las ocho bajo a la calle. Me apetecía ver qué hacía la gente el último día del Ramadán, pero Tevfikiye está vacía. Los señores de la casa no están, la mezquita permanece silenciosa después de la oración y, algo sorprendente, en el bar sólo hay tres muchachos. No se ve ni se oye a nadie. ¿Adónde habrán ido todos? ¿Puede que estén en casa de algún familiar, celebrando el fin del mes de ayuno?
Puede. Nunca lo sabré.



"¿Es usted neozelandés?"




TEVFIKIYE-ŞARKOY, 135 km. (bici)
Un rumor hueco procedente del bar llama mi atención, al salir de la pensión. Tras los cristales empañados se ven las figuras desdibujadas de los numerosos hombres que llenan el local mientras beben cerveza, café turco o té envueltos en una espesa humareda. El Ramadán ha terminado, y, ansiosos por recuperar el tiempo perdido, algunos comienzan a hacerlo a las siete de la mañana.
Un mes de ayuno es un gran sacrificio incluso para los creyentes más devotos. Me pregunto cómo afectará este radical cambio de hábitos alimenticios a los ritmos vitales de las personas, al sistema digestivo, al sueño, a los estados de ánimo o a la actividad laboral. El tema debe haber sido estudiado en alguna universidad o centro oficial, porque pasar doce horas diarias sin comer y hacerlo sólo dos veces al día, una de ellas de madrugada, ha de tener muchas y muy variadas consecuencias para el organismo. Y encima, transcurrido ese mes, vuelta a la normalidad, que tampoco tiene que ser fácil.
Para mí las cosas han cambiado poco, de todas formas: el país sigue de vacaciones, como aletargado.
En una hora llego a los Dardanelos. El canal que comunica el Mediterráneo y Mármara y que separa Europa de Asia comienza a ser visible, cincuenta metros más abajo, tras bosques de pino. Entre la fría bruma, me parece adivinar la silenciosa silueta de un mercante que avanza, pegado a la costa, hacia Estambul o el mar Negro.
Çanakkale, en la orilla sur del estrecho, es una ciudad moderna, estandarte de la Turquía que emerge. A las nueve de la mañana aún duerme, como si fuera el día de Navidad. Me refugio un rato en una de las escasas cafeterías que encuentro abiertas y me dirijo hacia el puerto.
Se ve la otra orilla. Allí, a poco más de un kilómetro, está el continente que dejé ocho semanas atrás. Europa comienza en esas montañas verdes que se levantan al otro lado, en las cimas del parque nacional de Galípolis. Sólo resta cruzar un canal por el que cada pocos minutos pasa un mercante, hacia oriente u occidente, despertando unas aguas inmóviles como un charco de aceite. Sobre la superficie se dibujan, intermitentes, pequeños círculos. Parece que llueva, pero son los peces, pequeños y abundantes a pesar de tantos barcos. También hay muchas medusas, y cormoranes negros que se zambullen sin descanso en busca de comida.
Un ferry recién llegado descarga unas decenas de personas, algunos coches y un cicloturista que empuja una bicicleta reluciente cargada de equipaje. Le saludo, pero el joven viajero no me ve: mantiene la vista fija al frente y cuando me acerco, él acelera el paso.
Yo también estoy a punto de embarcar, aunque en sentido inverso. A bordo del feribot Gayrettepe, nos refugiamos del frío en el bar, con una bebida caliente entre las manos. Los pasajeros no tienen aspecto de emigrantes. La mayoría viste abrigos nuevos y forros polares. Una muchacha con un gorro de lana rojo hace los crucigramas del periódico mientras un niño juega con un teléfono móvil y su padre bebe Nestea. Los cartelitos de “Cigara içilmez” se acatan al pie de la letra. Quien quiere fumar, sale a cubierta.
Ya nos movemos. La embarcación sigue un rato junto a la costa y luego vira a babor para enfilar una boyas que señalan el paso más directo del canal. ¡Tut-tuuuut!, se saludan con la sirena los transbordadores, el nuestro y el que hace el viaje de vuelta, al cruzarse.
A las diez y media, piso de nuevo Europa y, emocionado por ver cumplido mi sueño de dar mi media vuelta al Mediterráneo, como si me persiguiera el diablo, me pongo a pedalear hacia el este. Me siento ya cerca de mi destino final. Estoy a... trescientos cuarenta kilómetros de Estambul. Nada menos. Esta es la distancia que tendré que recorrer entre hoy y pasado mañana.
Pero ahora disfruto del presente, de una carretera que fluye, llana y con buen asfalto, a ras de agua. El camino regala al viajero postales sublimes, pequeños rincones donde los plátanos crecen sobre un manto de hojas ocres y hierba, junto a un mar blanco como el otoñal cielo de los Dardanelos.
El canal es tan estrecho, sobre el asfalto hay tan poco tráfico, que sólo se oye el roce de mis neumáticos sobre la superficie y el lejano ronroneo de los motores de los mercantes. Las enormes masas de hierro flotantes se deslizan de forma casi milagrosa a escasos centenares de metros de la costa, y cinco minutos después de haber pasado, cuando su popa se aleja tras de mí, dos docenas de olas pequeñas rompen tanta quietud sobre la arena.
Los petroleros navegan despacio, a tres o cuatro nudos a la hora, y en poco rato alcanzo y supero a varios de ellos. No hay barcos militares a la vista. Supongo que el día que una flota de la OTAN pasa por aquí, los satélites norteamericanos siguen con detalle sus movimientos y escudriñan las montañas que jalonan los noventa kilómetros del estrecho, atentos a cualquier movimiento sospechoso.
¡Qué gusto! El día es casi perfecto para rodar en bicicleta. De las tres cosas malas que el ciclista puede encontrarse al pasar por la zona, viento, lluvia o niebla, tengo la menos mala, niebla alta.
Me vuelvo a sentir feliz.
Los últimos días sólo pensaba en situaciones vividas, en la ilusión con la que desembarqué en Tánger, los temores con los que llegué al Rif o el consejo que me dio Aladino de no viajar a Libia.
En mi repaso mental había personas de carne y hueso como los niños jordanos que me tiraban piedras o en el encantador señor Garil, de Nuweiba. No podía evitarlo: mi mente regresaba a las calas escondidas de Marruecos, a las arenas de Uadi Ram, a los bosques argelinos, a las bellísimas llanuras de Jezrael o a las perfumadas huertas de Siria. Y cada vez que retrocedía a los lugares que había visitado, hacía un poco míos paisajes que no olvidaré.
Pero tanto mirar hacia atrás me entristecía. Era la prueba de que el tiempo se agotaba.
Ahora me doy cuenta de lo que equivocado que estaba. Me quedan pocos días por delante, pero todavía van a suceder muchas cosas, y espero que tan buenas como la inesperada belleza que me acompaña.
Gelibolu es la última localidad de los Dardanelos antes del mar de Mármara. El personal de los numerosos lokanta que hay en su bonito puerto atiende a familias endomingadas que, pese al frío, comen en las terrazas con los abrigos puestos.

-Yo me siento dentro, gracias.
¿Es usted neozelandés? -me pregunta el camarero.

La pregunta suena a guasa, y a uno le apetecería responder: ¿Es usted de Papúa-Nueva Guinea? Pero no es una broma: en Gelibolu están acostumbrados a recibir a miles de visitantes de Australia y Nueva Zelanda.
En la península de Galípolis se libró una de las batallas más cruentas de la primera Guerra Mundial. El gobierno de Australia había hecho un llamamiento para ayudar a Gran Bretaña en su lucha contra Alemania y el imperio otomano, y centenares de miles de soldados de las antípodas entrenados en El Cairo fueron desembarcados al norte de la península.
Los mandos de las fuerzas aliadas erraron el cálculo, y, en lugar de encontrar una playa, los ejércitos quedaron atrapados, durante siete meses, entre acantilados, a merced del fuego turco e imposibilitados de avanzar.
Cuando se dio la orden de evacuar, medio millón de hombres habían muerto.
Ataturk mandó colocar una placa en memoria de los fallecidos. Su texto, sincero, aún emociona a los hombres y mujeres que cada año visitan los campos de batalla donde sus antepasados perdieron la vida: “Para nosotros no hay diferencias entre Johnnies y Mehmets. Ellos yacen junto a los nuestros... Vosotras, madres que enviasteis a vuestros hijos tan lejos de vuestros países, limpiaros las lágrimas de los ojos: vuestros hijos descansan en nuestro regazo y están en paz. Al perder la vida en esta tierra, se han convertido también en nuestros hijos”.
El camino se hace largo. He avanzado mucho, desde que llegué a Izmir, pero a costa de un gran esfuerzo. Tengo ya ganas de llegar a Şarkoy, el pueblecito costero donde espero pasar la noche.
Y ahora la ruta se complica. Dejo la carretera nacional, directa a Estambul, y una comarcal me sitúa, sin transición, en la Turquía profunda. Junto a la calzada ya no hay modernas gasolineras, coches lujosos ni anuncios publicitarios, sino casas de piedra de puertas minúsculas y pequeños cobertizos redondos para el ganado. El tráfico es casi inexistente; sólo viejos dolmuş descargan mujeres con pañuelo y hombres bigotudos con americanas raídas y mocasines llenos de barro. Unos gansos despreocupados atraviesan la calzada mientras una especie de mastín me persigue, rabioso, enseñando los colmillos y con la mirada clavada en mi pierna. Intento darle una patada en los morros, pero el bicho no se asusta hasta que me detengo y pongo los dos pies en el suelo.
Luego la carretera sube y sube, y con tanto ganar altura temo que la noche me caiga encima. El cartel que he visto en el cruce indicaba veinticinco kilómetros para Şarkoy, pero llevo ya quince y la bajada se resiste.
A las cuatro y cuarto, cuando las últimas luces del día iluminan los bosques que caen hasta el mar, por fin alcanzo al punto más alto. Me pongo toda la ropa disponible y, casi sin pedalear, llego a Şarkoy.
El pueblo es pequeño. Sólo hay un otel, me indican en una pastanessi. La habitación cuesta cinco miserables millones de liras, aunque, con lo cansado que estoy, hubiera pagado cuarenta con los ojos cerrados. Tukan, el recepcionista adolescente, me acompaña a la habitación, sacude el polvo de una toalla delante mío para que vea cómo me cuida y se sienta en la cama.

-¡Ok!, mister Gabriel -dice mientras me alcanza la toalla.
Ejem... Ok, Tukan. Tesekkür ederim –agradezco mientras le acompaño hasta la puerta.

Por fin solo, me dejo caer sobre la cama, agotado. ¡Y yo que creía que los últimos días serían de reposo, para así poder hacer de anfitrión a Sandra! A este paso, me tendrá que recoger con pinzas, cuando nos encontremos.
Si por lo menos durmiera en un hotel confortable... Es lo que pasa: llegas al pueblo, a éste o a cualquier otro, te dicen que hay un hotel y tú entiendes que es el único. Estás tan contento cuando te dicen que tienen habitaciones libres que ya no te planteas que pueda existir otro establecimiento. En consecuencia, aceptas lo que sea.
Al ir a cenar descubres que hay otros sitios donde dormir, y algunos incluso con calefacción. Como el hotel Ankara, en cuyo restaurante hombres y mujeres de edad avanzada juegan a cartas.
También está Selim, un turcoalemán de 40 años que se sienta a mi lado. Ha vivido buena parte de su vida en Berlín y, después de agotar todas las prórrogas posibles, ha regresado a Turquía para cumplir su deber militar con la patria. Pero se arrepiente. No debería haber venido, se lamenta. El país está muy mal, se gana poco dinero. En cuanto termine la mili, se vuelve a Alemania.

-¿Y te gusta Alemania?
Humm... –pone cara de circunstancias-. ¡No! La gente es nazi. En cuanto ven a alguien por la calle con un pelo negro, te miran mal, y si no vigilas te pueden matar. Pero en mi barrio no hay problemas: todos son turcos, árabes, italianos, portugueses y españoles. Y tengo un trabajo fácil. Hago de transportista. Te dan un paquete y te dicen: entrégalo allí. Y yo voy y lo entrego. Sin problemas.

El dueño del restaurante nos mira de reojo y en un momento en que estoy distraído, le dice algo a Selim, que se levanta y no se vuelve a acercar a mi mesa.
Pobre Selim: forzado por las circunstancias a vivir en el extranjero, junto a su padre y su hermana, y humillado en su propio país.
“Mucha suerte... en Turquía o en Alemania”, le deseo al marcharme. Y él, con aire triste, me da una palmadita en la espalda.


Melancolía turca




ŞARKOY-MARMARA EREGLISI, 106 km. (bici)
“¡Oye!; acuérdate de venir a recogerme al aeropuerto”. Es un mensaje de Sandra. Lo he encontrado esta mañana al poner en marcha el teléfono.
Si supiera el berenjenal en el que estoy metido... Si supiera que me encuentro aún a doscientos kilómetros de Estambul y que no sé si mañana a las dos de la tarde podré estar allí para recibirla... Directamente, me mata.
Apuro mi penúltimo desayuno en un hotel, repaso que no me falte nada, aprieto bien las alforjas, en previsión del meneíto que me aguarda, y compro unas provisiones por si tengo que pasar el día en la montaña.
Después de muchas dudas, he resuelto desoír los consejos de los taxistas con los que hablé anoche. Decían que la carretera de la costa está “kaput”, que es imposible pasar; que tengo que dar una gran vuelta por el interior. “Carretera mal –contaban-, impracticable; arena, ¿ves?, piedras, barro; kaput; la montaña, ¿ves?, así de inclinada, cae sobre el mar; desprendimientos; kaput”.
Reflexioné sobre ello en la soledad de mi habitación. Algunas piezas no encajaban: mi mapa señala la existencia de una ruta panorámica paralela al mar, con algunos pueblos a lo largo de la ruta. ¿Cómo es posible que no se pueda pasar? Deduje que a lo mejor es intransitable para los coches, o puede que los taxistas se nieguen a ir para no dañar sus vehículos, pero, ¿ni en bicicleta?
Me arriesgo a seguir el camino previsto, aunque estoy inquieto. Como haya barro o demasiada roca, nos vamos a reír, porque los neumáticos que llevo no están preparados para este tute.
Salgo de Şarkoy por unos complejos turísticos de casitas con jardín semivacíos, paso por varios pueblos que no aparecen en el mapa y a los veinticinco kilómetros se termina el asfalto.
El camino, cortado sobre la ladera, gana altura y se estrecha junto a vertiginosos acantilados que caen en picado sobre playas de piedra gris. De la costa salen plataformas de madera que sostienen rudimentarias artes de pesca.
El sitio es salvaje, de una soledad amenazante, bellísimo.
El sendero, que asciende y se separa de la costa, me lleva hacia un valle espléndido, de árboles de troncos retorcidos y de vegetación que está perdiendo la hoja, de color rojo, amarillo, marrón y naranja. Al fondo hay un pueblo que conserva sus casas tradicionales, hechas de piedra en la planta baja y de madera en la superior. Las escasas tierras cultivables se encuentran junto a un arroyo, rodeado por los mil colores otoñales. Allí aran, pese a ser festivo, algunos hombres, rompiéndose la espalda para obtener un pequeño fruto de su trabajo.
Por el camino pasan un hombre con un asno, una familia bien vestida en un utilitario. Son discretos: me miran de reojo, y sólo saludan cuando yo lo hago.
Y si así son los pueblos a los que llega una pista transitable, ¿cómo serán los que están arriba, en las montañas, a los que sólo se accede por senderos de pezuña que se pıerden entre la maleza y la nıebla que cubre las tıerras altas?
Hoy es uno de esos maravillosos días en los que celebras viajar en bicicleta. Con ella descubres rincones escondidos que de otra forma jamás habrías conocido. Y los taxistas de ayer insistían que no pasara por aquí... Tengo la ropa húmeda, de la niebla y del sudor, pero qué más da! Siento que ya todo va de bajada, como la carretera que encuentro tras diecieséis kilómetros de ir saltando sobre las piedras.
Las montañas se abren, aparecen desvíos, muchos pueblos y pocos indicativos. No sé por dónde seguir. Los ocupantes de un Dacia, un chico con traje y dos muchachas maquilladas, me ponen sobre la ruta correcta, y en poco rato llego a Barbaros. El pueblo es menos hostil de lo que su nombre insinúa. Tiene dieciocho mil habitantes, dos mezquitas considerables y algunas pequeñas industrias.
Barbaros; ¿quién lo bautizó así?. Quizá fueron las legiones romanas al tomar posesión de estas tierras.
La costera Tekirdag es ya una ciudad, de nuevo en la Turquía moderna. Como en un lokanta donde diez camareros atienden veinte mesas. El servicio no es rápido, sino instantáneo. En el tiempo de quitarme la chaqueta, me encuentro el primer plato que había pedido sobre la mesa.
Ahora ya sí, me lo tomo con calma. No tengo ninguna prisa. Lo más difícil está hecho y me siento a las puertas de Estambul.
El camino hasta Marmara Ereglisi será fácil, por una carretera llana junto al mar, pasando junto a infinidad de segundas residencias y bloques de apartamentos, porque los turcos, como los españoles, valoran tener una propiedad donde pasar las vacaciones con los suyos. En algunos cámpings parcelados ondean banderas griegas, señal de que los vecinos occidentales también son bienvenidos, de que el dinero trasciende fronteras y borra enemistades.
Me alojo en un hotel de carretera junto a una estación de servicio, donde pasaré la tarde viendo culebrones de televisión, concursos musicales Pop Stars e informativos conducidos por presentadoras. Los telediarios turcos ya no dan noticias teatralizadas por actores y con música de fondo, como en 1996. Ahora todo es más serio y formal, más moderno. No hay duda de que el país parece funcionar mejor, y el actual gobierno islamista moderado incluso ha conseguido atajar una de las lacras que se tenía por imposible: evitar la desaforada subida de los precios.
Turquía es un país encrucijada, y, siendo ésta su gracia, a menudo es también su cruz. Sus habitantes son de aquí y de allí, pero ni europeos ni asiáticos, ni cristianos ni musulmanes, los consideran de los suyos. Y ellos, que lo saben, hacen su propio camino, avanzando a paso decidido hacia la Europa a la que se acercan, sin acabar de llegar nunca, desde hace siglos. Las nuevas generaciones de turcos ansían algo más que jugar la Champions League futbolística. También quieren formar parte del selecto club de equipos, hasta ahora monoreligioso, que compiten en la copa de Europa económica y social.
Queda por ver si Europa acepta a un país musulmán como socio.
Una incertitud más de este viaje que se me escapa.
Y mañana Estambul.
-¿Viene desde España en bicicleta? -me han preguntado, incrédulos, al llegar al hotel.
No; en bicicleta y con transporte público -les he dicho.
El hombre ha puesto cara de no entender nada.
-¿Por qué? -ha preguntado abriendo las manos y sacudiendo la cabeza.
Le he dicho que viajo para conocer, que la bicicleta me gusta y me permite tener un contacto directo con la gente, que me atrae descubrir otras formas de pensar y visitar lugares del mundo donde suceden cosas y... No he sabido decirle más. Ni yo mismo sé exactamente por qué hago estos viajes y después escribo sobre ellos.
Además, qué importancia tiene por qué haces las cosas. Las haces porque te gustan y lamentas el día que se acaban. Esto me ocurre a esta hora, en la que sólo el deseo de encontrar a Sandra mitiga la tristeza por el fin.
Pero mejor tomárselo con sentido del humor. Esta noche, cuando llame a mi mujer, le pediré algo muy especial que hace días tengo metido en la cabeza: que me traiga un bocadillo de chorizo que, de forma respetuosa y a la salud de todos, pienso comerme frente al Bósforo y frente a Asia, frente a Aya Sofia y Topkapi.


Confusión final


MARMARA EREGLISI- ESTAMBUL, 85 km. (bici)
Me ha producido una sensación extraña, llegar a Estambul por el oeste, remontando las mismas colinas que hace nueve siglos devastaron los cruzados camino de Constantinopla, Antioquía y Jerusalén, y que hoy aparecen cubiertas de autopistas de cuatro carriles y de barrios periféricos de una metrópolis de más de ocho millones de habitantes. Me encuentro en el archivigilado aeropuerto Ataturk aguardando el vuelo procedente de Barcelona, viendo pasar a muchachas vestidas con ropas modernas y con pañuelo, observando cómo adultos encorbatados saludan a ancianos, besando la mano y golpeándoles de forma suave la frente, un residuo de la ceremonial cortesía bizantina y otomana, de cuando los hombres, al cruzarse por la calle a lomos de un caballo, descabalgaban para prodigarse los más augustos buenos deseos.
Vuelvo a estar en Estambul, siete años más tarde, pero de nuevo me marcharé sin apenas conocerla. La primera vez me quedé sin ver la ciudad por las prisas que tenía de empezar mi viaje a China, y ahora que dispongo de tiempo, me la volveré a perder por culpa de los que amenazan con hacernos estallar en mil pedazos.
Los viajeros del pasado a menudo veían también limitados sus movimientos por la ciudad. Ibn Battuta, que era musulmán y que la conoció en el siglo XIV, no pudo visitar Aya Sofia porque era un templo cristiano. Y Alí Bey, que llegó casi quinientos años más tarde, cuando ya era musulmana, sólo pudo pisar sus mezquitas disfrazado de árabe.
Los tiempos no cambian, como si la historia se resistiera a dejarnos crecer.
Pero, ¿qué queda después de vagar a ritmo acelerado por la otra orilla del Mediterráneo durante nueve semanas?, me pregunto a la hora de hacer balance. La respuesta a la fuerza tiene que ser que me invade una confusión aún mayor que al comienzo, que no hay más conclusión que la ausencia de ella.
El Mediterráneo sigue confundido en la mezcla cultural, religiosa, étnica e idiomática que siempre ha sido. Es un rompecabezas seductor que atrae, de forma irremisible, a cantautores, idealistas y poetas soñadores, pero que al mismo tiempo desconcierta a quien se le acerca demasiado. En especial en la actualidad, en que el presente está en exceso contaminado por todo lo que pasa en el mundo.
¿Hacia dónde van? ¿Hacia dónde vamos?
Estas siguen siendo las grandes incógnitas, el gran misterio que dos meses de viaje no han conseguido aclarar.
Dentro de dos horas, Sandra y yo bajaremos hasta el Cuerno de Oro, y ya de noche, embarcaremos en un pequeño ferry que en poco rato nos dejará en Büyukada, la mayor de las islas Príncipe, un islote cubierto de pinos, acacias y magnolias en medio del mar de Mármara, lejos de Europa y de Asia, fuera del posible alcance de las bombas. De nuevo juntos, pasaremos dos días placenteros entre la bruma y el sordo sonido de las sirenas de los barcos, paseando por los mismos bosques y mansiones de madera donde vivieron Leon Trotsky, intelectuales, potentados y hombres de estado.
Y sí, también visitaremos Estambul, de forma rápida y precipitada, aunque sólo sea para sentirnos vivos y reírnos de los de las bombas. Para demostrarles que seguimos siendo mujeres y hombres libres.
Einstein ya lo decía: la vida es como montar en bicicleta; hay que seguir avanzando para no perder el equilibrio.