Publicado en El Periódico del 29 de abril de 2010
Cuando yo me planteaba estudiar periodismo, tú me aconsejabas que me dedicase a otra cosa. Ya sé que lo hacías por protegerme, que es lo que se espera de un buen padre. Tú habías conocido como el que más las ingratitudes de esta profesión tan cabrona y a veces tan desagradecida. Quizás debería haberte hecho caso y dedicarme a otra cosa, hacerme abogado, jardinero o contorsionista. Pero al final acabé siguiendo tu camino. Al fin y al cabo, algo bueno debía tener eso de ser periodista si tú le habías dedicado media vida.
¿Te acuerdas de esa pelota que te regaló Àlex J. Botines cuando éramos pequeños? Iba firmada por todos los jugadores del Barça de la temporada 1973-1974, por los Cruyff, Sotil, Marcial, Asensi, Costas, Rexach, Rifé y otros jugadores de aquel inolvidable equipo que, después de catorce años de pasar hambre, consiguió un título de liga para nuestro club. Tú nos la diste y, claro, al día siguiente mi hermano y yo, que en ese momento teníamos 9 y 10 años, la llevamos al colegio para enseñarla a todo el mundo. Al principio los amigos la miraban con admiración, por las firmas y porque en aquel tiempo una pelota de cuero era un pequeño lujo. Hasta que algún descreído dijo: “Venga, ¡juguemos!”. Y así fue cómo un balón, que con el tiempo se habría convertido en pieza de museo o un objeto digno de ser subastado en eBay, se convirtió en un artefacto para la diversión de un puñado de mozalbetes. Ya sabes cómo acabó ese reluciente esférico, después de todo un curso de chuts contra las paredes de la escuela: con las firmas borradas, convertida en una simple y vulgar pelota de fútbol.
El tiempo pasa y la pelota da muchas vueltas. Ahora me pregunto si yo mismo no me hice periodista con la voluntad de poder regalar a mi hijo una pelota firmada como aquella. Si ese día llega, tú y yo iremos a verle jugar mientras comienza a borrar sus primeros mitos a puntapiés. Para él será la primera lección práctica de periodismo, aunque eso ya no estoy tan seguro que la convenga.
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