divendres, 7 d’octubre del 2011

Una visita al manicomi de Sant Boi (1926)


El món dels bojos no existeix, no el volem veure. Avui, senzillament no existeix perquè ja el terme boig ha caigut en desús, substituït pel políticament més correcte disminuït psíquic. Però l’any 1926 existia. A Barcelona, les persones que no s’ajustaven als clixés convencionals eren tancats al manicomi de Sant Boi, i encara també moltes persones sanes a qui els seus familiars es volien treure de sobre. Aquesta crua crònica, repescada de la premsa de l’època, descriu un espai aterridor que, aviso, pot ferir alguna susceptibilitat. Apareix signada per Antonio Amador, segurament un pseudònim de l’escriptor i periodista Paco Madrid.


Quadre El crit, d'Edvard Munch (1863-1944)

Escribo estas cuartillas, amigo que me lees, dominado aún por el más impresionante espectáculo que he presenciado en mi vida. He permanecido unas cuantas horas entre locos y locas, imbéciles, idiotas, histéricas, epilécticos; entre víctimas del alcohol, de la sífilis, de la morfina; entre niños y entre mayores, que heredaron de sus padres o de sus abuelos, todas las taras y todas las miserias de una vida sin orden y sin propósito. Abandoné unos momentos el mundo en el que tú, lector, y yo, vivimos y en el que cada cual oculta su locura como sabe y como puede, para vivir en el de los locos, en un mundo de guiñol, donde cada invididuo es vivo testimonio de un drama.
(…) He sido testigo de un espectáculo sangrante. He visto con los ojos de mi conciencia. He llegado, con mi pensamiento, un poco más allá de lo que he visto y he oído. (…)
Conozco la cárcel, sé de la vida del hospital y, no obstante, la sola idea de permanecer unas horas en un manicomio me impresionó hondamente. No sé lo que es peor, lo que es más horrible. Si la cárcel, el presidio, el hospital o la llamada Casa de Salud. (…)
Qué miseria es peor entre todas las miserias? De los círculos en que Dante dividió el Infierno, ¿en cuál sufrían más las almas? ¿Pueden medirse los sufrimientos? ¿Pueden pesarse los dolores? ¿Qué martirio es el más cruel de todos los martirios, si todos tienden a martirizar?
(…) Dando frente a la Rambla de San Baudilio y de cara a Barcelona, se yergue, severo, un edificio de señorial entrada. (…) Abre una puerta vidreira y entro, con mi amigo, en el mundo de los locos. ¿Cuántas variedades de ellos encontraremos? (…)

La república de los locos
Tras nosotros se cierra la puerta que nos dio aceso a ese pequeño parque. Hemos hollado el territorio perteneciente a los locos.
A la izquierda del parque, que con un poco de buena voluntad puede antojársele al visitante un jardín, y paseándose como un enjaulado, por debajo de unos pórticos vemos al primer loco. Es un hombre joven, como de 34 años, alto, delgado. Cubre su cabeza con una gorra y alrededor del cuello lleva una bufanda.
Cuando entramos, nos miró con cierta extrañeza, dejó de pasear, detúvose delante de nosotros y se descubrió, correcto, sin afectación.
-Buenas tardes –nos saludó él primero.
-Buenas tardes – respondimos, sacándonos el sombrero.
Le creímos un vigilante.”Es un loco –nos advirtió el hermano fraile-, un loco pacífico, pero un loco”.
Sobre un banco estaba tumbado, panza arriba, otro loco. Más cuerdo, ni se molestó en saludar. Únicamente hizo un difícil movimiento con la cabeza, pero sin abandonar su posición, para mirarnos.  (…)

La sala de recreo
Y entramos en la sala llamada de recreo. En el centro, una mesa de bilar, al fondo, un piano, a un lado, las mesas para jugar a las cartas. Apenas traspusimos (sic) la puerta, hicimos un movimento institivo de retroceso. Aquel salón olía mal. No olía ni a cárcel ni a hospital. Debía oler a manicomio. Me figuré que aquella sala la desinfectan con cloroformo.
-Es la sala de recreo de preferencia –nos dijos nuestro acompañante-. Aquí están los locos que pagan.
-¿Pagan por ser locos? –preguntamos.
Sonrió el fraile.
-No. Pagan para estar mejor.
-¿Y juegan?
-Ya lo ve usted.
Efectivamente. Las mesas estaban ocupadas casi en su totalidad. Cuando entramos, interrumpieron el juego y nos saludaron.
Ninguna particularidad observamos, como no fuera la de ver reflejado en algunos rostros un cansancio moral, quién sabe si producto de esperanzas truncadas.
Nos despedimos de los locos de preferencia, que no nos parecieron tan locos como los que vimos después.
El hermano fraile, amable, nos enseñó el comedor. (…) Muy aseado todo, muy pulcro, pero muy triste.
Después vemos los dormitorios. Para ir a ellos pasamos por una galería con grandes ventanales, que da al parque.  Los ventanales carencen de vidrios.
-¿Es como medida profiláctica que carezcan de cristales esas ventanas? –inquirimos.
-No –responde el fraile-. Es que a veces se rompen y, como el tiempo no es malo, no hay necesidad de ponerlos.
Los dormitorios, según lo que pagan los locos, son individuales o para dos personas. Están bien. Una cama, de aspecto agradabilísimo, como casi todas las camas, un espejo de luna sobre una cómoda, un lavabo, dos sillas.
Subimos y bajamos escaleras, cuyos huecos están cubiertos de una tela metálica para evitar posibles intentos de suicidio. Atravesamos comedores, reconocemos estancias, penetramos en más dormitorios. Mucha ventilación, mucha limpieza, mucho orden.
Nos enseñan el laboratorio, montado con exquisita sobriedad pero sin faltar detalle. Después, el departamento de duchas y baños.
-Cuando entran en esta casa –nos alecciona el fraile- están sometidos a un tratamiento de cuchas y baños por espacio de seis meses. Es el periodo máximo de observación. Si no son enfermos graves, esta terapéutica les cura, y si durante ese espacio de tiempo no se ha obtenido ningún resultado práctico, se les pasa a los departamentos destinados al caso clínico del paciente.
-Esas duchas, ¿son a base de agua fría?
-Según. Con frecuencia se pasa de la ducha de agua fría a la del agua caliente, apenas sin intermitencias, gracias a esos aparatos. La impresión que el enfermo recibe con el cambio de temperatura es lo que le hace reaccionar.
-¿Y esas bañeras?
-En esas bañeras permanecen algunos enfermos días enteros, cambiándosele con frecuencia la temperatura del agua. Lo primero que se hace con un loco en cuanto entra en el manicomio es conducirle aquí y someterle al tratamiento de baños y duchas.
-¿Nada más?
-Nada más. Como le digo, son seis meses de observación los que tienen que sufrir.
-¿Y curan algunos?
-Algunos sí…
(…) Seguimos recorriendo el mundo de los locos, y a medida que nos adentramos en él, vamos descendiendo.
Nos hallamos en un departamento de tercera, donde están los pensionistas. También tienen una sala de recreo, pero sin mesa de billar. Juegos de naipes y los que no leen La Vanguardia. El comedor es también grande, ventilado. Las mesas sin manteles y los platos son de hoja de lata. Los dormitorios tienen dos camas, y no son tan cómodas como las de preferencia. Estos locos de tercera no tienen trato ni contacto con los primeros. Se les ve resignados, tristes, melancólicos. No hablan. No gritan. No dicen nada. Ni ven nada. Ni saben nada de nada. Viven en completo estado de ceguera mental.

Características de la locura
-¿Qué número de locos habrá en el manicomio? –preguntamos al fraile.
-Mil ciento diez.
-¿Y cuántas personas para cuidarlos?
-Treinta y cuatro hermanos y un sirviente por cada hermano.
-¿Nada más?
-Nada más.
¿Cómo dividen ustedes a los locos?
-En seis grupos. Los que están en observación, los que están en la enfermeria, los tranquilos, epilépticos, valetudinarios (sucios) y agitados (furiosos). Y aun, dentro de cada grupo, hay sus variedades.
-Así, pues, nosotros hemos visto a los dos primeros grupos.
-Sí, señor. Ahora veremos a los tranquilos.
Atravesamos un corredor. Un hombre viejos nos pide un cigarrillo. Se lo damos. Por todas partes nos salen locos, en zarabanda infernal, pidiéndonos cigarros. No tenemos para todos, claro.
El fraile les reconviene: “Silencio. Ala, aparataros”. Y los locos nos abren paso.
El amigo que me acompaña ve a un conocido. Lo llama y no hace caso. Le llama el hermano fraile y viene enseguida.
Es un mocetón, este que tengo delante, de 27 a 28 años. Alto, fornido. Tiene todas las características del idiota. Lo es. Le hablan y agacha la cabeza. Baja la vista. Entreabre los labios. Su cara no dice nada. No expresa nada.
-¡Hola! –le dice mi amigo-, ¿no sabes quién soy?
El pobre idiota no contreta.
-¿No me conoces?
Sigue callando. Le interroga el fraile. Pero él sigue callando. Gacha la cabeza y extraviada la mirada.
-Vete –le dice el fraile.
Interviene el fraile:
-Y  éste es de los que no cura. Desgraciadamente, no hay remedio para él.
-¿Y tiene familia?
-Sí, y en desahogada posición.
Salimos a un patio. En él están los locos llamados tranquilos, porque no ofrecen ningún peligro. Algunos son destinados a las mecánicas del manicomio. Ayudan en la cocina, trabajan en la huerta, limpian, y por este trabajo se les da un trato de preferencia. Cada tres días se les entrega una cajetilla de tabaco y dentro del régimen del manicomio disfrutan de una mayor libertad, aunque esa libertad no sirva precisamente para componer una oda.

Una cocina
Estamos en una cocina. En unos cubos inmensos se prepara la comida. (…)
-¿Qué comen los enfermos?
-Por la mañana, sopa de caldo con pan. Al mediodía, sopa de pasta y cocido, y por la noche, legumbres y carne asada o bacalao.
-¿Todos comen igual?
-Todos no, pero hay poca diferencia.
-Y los de preferencia, ¿tienen un régimen especial de alimentación?
-Comen según lo que pagan, pero no dude usted –asegura el fraile- que incluso los enfermos pobres, es decir, los que tenemos recogidos, comen bien. No se pueden quejar, créalo, no se pueden quejar.
-Y, seguramente, no se quejan –respondo.

Los epilépticos
Una puerta nos da acceso a un inmenso patio, situado en el centro mismo del manicomio. Es la parte vieja del mismo. En su primera época, el manicomio de “San Boy”, allá por los años 1854 o 1855, partía de este departamento de epilépticos. (…)
Mi amigo se encuentra con otro conocido. Viene a nosotros con la mano tendida. Nos salda cordial. Es un hombre de robusta complexión.
-¿Cómo te encuentras? –le pregunta el amigo.
-Bien –responde el enfermo.
-Poco a poco, hombre. Ten confianza.
-La tengo, la tengo. Pero confianza en dejar los huesos aquí –dice tristemente.
-No, hombre, no.
-Sí, para qué engañarme. De aquí no he de salir más, estoy convencido.
Su rostro denota una infinita expresión de dolor, de intenso dolor.
Nos despedimos.
-Créeme que deseo verte en la calle –le dice sinceramente mi amigo.
-Gracias, gracias.
Dejamos el patio y entramos en la sala-comerdor de los epilépticos. Unos hombres están sentados. Entre ellos unos niños cuya edad varía entre cinco, seis y siete años. Es un espectáculo sombrió el que presenciamos ahora, triste, que me impresiona fuertemente.
-¿También hay niños aquí? –pregunté.
-Ya lo creo. Mire usted. Aquellos dos –y señala el fraile a dos tiernas criaturas- son epilépticos por herencia. El padre murió aquí en el manicomio. Era un alcohólico. De la madre también se tiene antecedentes clínicos.
-Pero, esto es horrible.
El fraile no se inmuta. Quizás acostumbrado a ver tantas miserias, ya no le impresiona lo que a mí me hiela hasta el corazón.
Vienen los niños a nosotros. No hablan. Articulan sonidos que nadie entiende. Niños idiotas, semi-imbéciles, están rodeados constantemente de hombres también idiotas e imbéciles. Esto es una página de Gerardo de Nerval y Edgar Poe fundidas. Es visión de aquelarre la que se nos presenta.
-¿Y siempre están así? –inquiero.
-Siempre.
-¿Siempre entre esos hombres?
-Siempre.
Huimos de ese departamento infernal y entramos en un dormitorio de niños. Cerca de una cama hay un hombre, un sirviente, arreglando un niño.
-Vean este caso –nos invita nuestro acompañante.
Nos acercamos a la cama. No vemos más que una cara hundida y una frente desigual que avanza hacia el rostro. Tiene los ojos semicerrados, como si la luz le dañara.
-Horrible.
-Otros caso patológico –nos dice el fraile.
-¿Sifilítico?
-Probable. Esto que creen ustedes un niño tiene veintisiete años. Hace veinte que está en el manicomio.
Estoy consternado. El sirviente nos dice: “¿Quieren ustedes verlo?”.
-¡No, no! –exclamamos.
-Es que lo he de sacar de la cama para limpiarlo.
-Si es así…
El sirviente coge al niño en brazos y lo deja en el suelo, sobre las baldosas. Sobre unos pies de un tamaño inconcebible para aquel ser, y sobre unas piernas más delgadas que el más delgado de los brazos, se sostenía un cuerpo disforme. Hundido el pecho y hundida la espalda, podían contársele las costillas.
Un pequeño monsruo.
Lloraba aquella pobre criatura, como si le asustáramos nosotros, como si se encontrara en otro mundo…
-¿Habla?
-Ni una palabra.
-¿Y siempre está en la cama?
-No. Este es también de los que vive y pronto, seguramente, le veremos jugando en el patio.
-¿Cómo se llama?
-José Santamans.
-Todos esos niños que usted ha visto –me dice el fraile- son epilépticos. Las taras hereditarias, la falta de desarrollo, la meningitis, son lo que causan tantos estragos.
-Vamos, vamos –rogamos al fraile.

Los sucios
Sigamons rondando por este infierno. Estamos en el departamento de los sucios. No hay que aclarar, el calificativo es lo suficientemente expresivo que esos enfermos son los que están en pleno estado de inconsciencia.
Hau que limpiarlos siempre. Ese departamento parece un antro del Distrito V. Aquel aspecto casi agradable de las primeras salas, confortador de preferencia, ha ido desapareciendo a medida que hemos llegado al corazón del manicomio. Esto no es aquello. Es otra cosa.
Aquí ya no hay sala de recreo, ni cartas, ni billares, ni piano. Aquí hay sucios, como allí están los epilépticos. Aquí, allí y un poco más allá, es donde impera, señora, la Locura. Aquí, allí y un poco más allá, están los locos, el pueblo o la plebe de esa sociedad de locos.
Gritan los locos en ese patio y en esta sala más que en ningún otro lado.
-Un cigarro, señor, un cigarro.
-Fuera, no hay cigarros –grita el fraile.
Alrededor de una estufa sin fuego hay siete enfermos. Aseguran que sienten frío y se calientan.
El fraile llama a un chiquillo de dieciocho años.
-Cuenta a estos señores por qué estás aquí.
El muchacho, balanceánfose sin cesar, y haciendo un gran esfuerzo mental, nos explica que por haberle pegado el dueño de un horno de ladrillos, donde trabajaba, le quemó el hormo.
-Fui a mi casa –dice- y cogí dos cerillas. Una cerilla aún la guardo.
Como si nos relatara una película, va recordando cuanto hizo él e hicieron otros después del incendio. Unos señores fueron a su casa y le dijeron que si él no iba al manicomio llevarían a su padre a la cárcel. Llorando, le pidió su madre que se dejara encerrar. Y él se dejó conducir al manicomio. Y cuando acababa de referirnos estos nos mira con expresión idiota.
-¿Y ocurrió como dice?
El fraile sonríe. Pregunto.
-¿Es verdad lo que nos ha contado.
-Verdad –me responde.
-¿Y ocurrió como dice?
-Afectivamente.
-¿Y cuántos años hace que está aquí?
-Cinco.
-Así que entró teniendo trece años.
-Exacto.
-Y este chico, ¿sabe cómo se llama?
-Sí.
Y lo llama. Pero ha desaparecido. Otro muchacho se encarga de buscarlo. Nos lo trae.
-¿Cómo te llamas?
-José Guri. Soy de Sabadell.
-Y yo me llamo Francisco Amargós –nos dice otro loco- y soy de San Justo.
-¿Y por qué estás aquíi?
-Porque estoy loco.
-Oye ¿qué hago yo ahora?
Tenía en las manos las cuartillas y el lápiz. Amargós me mira fijamente, se pasa una mano por la frente, cierra los ojos y exclama:
-¡Letras!
-Yo me llamo Luis Fabre –me dice aún otro loco.
Nos rodean lo menos 25 o 30 individuos.
Cuando nos íbamos a marchas, se acerca un individuo y me dice:
-Buenas tardes. Usted debe buscarme a mí. Sí. Usted me busca a mí. Aquí estoy. Ya era hora de que viniera porque usted por algo ha venido aquí. Usted viene a quedarse. Sí. Usted viene a quedarse y yo me marcho. Esto de ser loco nos lo hemos de ir repartiendo. Así es que usted se queda y yo me marcho, porque usted por algo ha venido.
Me miraba fijamente. Los otros locos le miraban a él. Hablaba aprisa, sin interrumpirse, y decía con tanta seguridad que él se marchaba y yo me quedaba, que me olvidé de cuanto al manicomio me había llevado.
El fraile puso fin a la escena.
-El Zar de todas las Rusias –dijo al pasar por delante de un anciano que llevaba una condecoración. El zar se llevó un dedo a los labios recabando discreción. No pronunció una sola palabra.

Los furiosos
Era ya tarde. Los furiosos tienen sus camas en unas grandiosísimas salas. Quizá tienen el departamento más limpio y más cuidado del manicomio.
Preguntamos al fraile.
-¿Hay necesidad de aplicarles con frecuencia la camisa de fuerza?
-Los hay peligrosos. Los cambios de luna y el verano los pone insoportables. Y es necesario, naturalmente, reducirlos.
-¿Les atan en las camas?
-Si hay necesidad, sí, hasta que se calman.
-Y están aislados de todos, ¿verdad?
-Claro, como están aislados entre sí los diferentes grupos.
Nuestra visita se ha prolongado más de lo que suponíamos. Tañen unas campanas, y el día va declinando. Salimos (…) Nos despedimos del fraile que tan correcto y tan amable nos hizo los honores de la casa.
Salimos a la calle y respiramos a pleno pulmón. Detrás de nosotros quedaban unos cientos de hombres sin esperanza y sin redención. Quedaban los locos, en su mundo. Quedaban aquellos niños víctimas de las culpas de otros. Quedaba el drama conseguido. Quedaba detrás del mnicomio la entrada del cementerio de San Baudilio. Cuando los locos pobres mueren, no hay necesidad de pasear el cadáver por la población. Una verja de madera se abre al final del manicomio y a veinte pasos hay una magnífica fosa común adonde van a parar los que ya estaban fuera del mundo cuando perdieron la razón.

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